McCain lo sabía, por supuesto, y, listo como era, tuvo una idea: buscaría un candidato a vicepresidente que fuera todo lo republicano que él no era y atrajera a todos esos votantes que no se fiaban un pelo de él, con la tranquilidad de que, una vez elegido presidente, su vice desaparecería en algún pasillo de la Casa Blanca, y nunca más se sabría de él.
Así pues, McCain se puso a buscar por todas partes, y al final dio con una tal Sarah Palin, gobernadora del estado de Alaska, allí donde Santa Claus tiene la cabaña. Sarah era republicana de verdad (no como él, que lo era de pega), estaba teniendo mucho éxito como gobernadora y encima era mujer, lo que añadiría a su candidatura un matiz muy interesante que seguro fastidiaría mucho a los del otro bando. Sarah aceptó el envite y McCain se frotó las manos pensando que había hecho una jugada maestra, lo que era cierto, dado que, de repente, pasó a encabezar las encuestas de intención de voto, algo que no le había sucedido nunca antes.
Sin embargo, todo se vino abajo cuando una terrible crisis económica se desató sobre Estados Unidos y McCain se convirtió en McVeleta, sembrando la duda entre muchos votantes que se temieron que ya estaba un poco mayor. Y mientras el de Arizona intentaba capear el temporal, Sarah se veía sometida día sí y día también a una lluvia de calumnias por parte de los medios de comunicación, todos ellos pasados con armas y bagajes a las filas del otro bando: conscientes de lo mucho que valía, se tiraron sobre ella a degüello.
McCain estaba más perdido que un pato en un garaje: bastante tenía él con intentar averiguar por dónde soplaba el viento. Toda esa carretada de asesores empingorotados que le rodeaban parecían tener menos luces que un farol apagado, y en lugar de responder y morder ellos también, se desentendieron de Sarah y la dejaron expuesta a la humillación pública, permitiendo que el otro bando consiguiera su objetivo de desacreditarla sin esforzarse siquiera.
Naturalmente, McCain perdió las elecciones. Luego, cuando los suyos recapitularon sobre lo que había pasado, comprendieron que habían jugado mal sus cartas y que era precisamente la única baza que no habían querido jugar la que les hubiera podido salvar: Sarah Palin. Todos se sintieron bastante tontos, y McCain más que nadie, ya que por culpa de sus malos consejos se había convertido de pronto en McPifia. Pero como temían que ya no les contrataran como asesores ni para unas elecciones al bebé más mofletudo del condado, algunos de ellos pretendieron disimular su propia estupidez culpando a Sarah e inventando más embustes todavía sobre ella, para abundar en su responsabilidad en la derrota.
Sarah regresó a Alaska mucho más sabia que cuando salió de allí, a ver qué pasaba en los 48 estados de abajo, y McCain volvió a Arizona a contar en el bar del pueblo que una vez estuvo a punto de ser presidente, a ver si alguien le invitaba a una cerveza. Pero Sarah, que es una luchadora nata, decidió que no estaba dispuesta a pasar a la historia como la boba que hizo fracasar una candidatura presidencial: la próxima vez que lo intente, será ella quien lleve las riendas.
Para ello cuenta con el apoyo de cada vez más y más personas, estadounidenses sensatos y orgullosos de su país que jamás se creyeron lo que decían de ella los medios de comunicación y que la admiran y apoyan incondicionalmente, porque siempre ha hecho lo que ha dicho y ha dicho lo que piensa, a diferencia de tantos políticos hipócritas que corren por ahí, y que un día se afanan en estrecharles la mano sonrientes y al siguiente, cuando ya se han ido con la música a otra parte, les desprecian y tachan de palurdos aferrados a sus armas y a su religión. Si hasta la apoyaron cuando dimitió de su cargo como gobernadora de Alaska; ahora bien, les dio un susto de muerte; al menos hasta que pudieron reflexionar y comprendieron que no sólo no perdía nada, sino que hasta ganaba mucho con su decisión. Entonces se maravillaron de lo lista que podía llegar a ser.
Sarah dejó Alaska (por decirlo de alguna manera) y se volcó en dar a conocer a todos sus compatriotas sus ideas, las de verdad, no las falsedades que los medios de comunicación repitieron una y otra vez durante la campaña electoral, a ver si colaban. Y dicho y hecho: desde entonces, Sarah ha puesto patas arriba la Casa Blanca con una simple nota en Facebook, ha viajado a Hong Kong para dar un discurso que ha convencido a propios y extraños de que de tonta no tiene un pelo... y ahora anuncia que muy pronto publicará su autobiografía, que se titulará Going Rogue: An American Life, para que podamos conocer por fin todas esas cosas sobre ella.
Su historia personal revela que Sarah es una persona tan real como nosotros mismos, y valiente, muy valiente; tanto, que no tiene miedo de luchar por devolver a sus compatriotas la fe en una nación como la que soñaron los Padres Fundadores y sus propios antepasados, generación tras generación, antes de que esos que se han adueñado de la Casa Blanca puedan arruinar su futuro y el de sus hijos.
