La elección de los miembros del Tribunal Supremo es una de las decisiones más trascendentales que corresponde tomar a los presidentes norteamericanos. Es así por dos razones esenciales. La primera estriba en que el Supremo de Norteamérica es extraordinariamente importante e influyente y su composición, muy restringida. Conformado por tan sólo nueve magistrados, le corresponde no sólo ser el tribunal de última instancia en todo tipo de asuntos, sino que además hace las funciones de tribunal constitucional. Téngase en cuenta que en España estas funciones están separadas: la constitucionalidad de las leyes y de las decisiones judiciales está controlada por el Constitucional, integrado por doce miembros; en cambio, la función de última instancia corresponde al Supremo, que además actúa dividido en salas, según la materia. En Estados Unidos, las funciones que en España están encomendadas a todas y cada una de las salas del Supremo, así como las del Constitucional, son atribuidas a los nueve magistrados que integran la Supreme Court.
Además, la función de control constitucional es especialmente relevante en EEUU, ya que su Constitución es muy antigua y, aunque ha sido objeto de sucesivas reformas –que se conocen como enmiendas y se identifican por su número de orden–, el Congreso es reacio a reformarla, salvo que sea absolutamente necesario. Ello obliga al Supremo a interpretar un texto del siglo XVIII para resolver problemas del XXI, lo que siempre implica alguna clase de puesta al día en la interpretación, que muchas veces corre el riesgo de ser algo más que una interpretación para convertirse en una mera apreciación de cuál es la justicia material con que debe resolverse el caso, a la luz de la ideología de los magistrados. Con todo, es inevitable que una Constitución llena de declaraciones de principios pueda ser interpretada por personas igualmente razonables en modos algo diferentes. Por eso, en última instancia, es tan importante la ideología de los magistrados que componen el tribunal. Ahora bien, debe distinguirse entre aquellos magistrados que se esfuerzan por interpretar correctamente la Constitución, aunque sea inevitable que en ellos influya su ideología, y aquellos que, abusando de la falta de una norma precisa, se permiten resolver el caso del modo más conforme con su propia ideología.
La segunda razón que hace que este tipo de nombramientos sea tan importante es que tienen carácter vitalicio. Esto significa que, si el nominado es lo suficientemente joven, sus ideas y, supuestamente, las de quien lo nombró seguirán influyendo en las sentencias del Tribunal Supremo hasta mucho después de que el presidente que lo eligió abandone la Casa Blanca. Por eso, algunas veces, los presidentes eligen personas de una relativa juventud. Es el caso del juez Roberts, que fue designado por Bush para ocupar la presidencia del tribunal: en el momento de su designación apenas tenía 50 años. Ocurre también con Sotomayor, que tiene hoy sólo cuatro años más que Roberts entonces. Es razonable esperar que ambos estén redactando sentencias en la década de los treinta de este siglo, cuando haya pasado mucho de las presidencias de Bush y Obama.
No obstante, la naturaleza vitalicia del cargo tiene una gran ventaja: garantiza la independencia del que lo ostenta. No es habitual, pero tampoco infrecuente, ver a magistrados designados por presidentes republicanos alinearse con la facción progresista. Más difícil, pero no imposible, es encontrar jueces elegidos por presidentes demócratas votar con los conservadores. Entre los primeros, el caso más famoso es el de Earl Warren, elegido por Dwight Eisenhower para presidir el tribunal en 1953. Lo presidió hasta 1969, la época en que más importantes sentencias de espíritu liberal dictó el Supremo. La palabra liberal ha de entenderse aquí en el sentido en que lo hacen los norteamericanos, es decir, como socialdemócrata.
Esta independencia que da el carácter vitalicio del cargo también produce magistrados oscilantes, que un día votan junto a los progresistas y al siguiente lo hacen con los conservadores. Cuando el tribunal está dividido en dos grupos irreconciliables con igual número de magistrados, como ocurre en la actualidad, la opinión de este noveno magistrado se convierte en decisiva, pues se sabe de antemano que, según a qué lado se escore, así será el sesgo de la sentencia que se falle. Éste es precisamente el papel que desempeña hoy en día Anthony Kennedy, un republicano originario de California nombrado por Ronald Reagan y que hoy cuenta 73 años.
