Ese esfuerzo elemental de conciencia crítica debió hacerse hace mucho. Pero las masas enardecidas en las calles piensan muy poco. Mucho antes que Chávez lo descubrieron Mussolini y Hitler, esos dos maestros insuperables en el arte de manejar las turbas.
La sicología de masas es una materia apasionante de la ciencia política. Porque cuesta entender que una gente rica se deje arrastrar a los sótanos de la miseria sin intentar siquiera una protesta. Pero así pasan las cosas. Entre discursos baratos y gestos histriónicos, Fidel Castro llevó a los cubanos hasta los confines de la indigencia, pero sólo lo notaron los que tuvieron el valor de preferir arrostrar los peligros de una mar embravecida antes que soportar los delirios de un megalómano detestable.
Ahora es la Venezuela de Hugo Chávez, con sus discursos de la peor catadura, sus camisetas rojas y las consignas contra el imperio satánico, contra los ricos, contra los curas, contra los vecinos, contra todo el mundo. ¿Qué ha quedado después de todo eso? Pues algo parecido a lo de siempre. Si, en uno de sus últimos esfuerzos pedagógicos, Castro enseñaba a los cubanos el uso de la olla arrocera, la última novedad de su grotesca tecnología, Chávez tiene que dar clase sobre cómo bañarse en tres minutos.
Por supuesto que en Venezuela no hay agua. Porque en diez años no hubo espacio para construir presas donde almacenarla durante los veranos previsiblemente largos. Los cuasi-infinitos recursos petroleros se fueron en apoyar elecciones de amigotes, en consentir robos de la boliburguesía y en un inconcebible carnaval de ineptitud e ineficacia.
La angustia de los venezolanos no se explica sólo porque carecen de agua para bañarse: tampoco tienen luz para trabajar, para cocinar, para combatir los calores insufribles con un poco de aire acondicionado. Porque, en el país más rico en petróleo de todo este continente, tampoco se construyeron termoeléctricas. Ni agua ni luz. Es la combinación perfecta para desesperar a cualquiera, pero sobre todo el síntoma de un aterrador balance de esta sustitución de la administración pública por el folclor comunista.
No teniendo agua para bañarse ni energía eléctrica para sobrevivir, los venezolanos tendrán tiempo de sobra para meditar en lo que les ha pasado. Y advertirán con horror que su producción petrolera se ha venido a pique. Que sus puertos, sus carreteras, sus aeropuertos son los de hace diez años. Que el suyo es el país con más inflación de América y que el costo de la vida terminará por asfixiarlos. Que ya no producen nada y que tienen que comprarlo todo si no quieren ver vacíos los estantes de sus mercados. Que de sus reservas internacionales nada queda, y que de tanta fanfarronada sólo aparecen en el balance unos aviones ultrasónicos que no sirven para atrapar al ladrón, al atracador, al asesino del transeúnte, que son sus verdaderos enemigos.
Venezuela está despertando de su larga pesadilla. Y, aun en su simplicidad, las masas chavistas entenderán que no les falta agua por las piscinas de los ricos, ni luz por los aires acondicionados de los centros comerciales. Y descubrirán que, mientras gritaban en las calles, les robaron su país entero.
La sicología de masas es una materia apasionante de la ciencia política. Porque cuesta entender que una gente rica se deje arrastrar a los sótanos de la miseria sin intentar siquiera una protesta. Pero así pasan las cosas. Entre discursos baratos y gestos histriónicos, Fidel Castro llevó a los cubanos hasta los confines de la indigencia, pero sólo lo notaron los que tuvieron el valor de preferir arrostrar los peligros de una mar embravecida antes que soportar los delirios de un megalómano detestable.
Ahora es la Venezuela de Hugo Chávez, con sus discursos de la peor catadura, sus camisetas rojas y las consignas contra el imperio satánico, contra los ricos, contra los curas, contra los vecinos, contra todo el mundo. ¿Qué ha quedado después de todo eso? Pues algo parecido a lo de siempre. Si, en uno de sus últimos esfuerzos pedagógicos, Castro enseñaba a los cubanos el uso de la olla arrocera, la última novedad de su grotesca tecnología, Chávez tiene que dar clase sobre cómo bañarse en tres minutos.
Por supuesto que en Venezuela no hay agua. Porque en diez años no hubo espacio para construir presas donde almacenarla durante los veranos previsiblemente largos. Los cuasi-infinitos recursos petroleros se fueron en apoyar elecciones de amigotes, en consentir robos de la boliburguesía y en un inconcebible carnaval de ineptitud e ineficacia.
La angustia de los venezolanos no se explica sólo porque carecen de agua para bañarse: tampoco tienen luz para trabajar, para cocinar, para combatir los calores insufribles con un poco de aire acondicionado. Porque, en el país más rico en petróleo de todo este continente, tampoco se construyeron termoeléctricas. Ni agua ni luz. Es la combinación perfecta para desesperar a cualquiera, pero sobre todo el síntoma de un aterrador balance de esta sustitución de la administración pública por el folclor comunista.
No teniendo agua para bañarse ni energía eléctrica para sobrevivir, los venezolanos tendrán tiempo de sobra para meditar en lo que les ha pasado. Y advertirán con horror que su producción petrolera se ha venido a pique. Que sus puertos, sus carreteras, sus aeropuertos son los de hace diez años. Que el suyo es el país con más inflación de América y que el costo de la vida terminará por asfixiarlos. Que ya no producen nada y que tienen que comprarlo todo si no quieren ver vacíos los estantes de sus mercados. Que de sus reservas internacionales nada queda, y que de tanta fanfarronada sólo aparecen en el balance unos aviones ultrasónicos que no sirven para atrapar al ladrón, al atracador, al asesino del transeúnte, que son sus verdaderos enemigos.
Venezuela está despertando de su larga pesadilla. Y, aun en su simplicidad, las masas chavistas entenderán que no les falta agua por las piscinas de los ricos, ni luz por los aires acondicionados de los centros comerciales. Y descubrirán que, mientras gritaban en las calles, les robaron su país entero.