La argumentación ante el Tribunal es un espectáculo tal vez árido para quien no esté acostumbrado al lenguaje legislativo, pero fascinante, porque permite asistir en directo, con las preguntas de los jueces, las respuestas y una discusión extraordinariamente sofisticada, al desarrollo de la argumentación sobre la que se fundamenta, en realidad, la vida norteamericana: la ley y la interpretación de la ley, más aún que las decisiones políticas.
En muchos casos –en particular, en cuanto a los llamados "derechos civiles"– el Tribunal Supremo ha sido requerido para tomar decisiones sobre temas en que la acción política no satisfacía a determinados grupos. Es el caso del aborto, como es bien sabido, legalizado por una decisión del Supremo, cuya autoridad prevalece sobre la de cualquier otro poder.
Además, cualquier grupo que se considere afectado por una futura decisión del Supremo puede someterle un informe, llamado amicus curiae (amigo del tribunal), en el que expone su argumentación. Algunos años ha habido más de tres mil de ellos, lo que da una idea de la capacidad de movilización de la opinión pública y de la importancia que la sociedad norteamericana otorga a las decisiones del Tribunal.
Por otra parte, los debates orales están colgados on line, aunque, como es lógico, el público no tiene acceso al debate interno que conduce a la sentencia publicada.
Desde hace años se viene debatiendo si la transmisión de las sesiones orales por televisión no añadiría aún mayor transparencia a un proceso ya de por sí muy abierto al público. Quienes están a favor argumentan que los llamados Padres Fundadores, cuyas decisiones tienen en Estados Unidos un carácter prácticamente sagrado, habrían recurrido al medio televisivo, como abrieron al público las sesiones de debate.
La cuestión les fue planteada a los dos jueces que comparecieron la semana pasada en el Congreso para justificar ante los representantes del pueblo el presupuesto del Tribunal Supremo para el año 2007. Dado que las sesiones del Congreso se graban y son transmitidas –por C Span, un consorcio privado de cadenas de televisión que no recibe subvención alguna del Gobierno–, se preguntó a Anthony Kennedy y a Clarence Thomas, los jueces que comparecieron, si no sería conveniente hacer lo mismo en el Supremo.
Los jueces contestaron que así como el Tribunal Supremo no se mete en cómo el Congreso gestiona sus asuntos, tampoco el Congreso era quién para meterse en los del Tribunal Supremo. Al Tribunal tampoco le gusta el previsible efecto que la transmisión en directo tendría para los abogados, a los que convertiría en estrellas mediáticas de nivel nacional, con la consiguiente repercusión en el nivel del debate, extremadamente sobrio y cortés hasta ahora. En el país de la ley y de los abogados, nada más apetecible para uno de éstos que defender un caso ante el Supremo con toda la nación de espectadora.
También ha habido otras consideraciones. Los jueces ya están recibiendo una presión considerable, mediante mensajes electrónicos e incluso llamadas, que en algún caso han llegado a ser de muerte. Al quedar convertido en un espectáculo, reconoció un congresista demócrata, la salvaguarda de la libertad de los jueces requeriría un aumento de las medidas de seguridad, que acabaría perjudicando irremediablemente a aquélla.
Así que por ahora el Supremo seguirá con su antiguo y venerable ritual, abierto a las 150 primeras personas que se coloquen a la puerta del edificio y representen, algo más que simbólicamente, al cuerpo civil de la nación.