Ganó, porque el Daniel Ortega de hoy se parece más a Anastasio Somoza que a Fidel Castro: ortodoxia en el manejo de las variables macroeconómicas –como recomienda el Fondo Monetario Internacional–, espacio para que el sector privado gane dinero –especialmente si los empresarios no se meten en política–, bendición de parte del clero –el sorprendente cardenal Obando– y alianza estrecha con las Fuerzas Armadas, al extremo de que ha llevado como candidato a vicepresidente a un general retirado, Omar Hallesleven Acevedo, quien dirigía hasta hace poco dirigió el estamento militar.
Hizo trampas, porque no triunfó con el 62% de los votos, sino tal vez con entre un 10 y un 25% menos de sufragios, a juzgar por los patrones de conducta electoral de los comicios de los últimos veinte años, fraude que han denunciado con energía Dora María Téllez, excomandante de la revolución, y Carlos Tunnermann, exministro sandinista de Educación; además del candidato derrotado Fabio Gadea (la gran víctima de la estafa) y algunos observadores imparciales, como el eurodiputado socialista Luis Yáñez, el Centro Carter y la ONG Transparencia y Ética.
¿Por qué Daniel Ortega forzó la mano y estiró su victoria (si realmente ganó) despojando a sus adversarios de la cuota de poder que les correspondía de acuerdo con la voluntad popular? Bastante obvio: porque quiere toda la autoridad para perpetuar su gobierno. Ya lo hizo descaradamente en las elecciones municipales de 2008, cuando comprobó que podía robarse decenas de alcaldías, entre ellas la de Managua, sin pagar el menor costo por su felonía. Si entonces pudo salirse con la suya, ¿por qué se iba a inhibir en estos comicios, que eran notoriamente más importantes? Por eso el prestigioso educador Carlos Tunnermann tituló su análisis "Crónica de un fraude anunciado". Se veía venir.
Ortega ahora dispone, además de la presidencia, de 60 diputados –las dos terceras partes del Parlamento– y tiene el control de los poderes Judicial y Electoral. Tras la máscara de la democracia, podrá gobernar a su antojo y aprobar una ley que permita su reelección indefinida. También es probable que convierta los Concejos del Poder Ciudadano, hoy manejados por su propio partido, en una institución del Estado que se sostenga con fondos públicos.
Como hicieron fascistas y nazis en el primer tercio del siglo XX, Ortega posee ya todas las riendas institucionales para crear un régimen totalitario en el que Estado, Gobierno, Partido y Caudillo se fundan y confundan en una sola entidad. En ese punto, muy cercano, no quedarán vestigios de los ideales republicanos con que se creó Nicaragua.
¿Hay alguna prueba objetiva del fraude? A mi juicio la hay, aunque indirecta. Existe una amplia y reciente encuesta de Latinobarómetro, una notable ONG chilena, hecha en toda Hispanoamérica, que da algunos datos muy interesantes sobre 18 países, incluido Nicaragua. Ésta es la nación del continente que peor valora a los políticos cuando se solicita a la gente que cite el grupo "que menos cumple con la ley". Y los nicas están en el pelotón de los que "más se oponen" a la reelección presidencial, junto a los mexicanos, los hondureños, los guatemaltecos y los peruanos, dato que explica el rechazo al continuismo de Ortega. Al mismo tiempo, Nicaragua es, con mucho, la nación de América Latina que más valora la economía de mercado como "único sistema" capaz de lograr el desarrollo. Simultáneamente, de esos 18 países, Nicaragua es el número 15 en creer que el Estado es capaz de solucionar los cuatro problemas cruciales de la región, "delincuencia, narcotráfico, pobreza y corrupción": mientras en Argentina el nivel de confianza en el Estado para enfrentarse a estos flagelos es del 75%, en el conjunto de Latinoamérica es del 57% y en Nicaragua del 39%.
Con una sociedad que tiene esas percepciones, ¿quién puede creer que Daniel Ortega obtuvo el 62% de los sufragios? Imposible.