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ANGELA MERKEL EN JERUSALÉN

Un símbolo es un símbolo es un símbolo

Hace justo una semana, Angela Merkel pronunció ante el Parlamento israelí un discurso memorable. Por lo que dijo la cancillera alemana, desde luego, pero también por otros detalles del contexto: una visita oficial de Estado.

Hace justo una semana, Angela Merkel pronunció ante el Parlamento israelí un discurso memorable. Por lo que dijo la cancillera alemana, desde luego, pero también por otros detalles del contexto: una visita oficial de Estado.
Angela Merkel.
Los medios de comunicación han coincidido unánimemente en el dictamen: la intervención de Merkel habría sido no sólo memorable, sino aun "histórica". Curiosamente, sin embargo, palabras tan galanas como las oídas en la Knesset sólo han sido reproducidas íntegramente por algún medio en Alemania, y a fecha de hoy no se ha divulgado una versión en inglés ni tan siquiera en los innúmeros digitales y blogs que pueblan internet, medio ciertamente más ágil que las rotativas pero a veces igual de rumiante.
 
Como "memorable" e "histórico" pueden querer decir muchas cosas, mejor aclarar de entrada que estas altisonantes voces, aplicadas a lo dicho y hecho por Merkel, son sinónimas de "con fuerte carga política". O simbólica, si se prefiere, ya que de hecho toda acción política, para ser eficaz y eficiente, ha de presentarse en sociedad ataviada con este traje de etiqueta. Máxime si quien lo viste es un jefe de Gobierno o de Estado, es decir, quien representa simbólicamente el poder político. Y hay una razón añadida, además, cuando este personaje responde a una invitación de la mismísima Tierra Santa, foco inextinguible de símbolos.
 
Merkel, con su discurso y también en los otros actos de su más reciente visita a Israel, ha demostrado con creces que es consciente de la carga simbólica de estas tres realidades (la política, el puesto que ocupa y el país visitado), pero además ha hecho lo que sólo hacen los buenos líderes políticos: manejar esos símbolos para manifestar una intención política y obtener resultados prácticos y tangibles.
 
Carod-Rovira, la corona de espinas y Pasqual Maragall.De hecho, uno de los métodos más seguros para decidir si un político lo es a cabalidad (o sea, si ejerce con plena conciencia sus funciones y maneja adecuadamente la realidad) o si es un advenedizo consiste en fijarse en su manejo de las prendas simbólicas. Visto de este modo, los españoles tenemos el honor de contar con una población de advenedizos políticos realmente envidiable, por lo numerosa y variopinta. Recuérdese el espectáculo ofrecido hace tres años, en el mismo escenario en que Merkel acaba de desenvolverse, por un presidente de la Generalitat de Cataluña y su ex conseller en cap: como no sabían que una corona de espinas no es una corona a secas sino un símbolo, fue el uno y se la encasquetó al otro. O bien lo guapo que se veía el presidente del Gobierno español luciendo en plan mantilla la kufiya palestina después de sentenciar en un mítin que el uso de la fuerza por los israelíes en Líbano, en 2006, había sido "desproporcionado". Por cierto, que el soldado israelí Gilad Shalit, secuestrado por Hizbulá por esas fechas, aún no ha sido liberado, y de Eldad Regev y Ehud Goldwasser, otros dos soldados del Tsahal igualmente secuestrados, ni siquiera se sabe con certeza si siguen con vida. No me cuesta imaginar que a nuestro advenedizo presidente el largo cautiverio de estos jóvenes pueda parecerle cualquier cosa salvo desproporcionado.
 
Sí, muchos políticos españoles tienen un problema: parecen no comprender que lo que dicen y hacen en el desempeño de sus funciones públicas dota de sentido (o se lo quita) a esas mismas funciones. Es el caso de los que, a toro pasado y ante las reacciones adversas, recurren a la excusa de que sus intenciones eran otras y, por descontado, buenas. Ya una no sabe qué es peor, si esta manifestación de crasa incompetencia profesional o el cinismo del político que sí sabe que su ocasional conducta impropia levantará ampollas y precisamente por eso hace lo que hace.
 
