A Fidel Castro no le gusta demasiado el peso mediático de la familia de su hermano. Mientras Raúl, con cierto orgullo, exhibe a sus hijos y potencia su presencia en los medios de comunicación –especialmente la de su hija Mariela, una sexóloga a la que se le atribuye inteligencia y cierto espíritu de tolerancia, muy propio de su profesión–, Fidel esconde a los suyos, condenando a sus descendientes a una especie de extraña marginación que inevitablemente les ha causado graves tensiones emocionales, como han revelado algunas de las ex nueras escapadas al exilio tras convivir bajo el mismo techo con esa rara familia durante algún tiempo.
Según los dos secretarios privados de Raúl Castro huidos a Estados Unidos –uno llegó en un bote tras haber sido representante ante Naciones Unidas, mientras el otro desertó en Rusia, donde era embajador interino; ambos notablemente brillantes–, el contacto entre las familias de Fidel y Raúl no era fluido, y ni siquiera se visitaban socialmente. ¿Por qué? Porque las relaciones entre Fidel y Raúl están montadas sobre unas bases totalmente perversas.
Fidel, cinco años mayor que Raúl, siente un enorme desprecio moral por Raúl, y se lo hace saber con cierta frecuencia. Valora su lealtad absoluta y le reconoce un notable instinto para la gerencia burocrática de las Fuerzas Armadas, pero le parece frívolo, le molestan sus episodios de alcoholismo, le reprocha su reducida capacidad para el análisis político, le irrita su notoria falta de curiosidad intelectual y le censura ese rasgo fatal de su conducta en el que la campechanía y la vulgaridad se unen para liquidar cualquier vestigio de la majestad que Fidel supone debe acompañar al líder permanentemente.
Raúl, en cambio, ha vivido psicológica y emocionalmente subordinado a un hermano al que admira, pese a que siempre ha ejercido la autoridad sobre él por medio de la intimidación y el atropello oral y físico; aunque, a veces, tampoco ha desdeñado otro tipo de castigo: el silencio implacable. En momentos de cólera profunda Fidel no le habla, no le contesta las llamadas, y Raúl se siente desamparado y víctima de ese invencible sentimiento de culpa que aprendió a experimentar desde la infancia.
Es tanto el miedo que Raúl le tiene a Fidel, que García Márquez, más de una vez, ha llevado a Fidel los mensajes que Raúl no tenía el valor de transmitirle.
Pese a las apariencias, ese tipo de humillante relación fue agrietando, poco a poco, el afecto de Vilma y de la familia de Raúl por Fidel. Es muy difícil querer, realmente, a un psicópata narcisista como Fidel. A ese tipo de gentes, por el temor que infunden, se les aplaude, se les ríen las gracias y se les brindan constantes muestras de adhesión incondicional para poder sobrevivir, pero es imposible apreciarlos. Es lo mismo que sucedía con Stalin, el dominicano Trujillo o Adolfo Hitler. Sus subalternos no los amaban con el corazón, sino con la vejiga.
El creciente resentimiento de Vilma hacia Fidel era predecible. A ninguna mujer puede gustarle que maltraten a su marido o a sus hijos, y la señora Espín, al decir de sus íntimos, fue una buena esposa y madre. Es imposible que su reciente desaparición –un notable soporte psicológico para su esposo– y la tal vez no muy lejana muerte de Fidel no sacudan enérgicamente la vapuleada conciencia de Raúl.
La muerte de las dos personas más importantes de su vida debe de colocar a Raúl en un torbellino emocional. Él, con 76 años, sabe que tampoco le queda mucho tiempo, sabe que su hermano le deja como herencia un país en ruinas y el delirante proyecto de conquistar el mundo de la mano del loco Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega y otros parecidos caotizadores. Sabe que, por ese camino, toda Cuba, sus propios hijos y sus nietos marcharán a la catástrofe cuando él no esté para impedirlo. Pero no adivina qué hacer porque su hermano le aplastó el carácter desde niño y ya no tiene a su mujer junto a él para aconsejarlo.