La confirmación que tiene que dar el Senado no es un mero trámite. Hasta el día de hoy, ha rechazado a doce candidatos. De todas formas, esta cifra no refleja la frecuencia con que los designados por el presidente han sido rechazados por la Cámara Alta. Normalmente, cuando las cosas se ponen difíciles el propio candidato retira su nombre, para evitarse el bochorno de ver cómo se rechaza su candidatura en una votación. Precisamente éste fue el caso de los dos individuos que había elegido Reagan para cubrir la plaza del retirado Lewis Powell antes de decantarse por Anthony Kennedy. Robert Bork fue rechazado tras una dura batalla en la que los senadores Ted Kennedy (hermano de John y Robert) y Joe Biden (el actual vicepresidente) lograron impedir su nombramiento tras acusarlo, no de falta de preparación, sino de excesivo conservadurismo. La segunda opción de Reagan, Douglas Ginsburg, se retiró igualmente una vez se supo que había consumido marihuana ocasionalmente. Sólo el tercer candidato, que no era del especial agrado de Reagan, el ya citado Anthony Kennedy, logró la confirmación; y fue su voto el decisivo en las resoluciones que el Supremo dictó, años más tarde, contra el entramado jurídico de la War On Global Terror de Bush.
Cuando el presidente controla el Senado y la oposición dispone de más de cuarenta senadores (son 100 en total), al partido de la oposición le cabe recurrir al filibusterismo. Por medio de éste se puede prolongar el debate manteniendo el uso de la palabra indefinidamente, lo que impide que pueda celebrarse la votación. Se necesita al menos el apoyo de 60 senadores para forzar el fin del debate en contra de la voluntad de quienes ostentan la palabra y proceder a la votación. Nunca se ha recurrido a esta táctica en la designación de un magistrado para el Supremo, pero los demócratas sí lo hicieron cuando la confirmación de Miguel Estrada, designado por Bush para un alto puesto en un tribunal federal de apelación.
Miguel Estrada es un norteamericano que llegó a EE UU con diecisiete años sin hablar palabra de inglés. Se licenció cum laude en Columbia y se doctoró con igual nota en Harvard. Fue designado por Bush en 2001, cuando los republicanos controlaban el Senado. Los demócratas se enfurecieron. Tras cerrar una alianza con algunas organizaciones de izquierdas, bloquearon su nombramiento aduciendo no sólo su conservadurismo, sino porque lo consideraron muy peligroso, ya que estaba siendo indudablemente encumbrado como paso previo para hacerlo llegar al Tribunal Supremo, donde su origen hispano, se suponía, sería una coartada para la imposición de fallos conservadores. Las organizaciones demócratas de hispanos llegaron a negarle su origen latino, al no proceder de Puerto Rico ni de México, lo cual no deja de ser sorprendente, tratándose de un hombre nacido en Honduras de padres hondureños y llamado Miguel Estrada. En 2003, tras más de dos años de filibusterismo, Estrada renunció y los demócratas vencieron en su particular guerra contra el hispanismo de derechas.
Ahora ha dimitido David Souter, un progresista nombrado por el primer Bush (otro caso de traición ideológica al presidente que lo nombró), que cumplirá setenta años este septiembre y que probablemente deseaba retirarse desde hacía tiempo, pero al que se le pidió que esperara a que llegara Obama a la Casa Blanca para que fuera éste quien designara a su sucesor. Para los demócratas, y para Obama, es esencial que el finalmente nombrado sea alguien cuyo voto se alinee inequívocamente con los otros tres progresistas que quedarán en el tribunal, con lo que conservarán la oportunidad de vencer cuando sean capaces de convencer a Kennedy de que vote con ellos.
Al iniciarse el proceso de elección, a Obama se le ofrecieron 40 nombres. Luego el número se redujo a nueve. Con estos nueve llegó a establecerse contacto. El propio Obama estrechó finalmente las opciones a cuatro mujeres. Con todas ellas se entrevistó el presidente. Se trataba de Janet Napolitano (1957), secretaria de Seguridad Interior y la que probablemente presentaba el peor curriculum; Diane Wood (1950), magistrada del mismo tribunal de apelaciones que la finalmente elegida, Sonia Sotomayor, con un curriculum tan brillante como la puertorriqueña pero con el inconveniente de ser WASP (white, anglosaxon, protestant); Elena Kagan (1960), nada que ver con Donald, Frederic y Robert Kagan, que se graduó summa cum laude en Princeton, como la Sotomayor, pero que, sin ser WASP, tenía el problema de ser de origen judío, como lo son los ya magistrados Ruth Bader Ginsburg –la única mujer del actual Supremo– y Stephen Breyer, que forman parte del grupo de magistrados progresistas. La Kagan hubiera sido la tercera judía progresista del Supremo. Algo excesivo incluso para Obama. La cuarta opción, la de Sotomayor, resultó la finalmente elegida.
Sonia Sotomayor nació en el Bronx en 1955, hija de un matrimonio puertorriqueño que había emigrado a los EEUU durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre murió cuando ella tenía 9 años. Fue educada por su madre. Estudiante brillante, se graduó en Princeton summa cum laude y se doctoró en Yale. Desde muy joven participó en todos los movimientos prohispanos. No obstante, Jeffrey Rosen, periodista de The National Republic, de izquierdas, ha recogido la opinión de algunos colaboradores de Sonia Sotomayor y ha concluido que sus resoluciones no son de gran altura jurídica –al menos no la suficiente para ser magistrada del Supremo.
