La crisis nuclear coreana cobraba además especial relieve porque se había convertido, como consecuencia de la fecha de la citada prueba, en la antesala del debate previsto sobre la crisis iraní, también relativa a la proliferación nuclear. Si no había acuerdo, o era tan de mínimos que resultaba ridículo, el Consejo tendría que enfrentarse al problema iraní en unas condiciones patéticas, sin esperanza alguna de llegar a un acuerdo mínimamente creíble.
Desde una perspectiva estratégica, el que Corea del Norte disponga de armamento nuclear tiene una importancia limitada. No parece que sus dirigentes consideren utilizarlo contra otro estado, salvo en defensa propia, y nadie está pensando en atacarles. Sin embargo, el programa nuclear norcoreano es un problema de seguridad por varias razones:
1) El hecho de que la industria de defensa sea el único activo comercial disponible de Pyongyang, junto con su militancia antiliberal, puede llevar a sus gobernantes a tratar de vender tecnología nuclear a terceros países. En este caso estaría siguiendo la estela de su actividad comercial en el terreno de los misiles, que ha tenido consecuencias muy negativas para la seguridad internacional, pues ha provisto de ellos a países que no están en condiciones de adquirirlos en el mercado normal.
2) Provoca una grieta en el régimen general de no proliferación y causa dos efectos enormemente dañinos. En primer lugar, deja claro a aquellos gobiernos tentados a seguir el mismo camino que es posible hacerlo sin poner en peligro su supervivencia política. En segundo lugar, pone a los estados vecinos, afectados por la disuasión del nuevo armamento, en la tesitura de tener que revisar en profundidad sus propias estrategias, con lo que en muchos casos se verán abocados a romper el régimen de no proliferación para garantizar su propia seguridad. Sólo disponiendo de misiles con cabezas nucleares se puede superar el efecto disuasor de un vecino nuclearizado con el que se mantienen diferencias importantes.
Los miembros del Consejo de Seguridad reaccionaron con rapidez. Estaba claro que no iban a considerar seriamente el uso de la fuerza. Por una parte, es posición comúnmente aceptada que la fuerza debe ser siempre el último recurso y que hay que dar tiempo a la diplomacia, incluyendo bajo esta actividad la aplicación de sanciones. Pero, además, había razones que desaconsejaban su utilización:
1) Si Corea del Norte se sintiera amenazada podría lanzar un ataque sobre Seúl, ciudad situada en las proximidades de la frontera, con resultados catastróficos. La victoria tendría un coste en vidas para Corea del Sur tan alto que sería inasumible.
2) El régimen de Pyongyang no dudaría en utilizar armamento de destrucción masiva sobre la población de Corea del Sur.
3) El derrumbamiento del régimen político de Corea del Norte llevaría a una catástrofe humanitaria, dadas las condiciones lamentables de los 22,5 millones de habitantes del país. Sin recursos para sobrevivir, buscarían las fronteras con China y Corea del Sur como vías de escape a una muerte por inanición. La gestión de este problema, unido a la reconstrucción política y económica, disuade a las potencias vecinas de cualquier acción desestabilizadora.
4) La crisis del sistema político de Corea del Norte supondría una humillación internacional para China. Fue el Gobierno de Pekín quien apadrinó a las fuerzas comunistas durante la guerra civil, y al nuevo estado tras la división de la península. Su fracaso supondría un nuevo capítulo de la crisis del comunismo y llevaría al régimen democrático de la nueva Corea reunificada hasta la frontera con el gigante asiático. China ha sido y es el protector de esta atroz e incompetente dictadura. Un enfrentamiento en términos militares podría convertirse inmediatamente en un choque con China, algo que está fuera de toda consideración.
Las acciones debían circunscribirse, pues, al ámbito diplomático. Entre las que no llegaron a considerarse estaba solicitar a Estados Unidos que abriese una vía negociadora bilateral con Corea del Norte. Sólo la memez de cierta izquierda europea, particularmente presente en España, puede llevar a pensar que el problema entraría en vías de solución de esta manera. Si no estuvieran tan preocupados por excusar a cualquier compañero de viaje y por culpar a Estados Unidos de cuantos males asolan este mundo, serían capaces de ver que la vía bilateral no está en la agenda del futuro sino en la del pasado.
Cuando Clinton se convenció de que Corea del Norte estaba realmente desarrollando un programa nuclear estableció una negociación dirigida a dar al régimen de Pyongyang satisfacciones suficientes como para abandonarlo. Ese es el origen del Tratado Marco de 1994, que otorgaba a Corea del Norte las garantías que ahora nuestra izquierda señala como solución de la tensión. Pyongyang ya las consiguió y las desechó, violando el tratado. Que no se engañen: lo que quieren son armas nucleares, y los misiles con que trasportarlas.
