La primera es bien conocida por su folclore cervecero, los rombos blanquiazules de su bandera, los escotes de las camareras locales y los ridículos pantalones cortos que llevan los trompetistas de las bandas de pueblo. De la segunda, sin embargo, nadie sabe nada más allá de la desembocadura del Neckar, un río que nace junto al Danubio y muere, ignorado por todos, en el Rin a la altura de Mannheim. Esto es así porque Baden-Württemberg es un artificio histórico que apareció por designio de los norteamericanos en la Alemania devastada y ocupada de posguerra.
Por eso tiene un nombre tan complicado, con su guión en el medio y su impronunciable trabalenguas que parece sacado del Gotha. Baden-Württemberg es el agregado del Gran Ducado de Baden, el Reino de Württemberg y el Principado de Hohenzollern-Sigmaringen, aderezado todo con piezas sueltas que el Imperio Austríaco se dejó allí olvidadas tras el espasmo napoleónico. Con tanto lío, no es de extrañar que sus habitantes carezcan hasta de gentilicio. Los de la ribera izquierda del Neckar son badenser; los de la derecha, suabos. Los del norte son mayoritariamente protestantes; los del sur, básicamente católicos. Y ahí se acaban las diferencias.
Un caprichoso puzzle al que le ha ido muy bien en los últimos sesenta años. Los alemanes del sur no prestan demasiada atención a estériles cuestiones de identidad, pero mucha a la cuenta de resultados de la empresa familiar y al saldo de tesorería en la caja de ahorros. Como es rica y con tradiciones que hunden sus raíces en el Sacro Imperio, Baden-Württemberg es cristiana y de derechas. Es, por decirlo de algún modo, la reserva espiritual de la Alemania eterna de iglesia con organista, casitas de entramado y castillos de cuento de hadas coronando cerros.
Su casi 11 millones de habitantes viven en pequeñas ciudades o en pueblos bien comunicados por una de las redes viarias más densas de Europa. En cada pueblo hay una o más fábricas, generalmente multinacionales, en las que se fabrica de todo. De Baden-Württemberg son firmas como Mercedes-Benz, Porsche, Smart, Bosch, Liebherr, SAP o Hugo Boss. Los suabos son, además, infatigables trabajadores y gente muy de fiar en los negocios. El resultado es que, en aquella región, el desempleo no existe desde, al menos, la gran inflación de los años 20. Actualmente ronda el 4,4%, y eso en plena crisis internacional.
Baden-Württemberg tiene una renta per cápita de unos 45.000 dólares (España tiene 30.000), dedica casi más que ninguna otra región de Europa a I+D, y dentro de sus límites se registra el mayor número de patentes de toda Alemania, que, a su vez, está a la cabeza del mundo en este apartado. Sólo en 2008 los suabos y sus vecinos de Baden patentaron más de 15.000 inventos. Lo llevan en los genes. Fue un suabo, Daimler, quien inventó el automóvil; otro suabo, Von Zeppelin, quien inventó el dirigible, y otro algo más conocido, Robert Bosch, uno de los padres del motor de combustión interna.
En un lugar así, tan virtuoso, donde se ata a los perros con longaniza, lo normal es que la gente se aburguese y tienda a adquirir caprichos de ricos. En nuestros tiempos, el modo en que los pueblos mimados por la diosa fortuna expían sus culpas es a través del ecologismo. Los suabos son ricos desde siempre y las nuevas generaciones ya no se acuerdan de las privaciones de posguerra, cuando en Stuttgart o en Karlsruhe se moría la gente de inanición y en el campo las familias arrancaban a la tierra hasta la última patata para echarse algo a la boca después de trabajar de sol a sol. Creen que la prosperidad es un derecho adquirido y no una delicada flor que se marchita si se riega con regulaciones, permisos y burocracia. Y en eso mismo, en poner trabas al progreso, es en lo que consiste el ecologismo en cualquiera de sus variantes, incluida la que dice encarnar Winfried Kretschmann, cabeza de lista de Los Verdes en las últimas elecciones regionales y próximo presidente del Länder.
El líder ecologista, que no se esperaba una victoria tan espectacular, trata ahora de aguar el vino repitiendo las veces que sea necesario lo católico y moderado que es, para no meter el miedo en el cuerpo a sus paisanos que han votado en masa (cerca de un 40%) a los conservadores del CDU. El Baden-Württemberg rural, el de las suaves colinas de la Jura de Suabia, lo ha hecho, además, por mayoría, en varios de los distritos de manera aplastante. Baden-Württemberg, el Ländle (terruño), como lo llaman sus habitantes, sigue y seguirá siendo negro por los siglos de los siglos, amén.
Entonces, la pregunta es: ¿de dónde ha salido la victoria verde, que no rojiverde –los socialdemócratas se han dejado un 2% respecto a los comicios de 2006–? De las ciudades del norte, especialmente de la industriosa Mannheim y de Heidelberg; de la capital, Stuttgart; y de las tres grandes ciudades universitarias del estado, Tubinga, Constanza y Friburgo. La Suabia feliz, la de los Bauern altivos que destilan el schnapps en casa, ha seguido votando lo de siempre: aunque con algo menos de entusiasmo, a los candidatos del CDU, partido hegemónico en el Land desde su fundación, en los años 50.
Ha sido, por lo tanto, una victoria histórica, aunque algo extraña. Por primera vez en la historia de la Bundesrepublik, el testigo no ha ido de los democratacristianos a los socialdemócratas, sino de los primeros a un partido que hasta hace veinte años era poco menos que una extravagancia típicamente alemana. Algo así como si en Extremadura el PSOE perdiese la autonomía dentro de unos años... pero a manos de UPyD.
Este hecho viene a confirmar que el bipartidismo está ya muerto y enterrado en Alemania, y con él el sistema adenaueriano de turno a la inglesa entre malos y menos malos. Nos dice, asimismo, que los ricachos del sur, antaño famosos por su tacañería, están cansados de votar al partido del milagro alemán. La otra opción, el SPD, es inaceptable para ellos. Constituye una izquierda casposilla que identifican con el obreraje del Ruhr, los mineros del Sarre y el indecente derroche berlinés. ¿Qué queda? Pues los siempre socorridos verdes, que, además, son irresistiblemente modernos para el votante urbano, que no sabe ni qué fruto hay que recoger en el bosque para hacer schnapps.
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