En todo caso, su elección ha levantado una polvareda de críticas, en especial por una frase que pronunció en 2001 durante un discurso en la Facultad de Derecho de Berkeley, que luego, en 2002, fue publicado en una revista de ese mismo centro llamada La Raza, lo que es toda una premonición de la tormenta que iba a desatar. Concretamente, dijo Sotomayor, citando a Sandra Day O'Connor, designada por Reagan en 1981 y la primera mujer en acceder al alto tribunal:
Además, la función de control constitucional es especialmente relevante en EEUU, ya que su Constitución es muy antigua y, aunque ha sido objeto de sucesivas reformas –que se conocen como enmiendas y se identifican por su número de orden–, el Congreso es reacio a reformarla, salvo que sea absolutamente necesario. Ello obliga al Supremo a interpretar un texto del siglo XVIII para resolver problemas del XXI, lo que siempre implica alguna clase de puesta al día en la interpretación, que muchas veces corre el riesgo de ser algo más que una interpretación para convertirse en una mera apreciación de cuál es la justicia material con que debe resolverse el caso, a la luz de la ideología de los magistrados. Con todo, es inevitable que una Constitución llena de declaraciones de principios pueda ser interpretada por personas igualmente razonables en modos algo diferentes. Por eso, en última instancia, es tan importante la ideología de los magistrados que componen el tribunal. Ahora bien, debe distinguirse entre aquellos magistrados que se esfuerzan por interpretar correctamente la Constitución, aunque sea inevitable que en ellos influya su ideología, y aquellos que, abusando de la falta de una norma precisa, se permiten resolver el caso del modo más conforme con su propia ideología.
La segunda razón que hace que este tipo de nombramientos sea tan importante es que tienen carácter vitalicio. Esto significa que, si el nominado es lo suficientemente joven, sus ideas y, supuestamente, las de quien lo nombró seguirán influyendo en las sentencias del Tribunal Supremo hasta mucho después de que el presidente que lo eligió abandone la Casa Blanca. Por eso, algunas veces, los presidentes eligen personas de una relativa juventud. Es el caso del juez Roberts, que fue designado por Bush para ocupar la presidencia del tribunal: en el momento de su designación apenas tenía 50 años. Ocurre también con Sotomayor, que tiene hoy sólo cuatro años más que Roberts entonces. Es razonable esperar que ambos estén redactando sentencias en la década de los treinta de este siglo, cuando haya pasado mucho de las presidencias de Bush y Obama.
No obstante, la naturaleza vitalicia del cargo tiene una gran ventaja: garantiza la independencia del que lo ostenta. No es habitual, pero tampoco infrecuente, ver a magistrados designados por presidentes republicanos alinearse con la facción progresista. Más difícil, pero no imposible, es encontrar jueces elegidos por presidentes demócratas votar con los conservadores. Entre los primeros, el caso más famoso es el de Earl Warren, elegido por Dwight Eisenhower para presidir el tribunal en 1953. Lo presidió hasta 1969, la época en que más importantes sentencias de espíritu liberal dictó el Supremo. La palabra liberal ha de entenderse aquí en el sentido en que lo hacen los norteamericanos, es decir, como socialdemócrata.
Esta independencia que da el carácter vitalicio del cargo también produce magistrados oscilantes, que un día votan junto a los progresistas y al siguiente lo hacen con los conservadores. Cuando el tribunal está dividido en dos grupos irreconciliables con igual número de magistrados, como ocurre en la actualidad, la opinión de este noveno magistrado se convierte en decisiva, pues se sabe de antemano que, según a qué lado se escore, así será el sesgo de la sentencia que se falle. Éste es precisamente el papel que desempeña hoy en día Anthony Kennedy, un republicano originario de California nombrado por Ronald Reagan y que hoy cuenta 73 años.
La confirmación que tiene que dar el Senado no es un mero trámite. Hasta el día de hoy, ha rechazado a doce candidatos. De todas formas, esta cifra no refleja la frecuencia con que los designados por el presidente han sido rechazados por la Cámara Alta. Normalmente, cuando las cosas se ponen difíciles el propio candidato retira su nombre, para evitarse el bochorno de ver cómo se rechaza su candidatura en una votación. Precisamente éste fue el caso de los dos individuos que había elegido Reagan para cubrir la plaza del retirado Lewis Powell antes de decantarse por Anthony Kennedy. Robert Bork fue rechazado tras una dura batalla en la que los senadores Ted Kennedy (hermano de John y Robert) y Joe Biden (el actual vicepresidente) lograron impedir su nombramiento tras acusarlo, no de falta de preparación, sino de excesivo conservadurismo. La segunda opción de Reagan, Douglas Ginsburg, se retiró igualmente una vez se supo que había consumido marihuana ocasionalmente. Sólo el tercer candidato, que no era del especial agrado de Reagan, el ya citado Anthony Kennedy, logró la confirmación; y fue su voto el decisivo en las resoluciones que el Supremo dictó, años más tarde, contra el entramado jurídico de la War On Global Terror de Bush.