Y colorín, colorado, este cuento no ha hecho más que comenzar...
© Semanario Atlántico
BOB MOOSECON (moosecon@semanarioatlantico.com), autor del blog Conservador en Alaska.
Así pues, McCain se puso a buscar por todas partes, y al final dio con una tal Sarah Palin, gobernadora del estado de Alaska, allí donde Santa Claus tiene la cabaña. Sarah era republicana de verdad (no como él, que lo era de pega), estaba teniendo mucho éxito como gobernadora y encima era mujer, lo que añadiría a su candidatura un matiz muy interesante que seguro fastidiaría mucho a los del otro bando. Sarah aceptó el envite y McCain se frotó las manos pensando que había hecho una jugada maestra, lo que era cierto, dado que, de repente, pasó a encabezar las encuestas de intención de voto, algo que no le había sucedido nunca antes.
Sin embargo, todo se vino abajo cuando una terrible crisis económica se desató sobre Estados Unidos y McCain se convirtió en McVeleta, sembrando la duda entre muchos votantes que se temieron que ya estaba un poco mayor. Y mientras el de Arizona intentaba capear el temporal, Sarah se veía sometida día sí y día también a una lluvia de calumnias por parte de los medios de comunicación, todos ellos pasados con armas y bagajes a las filas del otro bando: conscientes de lo mucho que valía, se tiraron sobre ella a degüello.
McCain estaba más perdido que un pato en un garaje: bastante tenía él con intentar averiguar por dónde soplaba el viento. Toda esa carretada de asesores empingorotados que le rodeaban parecían tener menos luces que un farol apagado, y en lugar de responder y morder ellos también, se desentendieron de Sarah y la dejaron expuesta a la humillación pública, permitiendo que el otro bando consiguiera su objetivo de desacreditarla sin esforzarse siquiera.
Naturalmente, McCain perdió las elecciones. Luego, cuando los suyos recapitularon sobre lo que había pasado, comprendieron que habían jugado mal sus cartas y que era precisamente la única baza que no habían querido jugar la que les hubiera podido salvar: Sarah Palin. Todos se sintieron bastante tontos, y McCain más que nadie, ya que por culpa de sus malos consejos se había convertido de pronto en McPifia. Pero como temían que ya no les contrataran como asesores ni para unas elecciones al bebé más mofletudo del condado, algunos de ellos pretendieron disimular su propia estupidez culpando a Sarah e inventando más embustes todavía sobre ella, para abundar en su responsabilidad en la derrota.
Sarah regresó a Alaska mucho más sabia que cuando salió de allí, a ver qué pasaba en los 48 estados de abajo, y McCain volvió a Arizona a contar en el bar del pueblo que una vez estuvo a punto de ser presidente, a ver si alguien le invitaba a una cerveza. Pero Sarah, que es una luchadora nata, decidió que no estaba dispuesta a pasar a la historia como la boba que hizo fracasar una candidatura presidencial: la próxima vez que lo intente, será ella quien lleve las riendas.
Para ello cuenta con el apoyo de cada vez más y más personas, estadounidenses sensatos y orgullosos de su país que jamás se creyeron lo que decían de ella los medios de comunicación y que la admiran y apoyan incondicionalmente, porque siempre ha hecho lo que ha dicho y ha dicho lo que piensa, a diferencia de tantos políticos hipócritas que corren por ahí, y que un día se afanan en estrecharles la mano sonrientes y al siguiente, cuando ya se han ido con la música a otra parte, les desprecian y tachan de palurdos aferrados a sus armas y a su religión. Si hasta la apoyaron cuando dimitió de su cargo como gobernadora de Alaska; ahora bien, les dio un susto de muerte; al menos hasta que pudieron reflexionar y comprendieron que no sólo no perdía nada, sino que hasta ganaba mucho con su decisión. Entonces se maravillaron de lo lista que podía llegar a ser.
Sarah dejó Alaska (por decirlo de alguna manera) y se volcó en dar a conocer a todos sus compatriotas sus ideas, las de verdad, no las falsedades que los medios de comunicación repitieron una y otra vez durante la campaña electoral, a ver si colaban. Y dicho y hecho: desde entonces, Sarah ha puesto patas arriba la Casa Blanca con una simple nota en Facebook, ha viajado a Hong Kong para dar un discurso que ha convencido a propios y extraños de que de tonta no tiene un pelo... y ahora anuncia que muy pronto publicará su autobiografía, que se titulará Going Rogue: An American Life, para que podamos conocer por fin todas esas cosas sobre ella.
Su historia personal revela que Sarah es una persona tan real como nosotros mismos, y valiente, muy valiente; tanto, que no tiene miedo de luchar por devolver a sus compatriotas la fe en una nación como la que soñaron los Padres Fundadores y sus propios antepasados, generación tras generación, antes de que esos que se han adueñado de la Casa Blanca puedan arruinar su futuro y el de sus hijos.
Y colorín, colorado, este cuento no ha hecho más que comenzar...
© Semanario Atlántico
BOB MOOSECON (moosecon@semanarioatlantico.com), autor del blog Conservador en Alaska.