El hecho fundamental que da sentido a todo el proceso diplomático es el reconocimiento de los cinco grandes de que el régimen de no proliferación nuclear se ha venido abajo. De que en el futuro otros estados van a seguir los pasos de Corea del Norte e Irán y de que, por lo tanto, el mundo será mucho más peligroso que ahora. No hay duda de que los cinco grandes podrían impedir la crisis. Más aún, podrían liderar al Consejo de Seguridad en esta dirección.
Corea del Norte o Irán no son problemas mayores para los cinco grandes si actúan conjuntamente. Sin embargo, las distintas perspectivas nacionales sobre cuáles son los intereses en juego impiden una acción concertada. Rusia y China no consideran enfrentarse a un socio político o económico para salvar el régimen de no proliferación. Los intereses en juego son más importantes que la no proliferación. Francia cree que carece de medios para emprender una causa de esas magnitudes. Estados Unidos y el Reino Unido son conscientes de que solos no harían más que abrir nuevos conflictos. Si el régimen de no proliferación está muerto, de lo que se trata es de gestionar su ruina, para que sea lo menos catastrófica posible.
Cabía aprobar medidas que implicasen el uso de fuerzas armadas, pero nunca en acciones de guerra. Estas medidas debían ser creíbles, porque lo que estaba en juego era el prestigio del Consejo de Seguridad y de todo el discurso multilateral. Como ya ocurrió durante el debate en torno a la resolución sobre la crisis del Líbano, era evidente que lo que aprobara el Consejo no serviría para resolver el problema. Encomendar al Gobierno del Líbano el desarme de Hezbolá es lo mismo que reconocer internacionalmente el derecho de este grupo terrorista a existir y a disponer de unas fuerzas armadas propias, así como de arsenales. De la misma forma, las sanciones que el Consejo consideraba aplicar a Corea del Norte no serían suficientes para hacer cambiar de criterio al Gobierno de Pyongyang, pero darían sensación de eficacia, de que el régimen de no proliferación funcionaba y de que, por lo tanto, no había que revisar deprisa y corriendo estrategias nacionales.
La negociación de la Resolución 1718 (2006) estuvo marcada por la posición de China. Las partes aceptaron que la gravedad de la crisis exigía actuar en el marco del Capítulo VII de la Carta, el relativo a la "acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión". No había duda para el Consejo de que la prueba nuclear era una amenaza para la paz. Pero esta amenaza, por exigencia de China y Rusia, quedó matizada con la referencia al art. 41 del citado capítulo: "El Consejo de Seguridad podrá decidir qué medidas que no impliquen el uso de la fuerza armada han de emplearse para hacer efectivas sus decisiones…" Se enviaba un claro mensaje a Pyongyang de que su seguridad no corría peligro.
China, secundada por Rusia, aceptó un conjunto de sanciones que reflejan tanto la voluntad de castigar al régimen de Pyongyang como, a la postre, de protegerlo. Se prohíbe vender armas y tecnologías aplicables a la defensa y se congelan cuentas y activos financieros. Hasta aquí todo era previsible. La clave estaba en la gestión del armamento nuclear. Si Corea del Norte es una amenaza porque puede exportar esta tecnología y porque puede alarmar a sus vecinos hasta el punto de iniciarse una carrera armamentística, la solución pasaría por aislarla, impidiendo el mercadeo de estos ingenios, y por la concesión de garantías de seguridad a los estados limítrofes.
El aislamiento, para ser eficaz, implica la aplicación de acciones de interceptación de buques en alta mar, para tener la seguridad de que nada peligroso sale de ese país rumbo a estados o grupos peligrosos. China salió en defensa de su protegido y se negó a aceptar la aplicación de este tipo de acciones. Al final todo quedó en un llamamiento a los estados miembro para que colaboren en la inspección de cargamentos procedentes o dirigidos a Corea del Norte, por cualquier medio de transporte.
La eficacia de las inspecciones puede ser muy limitada por un conjunto de razones. La intensidad del tráfico es tan grande que resulta muy difícil de controlar. Los coreanos utilizan buques de distintas compañías y nacionalidades, pudiendo además cambiar la carga de un buque a otro en un punto intermedio. No todos los gobiernos van a colaborar con el mismo interés ni todos se sienten obligados a hacerlo, por la ambigua redacción de la resolución. Es indudable que Corea del Norte lo tiene más difícil, pero podrá seguir exportando sus mercancías.