Cuando el presidente controla el Senado y la oposición dispone de más de cuarenta senadores (son 100 en total), al partido de la oposición le cabe recurrir al filibusterismo. Por medio de éste se puede prolongar el debate manteniendo el uso de la palabra indefinidamente, lo que impide que pueda celebrarse la votación. Se necesita al menos el apoyo de 60 senadores para forzar el fin del debate en contra de la voluntad de quienes ostentan la palabra y proceder a la votación. Nunca se ha recurrido a esta táctica en la designación de un magistrado para el Supremo, pero los demócratas sí lo hicieron cuando la confirmación de Miguel Estrada, designado por Bush para un alto puesto en un tribunal federal de apelación.
Miguel Estrada es un norteamericano que llegó a EE UU con diecisiete años sin hablar palabra de inglés. Se licenció cum laude en Columbia y se doctoró con igual nota en Harvard. Fue designado por Bush en 2001, cuando los republicanos controlaban el Senado. Los demócratas se enfurecieron. Tras cerrar una alianza con algunas organizaciones de izquierdas, bloquearon su nombramiento aduciendo no sólo su conservadurismo, sino porque lo consideraron muy peligroso, ya que estaba siendo indudablemente encumbrado como paso previo para hacerlo llegar al Tribunal Supremo, donde su origen hispano, se suponía, sería una coartada para la imposición de fallos conservadores. Las organizaciones demócratas de hispanos llegaron a negarle su origen latino, al no proceder de Puerto Rico ni de México, lo cual no deja de ser sorprendente, tratándose de un hombre nacido en Honduras de padres hondureños y llamado Miguel Estrada. En 2003, tras más de dos años de filibusterismo, Estrada renunció y los demócratas vencieron en su particular guerra contra el hispanismo de derechas.
Ahora ha dimitido David Souter, un progresista nombrado por el primer Bush (otro caso de traición ideológica al presidente que lo nombró), que cumplirá setenta años este septiembre y que probablemente deseaba retirarse desde hacía tiempo, pero al que se le pidió que esperara a que llegara Obama a la Casa Blanca para que fuera éste quien designara a su sucesor. Para los demócratas, y para Obama, es esencial que el finalmente nombrado sea alguien cuyo voto se alinee inequívocamente con los otros tres progresistas que quedarán en el tribunal, con lo que conservarán la oportunidad de vencer cuando sean capaces de convencer a Kennedy de que vote con ellos.
Al iniciarse el proceso de elección, a Obama se le ofrecieron 40 nombres. Luego el número se redujo a nueve. Con estos nueve llegó a establecerse contacto. El propio Obama estrechó finalmente las opciones a cuatro mujeres. Con todas ellas se entrevistó el presidente. Se trataba de Janet Napolitano (1957), secretaria de Seguridad Interior y la que probablemente presentaba el peor curriculum; Diane Wood (1950), magistrada del mismo tribunal de apelaciones que la finalmente elegida, Sonia Sotomayor, con un curriculum tan brillante como la puertorriqueña pero con el inconveniente de ser WASP (white, anglosaxon, protestant); Elena Kagan (1960), nada que ver con Donald, Frederic y Robert Kagan, que se graduó summa cum laude en Princeton, como la Sotomayor, pero que, sin ser WASP, tenía el problema de ser de origen judío, como lo son los ya magistrados Ruth Bader Ginsburg –la única mujer del actual Supremo– y Stephen Breyer, que forman parte del grupo de magistrados progresistas. La Kagan hubiera sido la tercera judía progresista del Supremo. Algo excesivo incluso para Obama. La cuarta opción, la de Sotomayor, resultó la finalmente elegida.
Sonia Sotomayor nació en el Bronx en 1955, hija de un matrimonio puertorriqueño que había emigrado a los EEUU durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre murió cuando ella tenía 9 años. Fue educada por su madre. Estudiante brillante, se graduó en Princeton summa cum laude y se doctoró en Yale. Desde muy joven participó en todos los movimientos prohispanos. No obstante, Jeffrey Rosen, periodista de The National Republic, de izquierdas, ha recogido la opinión de algunos colaboradores de Sonia Sotomayor y ha concluido que sus resoluciones no son de gran altura jurídica –al menos no la suficiente para ser magistrada del Supremo.