Felipe González.Felipe González, en su primera y única visita oficial a Israel, en diciembre de 1991, se negó ostensiblemente a entrar en el recinto de Yad Vashem llevando puesta la kipá. Lo de "ostensiblemente" no indica que lo hiciera a cabeza descubierta (esto habría sido una ofensa, de la que imagino capaz al niño de las cejas pero no a ser tan astuto como el sevillano), sino que en vez de con el tradicional solideo judío se cubrió con una gorra marinera. Es preceptivo para los varones cubrirse la cabeza al hacer acto de presencia en cualquier lugar de culto del judaísmo, incluidos los cementerios (entre otras cosas, eso es Yad Vashem), mas no es obligatorio el uso de la kipá, que puede sustituirse por un gorro o un sombrero. Pero Felipe González no visitaba el Memorial del Holocausto de Jerusalén a título personal, sino en tanto que jefe del Gobierno de España, y su gesto admite la consecuente lectura simbólica. Que cualquiera es libre de hacer. Por mi parte, me limito a recordar que el suyo fue, además, un gesto premeditado, como indica esta información publicada al día siguiente en un medio español:
Felipe González, que depositó una corona de flores, prefirió llevarse de España la gorra para no tener que utilizar la tradicional kipa hebrea, "cuyas connotaciones no son meramente religiosas", según miembros de su séquito.
Así pues, Felipe González quiso dotar de simbolismo político a su visita al Yad Vashem. En esto demostró ser tan político y consciente de sus actos como Angela Merkel. No hay ningún otro punto de coincidencia entre el ex presidente español y la actual cancillera alemana.
 
Merkel viajó a Jerusalén no sólo para pronunciar su "histórico" discurso en la Knesset. Vale la pena recordar, puesto que la prensa ha pasado de puntillas sobre estos otros hechos, que su viaje oficial a Israel (el tercero que efectúa desde su elección como cancillera, en 2005) tenía tres objetivos: rendir homenaje a David ben Gurión, artífice, junto con Konrad Adenauer, de la instauración (1965) de las relaciones oficiales entre Israel y Alemania, presidir el primer gabinete conjunto germano-israelí y convertir a Alemania en el primer país que felicita a Israel en el 60 aniversario de su fundación, que se conmemora el próximo mes de mayo.
 
David ben Gurión.Lo primero que hizo Merkel al llegar a Israel fue dirigirse al desierto del Neguev, donde, acompañada por el presidente Shimon Peres, depositó una ofrenda ante la tumba de David ben Gurión, cerca del kibbutz Sde Boker. En 1953, el primer jefe de Estado que tuvo Israel fijó su residencia en esta agrupación o comuna (que es lo que significa kibbutz): una cabaña simple y austera. Sin duda para fastidiar –los judíos, ya se sabe, siempre llevando la contraria– a quienes piensan que a los hijos de Sión los mueve sólo la sed de poder y riquezas.
 
Al día siguiente, tras una visita a Yad Vashem sin gorras marineras, Merkel protagonizó el acto político a secas más importante de su periplo: presidió la primera sesión de trabajo conjunta de los dos Gabinetes, el alemán y el israelí, fórmula ésta que de ahora en adelante se aplicará anualmente.
 
Como en la jerga oficial esto se denomina "consultas de gobierno", y como la práctica totalidad de los medios de comunicación, que aborrece detenerse en lo israelí, o no informó sobre el suceso o lo hizo mediante ese somero y opaco apelativo, conviene que el lector sepa en qué consiste. Para empezar, se trata de un auténtico consejo de ministros, en el que el orden del día lo componen los trabajos pendientes entre los dos países. Pero, a diferencia de lo que sucede en los habituales "encuentros bilaterales", donde por lo general los jefes de Estado se limitan a refrendar los deberes ya hechos por sus ministros y anunciar sus próximos trabajos, las "consultas de gobierno" sirven a los jefes de Estado para marcar con más claridad el rumbo que desean imprimir a las relaciones bilaterales. Angela Merkel, por cierto, utiliza a menudo esta herramienta de trabajo, que ha aplicado, además de a sus relaciones con Israel, a Francia, Italia, España, Rusia y Polonia. En el caso israelí, con la presencia de siete ministros del Gobierno alemán se ha querido significar la importancia que Berlín concede a estas relaciones, que se ha comprometido a enriquecer con nuevos proyectos de cooperación en, entre otros campos, defensa, justicia, ciencia, medio ambiente y desarrollo.
 
