Mi primera visita a ese deslumbrante país tuvo lugar en el año 1998. El camino que lleva desde el aeropuerto de El Dorado hasta Bogotá es una de las postales más voluptuosas de la naturaleza americana: el verde, los relieves, el calor, el misterio. Si precisáramos un argumento para explicar por qué tantos latinoamericanos, teniendo otras probabilidades de asentamiento, persistimos en quedarnos en este continente, nos bastaría para ello con remitirnos al referido trayecto. Y el resto de Colombia sería una afirmación concluyente: la belleza y la esperanza de su gente.
Sin embargo, en aquel año de 1998, que me deparó un intenso recorrido de veinte días por las ciudades más importantes del país, y en el 2001, cuando regresé, Colombia era también el mejor argumento para explicar por qué tantos latinoamericanos eligen destinos tan distantes de sus países de origen: la inseguridad política y callejera, el analfabetismo, la pobreza.
Regresé a Colombia seis veces en los últimos dos años. Y puedo asegurar y atestiguar que el clima político y social ha mejorado sustancialmente.
En aquellas visitas de 1998 y 2001, la editorial que me había invitado me prohibía terminantemente salir a solas del hotel. Y cuando salía, acompañado, sólo podía visitar determinadas zonas. Es cierto que todas las ciudades tienen sitios peligrosos; pero en Bogotá, en aquellos años, los no aconsejables parecían ser más que los hospitalarios.
En estos últimos dos años, 2006 y 2007, mis visitas a Colombia, siempre invitado a acontecimientos culturales, me revelaron un país distinto.
Bogotá ha ganado en seguridad sin perder en libertad. El turista y el invitado pueden recorrerla con libertad. Supongo que, como en cualquier ciudad, aún quedarán bolsones de peligro, pero nadie se tomó el trabajo de advertirme nada. Por el contrario, la mayoría de los colombianos con los que hablé reconocieron con toda transparencia que existe un antes y un después, en punto a seguridad, de la presidencia de Uribe. Hasta sus más enconados críticos reconocen que ahora pueden salir a la calle en paz.
Y no sólo es la seguridad –aunque sin ella todo lo demás es imposible–, también la cultura. Bogotá, Medellín y Cartagena –las ciudades que pude visitar estos últimos años– se han convertido en verdaderas usinas culturales. Las bibliotecas de los barrios pobres, y las bibliotecas populares en general, funcionan como centros de esparcimiento, educación y contención para miles y miles de niños. Son edificios atractivos, perfectamente equipados y dotados de un personal idóneo que trabaja con una convicción a la cual, a riesgo de hundirme en la cursilería, pero comprometido con la verdad, no puedo sino calificar de tierna.
Existe un permanente llamado a la tolerancia y el disenso en paz desde las más altas instancias oficiales. Colombia, con su presidente democráticamente electo a la cabeza, busca denodadamente la paz de la libertad, y la libertad que sólo puede brindar la paz. Por lo demás, se toma lo mejor que puede brindar el extranjero y se defiende lo mejor de lo propio. Cualquiera que haya participado en el exquisito Hay Festival de Cartagena, o en la impecable Feria del Libro de Bogotá; cualquiera que haya visitado las exposiciones y los actos culturales de Medellín puede confirmarlo.
Sin embargo, en el contacto con mis colegas colombianos, vale decir, con los escritores colombianos, no encontré una similar simpatía por las mejoras logradas por Uribe, y mucho menos por el propio Uribe. Cuando les comentaba mi sorpresa por los logros conseguidos por su país en los últimos años se fruncían de hombros, sin darme más explicaciones. Tildaban a Uribe de autoritario, pero sin explicarme cómo coincidía eso con una sociedad mucho más libre y abierta que la que yo había conocido en mis viajes previos a su presidencia.
Lo que era evidente es que participaban de las mejoras igual que yo: también ellos paseaban por su ciudad con despreocupación. Los mismos escritores que diez años atrás me habían advertido de que no me moviera del hotel disfrutaban ahora de poder pasear libremente, pero sin reconocer que aquello era una conquista de la sociedad colombiana dirigida por un presidente elegido democráticamente.
Por momentos he llegado a creer que el único modo que tiene un líder de disfrutar del aprobado de la mayoría de los intelectuales es ser un dictador de izquierda, o un golpista antidemocrático como Hugo Chávez.
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El tema de las FARC es uno de los más oscuros de este entuerto.
Carezco de los elementos técnicos para sustentar lo que afirmaré a continuación, pero confío en la buena voluntad de mis lectores a la hora de creerme: el 100% de los colombianos a los que consulté respecto de ese grupo armado no supieron darme una respuesta sólida al respecto. Especialmente los intelectuales, docentes incluidos, no lograban transmitirme siquiera un pantallazo respecto de cuáles eran los objetivos y la ideología de las FARC. Hago hincapié en los docentes porque visité, en total, unas cuarenta escuelas (por todo el país), y buena parte de las conversaciones que mantuve, además de con los alumnos, fue con el personal escolar: supervisores, directores, maestros, ordenanzas, promotores de libros, preceptores, etc.
A diferencia de mi toma de posición en este artículo, mis preguntas a los colombianos eran inocentes y curiosas. Yo realmente quería saber más de las FARC, y también quería saber qué opinaban de esas siglas los propios civiles que las padecían. Pero no había definiciones, ni conclusiones. La mayoría de los intelectuales que entrevisté no apoyaba la posición de Uribe de considerar a las FARC un grupo terrorista y recuperar la totalidad del país para el sistema democrático.
No pude deducir si esta falta de definición por parte de mis interlocutores se trataba de simple miedo –que me parece un sentimiento completamente respetable–, de reserva frente a un extranjero o, lisa y llanamente, de que realmente no habían podido hacerse una idea de lo que ocurría en su patria, lo cual sería tan comprensible y respetable como el miedo. Pero ninguno me dijo con claridad: deseo que triunfen las FARC, o deseo que triunfe la democracia.
Mi siempre incompleta opinión es que la lucha en Colombia, en este trance, se da entre las FARC y la democracia, liderada por decisión libre de la mayoría de los colombianos por Álvaro Uribe.
Las FARC son un grupo terrorista compuesto, entre otros, por asesinos, narcotraficantes y secuestradores seriales, cuyos objetivos son tan impenetrables como los de la mayoría de los grupos terroristas. Y Uribe es un demócrata tan imperfecto como cualquiera de los actuales presidentes democráticos, tanto de las principales potencias como de los países emergentes. Pero cuenta con un saldo a favor destacable: logró mucho más que muchos en una situación mucho peor. Y sin perder los elementos básicos de la libertad de expresión, las garantías individuales y la propiedad privada, sin los cuales no puede existir la democracia.
Con eso debería alcanzar para que los intelectuales latinoamericanos tomemos de forma unánime posición a favor de la democracia y en contra del terror.