En todo caso, su elección ha levantado una polvareda de críticas, en especial por una frase que pronunció en 2001 durante un discurso en la Facultad de Derecho de Berkeley, que luego, en 2002, fue publicado en una revista de ese mismo centro llamada La Raza, lo que es toda una premonición de la tormenta que iba a desatar. Concretamente, dijo Sotomayor, citando a Sandra Day O'Connor, designada por Reagan en 1981 y la primera mujer en acceder al alto tribunal:
La mayor parte de las críticas que le han caído por haber pronunciado esta frase entienden que encierra una especie de racismo al revés, de acuerdo con el cual la pertenencia a la raza latina o hispana otorgaría unas mayores capacidades para resolver con justicia un caso. Los reproches más agrios han provenido de Newt Gingrich, que ha escrito:Suele atribuirse a la juez O'Connor la frase según la cual un viejo sabio y una vieja sabia alcanzarían la misma solución si tuvieran que resolver sobre el mismo caso. (...) No estoy segura de estar de acuerdo. Yo creo que una mujer hispana, con la riqueza de sus experiencias, a menudo será capaz de alcanzar una conclusión mejor de la que alcanzaría un hombre blanco que no tuviera esa experiencia vital.
Imaginemos que un hombre designado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo dijera, antes de ser confirmado: "Mi experiencia como hombre blanco me hace ser mejor que una mujer latina". El nuevo racismo no es mejor que el viejo.
La crítica de Gingrich es brillante, pero elude lo esencial. La frase de Sotomayor encierra algo peor que un nuevo racismo. Encierra la idea de que ante los tribunales se debaten asuntos que se resuelven no con las leyes, sino con las ideologías. Se parte de la base de que los jueces no pueden abstraerse de sus experiencias vitales, que influirán necesariamente en sus fallos. Por lo tanto, un hombre blanco tenderá a resolver a favor de los poderosos y una mujer latina a favor de los desfavorecidos. Si se considera que la Justicia, entendida como lo hacen los demócratas, debe favorecer a los débiles frente a los poderosos, con independencia de quién tenga la ley de su parte, no cabe duda de que una mujer latina llegará a mejores conclusiones que un hombre blanco.
Por otra parte, no sólo ha sido una frase más o menos desafortunada lo que ha desencadenado la polémica en torno al nombramiento de Sotomayor. En Ricci vs. DeStefano, asunto que se resolvió en su tribunal de apelaciones y que hoy está en el Supremo pendiente de sentencia, la Sotomayor falló aplicando el principio de affirmative action hasta un extremo que los conservadores consideran incompatible con lo que ha de ser la verdadera Justicia. La expresión affirmative action es la que emplean los norteamericanos para referirse a lo que aquí llamamos "discriminación positiva". Se trata de establecer privilegios en favor de determinados colectivos que, por razones sociales, se ven desfavorecidos. Mientras la sociedad va poco a poco corrigiendo los obstáculos que pone a estos colectivos en el progreso social, se supone necesaria una affirmative action. En España, el principio de discriminación positiva se ha empleado para favorecer a las mujeres. En EEUU se ha aplicado sobre todo para favorecer a los afroamericanos y a los hispanos. Sonia Sotomayor está convencida de que, si no hubiera tenido la posibilidad de beneficiarse de la affirmative action, jamás hubiera llegado hasta donde lo ha hecho. Esta experiencia vital tuvo que ser esencial para resolver el caso Ricci vs. DeStefanocomo lo hizo. Veamos el supuesto.
En New Haven, el departamento de bomberos convocó unas pruebas de promoción para convertir en tenientes y capitanes a quienes las superaran. Aprobaron 20: 19 blancos y un hispano. Para que los ascensos fueran confirmados era necesaria la aprobación del ayuntamiento. Pues bien, éste rechazó hacerlo guiado por el principio de affirmative action y alegando que entre los aprobados no afroamericanos. El asunto es especialmente notable porque, precisamente, el hispano aprobado es disléxico y tuvo que contratar a una persona que le grabase los temas para poder preparar los exámenes, lo que le llevó a asumir un coste superior a los 1.000 dólares. Diecisiete de los 20 aprobados recurrieron la decisión del ayuntamiento. Sotomayor fue una de las magistradas que resolvió que la decisión del consistorio era correcta.
Existe una dura polémica en EEUU acerca de las bondades de la affirmative action. En general, la izquierda del partido demócrata la considera un instrumento útil para promover la integración de los afroamericanos e hispanos, además de una baza electoral con la que garantizarse el voto de estas minorías. Sin embargo, la mayoría de la sociedad duda de la eficacia del principio e incluso de su conformidad con la letra y el espíritu de sus leyes, que tienden a considerar que el Estado no tiene que promover más igualdad que la de oportunidades. Victor Davis Hanson ha explicado cómo en su universidad reciben ayuda tan sólo los hispanos de nombre inequívocamente latino, aunque no hablen una palabra de español y no tengan conexión alguna con el colectivo hispano, por haber sido educados por una madre anglosajona separada hace mucho tiempo del padre hispano del chico. En cambio, estas mismas ayudas les son negadas a los hispanos que hablan español, viven dentro del colectivo y han sido educados por una madre hispana pero tienen nombre y apellido anglosajones porque el padre es de este origen, aunque haga mucho tiempo que ya no convive con su hijo. En cuanto a las organizaciones de defensa de estas minorías, de las que la Sotomayor es una comprometida activista, están muy unidas al partido demócrata, con el que intercambian ayudas por votos.