Lo sucedido en el tercer y último día de la visita oficial alemana es lo que ha retenido la atención de los medios. Eso sí, y para no derogar la etiqueta de la corrección política que aconseja no untarse los dedos con la pringosa realidad israelí, se ha puesto el foco menos en lo que Merkel fue a hacer a Israel que en el supuesto carácter polémico o incluso provocador de algún que otro detalle relativo a su espectacular alocución. Como el de que la cancillera se dirigiera a los diputados de la Knesset en alemán. Bastó con que nada menos que cinco diputados anunciaran que no asistirían a la sesión por ese motivo para que los medios (también los israelíes) decidieran que eso era materia noticiable y glosable (los ejemplos abundan; baste con una muestra, aquí y aquí).
 
Que el alemán y lo alemán siguen siendo material sensible para algunos supervivientes de la Shoá y sus familiares es cosa probada y conocida de antaño. De hecho, cuando Johannes Rau se convirtió en el primer presidente de Alemania invitado a dirigirse a la Knesset, en 2000, también habló en alemán, y también hubo diputados que se ausentaron del hemiciclo. Los medios, que aunque no otras virtudes sí cultivan la alegoría, no se han atrevido a decir que los israelíes son capaces de ser tan intolerantes como el que más, y quién sabe si hasta un pelín racistas, pero se han encargado de enviarnos el mensaje elevando una anécdota a fábula intemporal.
 
Otro asunto que era previsible que los medios fatigaran es el del contraste entre un supuesto trato de favor a Israel y el desprecio por el pueblo palestino que automáticamente se da por sentado que entraña cualquier manifestación de apoyo a este país. Aquí, los medios ni siquiera se han tomado la molestia de alegorizar: directamente ocultan los hechos. Merkel se refirió en su discurso a la actual situación del conflicto palestino-israelí, y concretamente a lo que ahora acontece en Gaza, no una, sino tres veces. Además, Berlín anunció, antes de la visita de la cancillera a Jerusalén, que a comienzos de junio próximo Alemania acogerá una conferencia internacional sobre ayuda a los palestinos, con el fin de "reforzar la organización de la policía palestina y el sistema judicial en los territorios autónomos palestinos", lo que, según Berlín, debería ser "una de las condiciones para llegar a una solución basada en dos Estados".
 
Pero da igual que no se informe sobre estos extremos, puesto que el mensaje que los medios quieren transmitir en todo momento es que defender el derecho a la existencia del Estado de Israel –algo que Merkel afirmó con toda rotundidad en su discurso– es una grave falta moral. O algo peor, como con tanta claridad como ingenuidad enuncia este editorial de El País de las Maravillas Progres: alinearse con Estados Unidos y abandonar la "política de mayor equilibrio en la zona", que para este imaginativo diario encarna en las probadamente melifluas y pusilánimes intervenciones de la UE.
 
Poco diré del valiente acto de contrición realizado por Merkel en nombre de Alemania. Valiente, en efecto: en su país, las palabras de la cancillera han sido muy duramente criticadas por algunos sectores de la opinión pública, sobre todo en esa Alemania ex comunista que ella tan bien conoce y donde el antisemitismo, por desgracia, no ha sido nunca una pieza de museo (¿pero existe algún rincón del planeta donde lo sea?). No es la primera vez que un dirigente alemán se inclina ante las víctimas de la barbarie nazi, pero Merkel sí es el primero que se ha atrevido a ligar públicamente dos denuncias: la del Holocausto (y, por supuesto, la responsabilidad de Alemania en esa tragedia) y la de las amenazas a la existencia del Estado de Israel. Esto es, no me cabe duda, lo que la progresía no le perdona ni le perdonará. También es el gesto, político y por tanto simbólico, más cargado de sentido de los no pocos que prodigó en su visita a Israel.
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