Para defender a la Sotomayor, los medios de izquierda se han apresurado a rebuscar en sus decisiones judiciales; con el objeto de demostrar no su competencia jurídica, sino su moderación ideológica. Creen, probablemente con razón, que lo que hace descarrilar las candidaturas en el Senado no es la falta de capacidades jurídicas, sino el poseer una imagen de extremista desde el punto de vista ideológico. De hecho, con este argumento los propios demócratas han conseguido frustrar muchos nombramientos. Lo que hay que demostrar, pues, es que la Sotomayor no es tan izquierdista como parece. Por eso han sacado a relucir que en Pappas vs. Giulianifalló a favor de un policía que había sido despedido por enviar comentarios racistas en sus correos electrónicos. También falló contra una enfermera afroamericana que reclamó que dos puestos a los que aspiraba habían sido concedidos a personas de raza blanca. En principio, ninguna de las dos sentencias parece pertenecer a un juez extremadamente liberal.
Sin embargo, ésta no es la cuestión. Sonia Sotomayor no ha sido elegida por ser racista, ni por ser izquierdista. Ha sido, desde luego, elegida por ser mujer y por tener un origen puertorriqueño. Pero lo esencial de su elección estriba en su modo de entender la Justicia, puesta de relieve en la frase que los medios norteamericanos extrajeron de su discurso en la Universidad de Berkeley y que recogimos antes.
La cuestión esencial es que Sotomayor y Obama tienen la misma visión de lo que es y debe ser la Justicia. En ella se acepta de antemano que los jueces son incapaces de resolver objetivamente conforme a la ley. Por lo tanto, esforzarse en hacerlo es ingenuo, desde el momento que los otros, los jueces de ideología conservadora, so capa de estar resolviendo conforme a la ley, fallan siempre de acuerdo con su ideología. En la práctica, la ley no es más que un instrumento, una herramienta con la que dar una pátina de objetividad a una decisión que ha de ser inevitablemente subjetiva.
Naturalmente, las cosas no son exactamente así. Siendo como es inevitable que todo juez se vea influido por sus prejuicios, no es lo mismo esforzarse por aplicar estrictamente la ley, aunque no se consiga del todo, que prescindir por completo de ésta. A los jueces conservadores se les aplica el término de construccionistas, precisamente, porque lo que pretenden es atenerse a la ley. Lo conseguirán en mayor o menor grado, pero se esfuerzan en hacerlo. En cambio, los jueces liberales dictan las sentencias que les parecen más justas, o sea conforme a sus prejuicios, sea cual sea el apoyo legal que tengan para hacerlo.
Obama, como buen jurista liberal, no cree en la ley. Por eso dice: "La Justicia no está en una oscura teoría legal abstracta o en una nota a pie de página de algún libraco, sino en ver cómo las leyes afectan diariamente a las realidades de la vida de la gente". Es decir, no es la aplicación de la ley lo que obtiene la Justicia, sino los jueces cuando resuelven justamente. ¿Y cuándo resuelven justamente, según Obama? Cuando fallan a favor de las personas (o sea, los desfavorecidos) y en contra de las corporaciones (o sea, los poderosos). Obama no dice claramente lo que piensa porque sería tanto como reconocer que no cree en el imperio de la ley. Pero eso es lo que encierran sus palabras. Cree que los jueces no pueden evitar resolver conforme a sus ideas, en vez de conforme a las leyes, y que por eso es mejor que haya tantos jueces con ideas correctas como sea posible.
En este sentido, Sonia Sotomayor no sólo tiene ideas muy correctas, sino que, como Obama, está convencida de que todos los jueces resuelven conforme a sus ideas; por eso ellos, los que tienen las ideas correctas, deben esforzarse en fallar conforme a éstas y no atenerse estrictamente a la ley. Eso es lo que la Sotomayor quiere decir cuando cree que su experiencia vital le ayudará a ser mejor juez que otro que haya nacido en el seno de una acomodada familia blanca.
Vista así la Justicia, los jueces resultan ser todopoderosos, pues resuelven según su leal saber y entender. Admitido que esto no sólo es lo que deben hacer los jueces, sino lo que inevitablemente tienden a hacer en cualquier caso, Obama no necesita jueces de su cuerda, que apliquen sus ideas al juzgar, sino jueces que, conscientes de que las cosas son así, quieran efectivamente aplicarlas del modo más eficaz posible. Sonia Sotomayor garantiza ambas cosas. En definitiva: el estar convencida de que ha de resolver conforme a sus ideas más que conforme a las leyes es lo que la ha convertido en la candidata preferida de Obama.
Por esa misma razón, Sonia Sotomayor no debería ocupar plaza de magistrada en el Tribunal Supremo de los EEUU. No porque sea racista, que probablemente no lo es. No porque sea de izquierdas, pues tiene todo el derecho a serlo. Lo que la inhabilita es que cree en una Justicia subjetiva, la que a ella le parece debe imponerse, al margen de lo que las leyes digan. Es una juez que ha renunciado conscientemente a la objetividad porque no cree que se pueda ser objetivo y que, como sus ideas son superiores moralmente, nada hay de inmoral en que las aplique en sus sentencias.
Veremos si los senadores republicanos y los demócratas que aún creen en el imperio de la ley tienen la vergüenza necesaria para que Sotomayor no sea confirmada. No por izquierdista, ni por racista, ni por incompetente: simplemente porque, como Obama, no tiene respeto alguno por el imperio de la ley.
Por otra parte, no sólo ha sido una frase más o menos desafortunada lo que ha desencadenado la polémica en torno al nombramiento de Sotomayor. En Ricci vs. DeStefano, asunto que se resolvió en su tribunal de apelaciones y que hoy está en el Supremo pendiente de sentencia, la Sotomayor falló aplicando el principio de affirmative action hasta un extremo que los conservadores consideran incompatible con lo que ha de ser la verdadera Justicia. La expresión affirmative action es la que emplean los norteamericanos para referirse a lo que aquí llamamos "discriminación positiva". Se trata de establecer privilegios en favor de determinados colectivos que, por razones sociales, se ven desfavorecidos. Mientras la sociedad va poco a poco corrigiendo los obstáculos que pone a estos colectivos en el progreso social, se supone necesaria una affirmative action. En España, el principio de discriminación positiva se ha empleado para favorecer a las mujeres. En EEUU se ha aplicado sobre todo para favorecer a los afroamericanos y a los hispanos. Sonia Sotomayor está convencida de que, si no hubiera tenido la posibilidad de beneficiarse de la affirmative action, jamás hubiera llegado hasta donde lo ha hecho. Esta experiencia vital tuvo que ser esencial para resolver el caso Ricci vs. DeStefanocomo lo hizo. Veamos el supuesto.
En New Haven, el departamento de bomberos convocó unas pruebas de promoción para convertir en tenientes y capitanes a quienes las superaran. Aprobaron 20: 19 blancos y un hispano. Para que los ascensos fueran confirmados era necesaria la aprobación del ayuntamiento. Pues bien, éste rechazó hacerlo guiado por el principio de affirmative action y alegando que entre los aprobados no afroamericanos. El asunto es especialmente notable porque, precisamente, el hispano aprobado es disléxico y tuvo que contratar a una persona que le grabase los temas para poder preparar los exámenes, lo que le llevó a asumir un coste superior a los 1.000 dólares. Diecisiete de los 20 aprobados recurrieron la decisión del ayuntamiento. Sotomayor fue una de las magistradas que resolvió que la decisión del consistorio era correcta.
Existe una dura polémica en EEUU acerca de las bondades de la affirmative action. En general, la izquierda del partido demócrata la considera un instrumento útil para promover la integración de los afroamericanos e hispanos, además de una baza electoral con la que garantizarse el voto de estas minorías. Sin embargo, la mayoría de la sociedad duda de la eficacia del principio e incluso de su conformidad con la letra y el espíritu de sus leyes, que tienden a considerar que el Estado no tiene que promover más igualdad que la de oportunidades. Victor Davis Hanson ha explicado cómo en su universidad reciben ayuda tan sólo los hispanos de nombre inequívocamente latino, aunque no hablen una palabra de español y no tengan conexión alguna con el colectivo hispano, por haber sido educados por una madre anglosajona separada hace mucho tiempo del padre hispano del chico. En cambio, estas mismas ayudas les son negadas a los hispanos que hablan español, viven dentro del colectivo y han sido educados por una madre hispana pero tienen nombre y apellido anglosajones porque el padre es de este origen, aunque haga mucho tiempo que ya no convive con su hijo. En cuanto a las organizaciones de defensa de estas minorías, de las que la Sotomayor es una comprometida activista, están muy unidas al partido demócrata, con el que intercambian ayudas por votos.
Para defender a la Sotomayor, los medios de izquierda se han apresurado a rebuscar en sus decisiones judiciales; con el objeto de demostrar no su competencia jurídica, sino su moderación ideológica. Creen, probablemente con razón, que lo que hace descarrilar las candidaturas en el Senado no es la falta de capacidades jurídicas, sino el poseer una imagen de extremista desde el punto de vista ideológico. De hecho, con este argumento los propios demócratas han conseguido frustrar muchos nombramientos. Lo que hay que demostrar, pues, es que la Sotomayor no es tan izquierdista como parece. Por eso han sacado a relucir que en Pappas vs. Giulianifalló a favor de un policía que había sido despedido por enviar comentarios racistas en sus correos electrónicos. También falló contra una enfermera afroamericana que reclamó que dos puestos a los que aspiraba habían sido concedidos a personas de raza blanca. En principio, ninguna de las dos sentencias parece pertenecer a un juez extremadamente liberal.
Sin embargo, ésta no es la cuestión. Sonia Sotomayor no ha sido elegida por ser racista, ni por ser izquierdista. Ha sido, desde luego, elegida por ser mujer y por tener un origen puertorriqueño. Pero lo esencial de su elección estriba en su modo de entender la Justicia, puesta de relieve en la frase que los medios norteamericanos extrajeron de su discurso en la Universidad de Berkeley y que recogimos antes.
La cuestión esencial es que Sotomayor y Obama tienen la misma visión de lo que es y debe ser la Justicia. En ella se acepta de antemano que los jueces son incapaces de resolver objetivamente conforme a la ley. Por lo tanto, esforzarse en hacerlo es ingenuo, desde el momento que los otros, los jueces de ideología conservadora, so capa de estar resolviendo conforme a la ley, fallan siempre de acuerdo con su ideología. En la práctica, la ley no es más que un instrumento, una herramienta con la que dar una pátina de objetividad a una decisión que ha de ser inevitablemente subjetiva.
Naturalmente, las cosas no son exactamente así. Siendo como es inevitable que todo juez se vea influido por sus prejuicios, no es lo mismo esforzarse por aplicar estrictamente la ley, aunque no se consiga del todo, que prescindir por completo de ésta. A los jueces conservadores se les aplica el término de construccionistas, precisamente, porque lo que pretenden es atenerse a la ley. Lo conseguirán en mayor o menor grado, pero se esfuerzan en hacerlo. En cambio, los jueces liberales dictan las sentencias que les parecen más justas, o sea conforme a sus prejuicios, sea cual sea el apoyo legal que tengan para hacerlo.
Obama, como buen jurista liberal, no cree en la ley. Por eso dice: "La Justicia no está en una oscura teoría legal abstracta o en una nota a pie de página de algún libraco, sino en ver cómo las leyes afectan diariamente a las realidades de la vida de la gente". Es decir, no es la aplicación de la ley lo que obtiene la Justicia, sino los jueces cuando resuelven justamente. ¿Y cuándo resuelven justamente, según Obama? Cuando fallan a favor de las personas (o sea, los desfavorecidos) y en contra de las corporaciones (o sea, los poderosos). Obama no dice claramente lo que piensa porque sería tanto como reconocer que no cree en el imperio de la ley. Pero eso es lo que encierran sus palabras. Cree que los jueces no pueden evitar resolver conforme a sus ideas, en vez de conforme a las leyes, y que por eso es mejor que haya tantos jueces con ideas correctas como sea posible.
En este sentido, Sonia Sotomayor no sólo tiene ideas muy correctas, sino que, como Obama, está convencida de que todos los jueces resuelven conforme a sus ideas; por eso ellos, los que tienen las ideas correctas, deben esforzarse en fallar conforme a éstas y no atenerse estrictamente a la ley. Eso es lo que la Sotomayor quiere decir cuando cree que su experiencia vital le ayudará a ser mejor juez que otro que haya nacido en el seno de una acomodada familia blanca.
Vista así la Justicia, los jueces resultan ser todopoderosos, pues resuelven según su leal saber y entender. Admitido que esto no sólo es lo que deben hacer los jueces, sino lo que inevitablemente tienden a hacer en cualquier caso, Obama no necesita jueces de su cuerda, que apliquen sus ideas al juzgar, sino jueces que, conscientes de que las cosas son así, quieran efectivamente aplicarlas del modo más eficaz posible. Sonia Sotomayor garantiza ambas cosas. En definitiva: el estar convencida de que ha de resolver conforme a sus ideas más que conforme a las leyes es lo que la ha convertido en la candidata preferida de Obama.
Por esa misma razón, Sonia Sotomayor no debería ocupar plaza de magistrada en el Tribunal Supremo de los EEUU. No porque sea racista, que probablemente no lo es. No porque sea de izquierdas, pues tiene todo el derecho a serlo. Lo que la inhabilita es que cree en una Justicia subjetiva, la que a ella le parece debe imponerse, al margen de lo que las leyes digan. Es una juez que ha renunciado conscientemente a la objetividad porque no cree que se pueda ser objetivo y que, como sus ideas son superiores moralmente, nada hay de inmoral en que las aplique en sus sentencias.
Veremos si los senadores republicanos y los demócratas que aún creen en el imperio de la ley tienen la vergüenza necesaria para que Sotomayor no sea confirmada. No por izquierdista, ni por racista, ni por incompetente: simplemente porque, como Obama, no tiene respeto alguno por el imperio de la ley.