Las noticias han llegado en plena semana del Memorial Day. La fiesta se viene celebrando el último lunes de mayo; se implantó después de la Guerra de Secesión y se consolidó tras la Primera Guerra Mundial. Es un día festivo, patriótico y familiar. Se honra a quienes dieron la vida por la patria con actos oficiales, discursos y visitas a los monumentos y cementerios.
Ni que decir tiene que aquí no existe nada de eso. El ministro de Defensa –así lo llaman– se dedica a pedir perdón por los muertos, o sea que los insulta y afrenta su recuerdo, su sacrificio; y además deja bien claro al conjunto de los españoles que lo mejor que pueden hacer es no alistarse nunca. Sacrificarse por España… ¡Qué desgraciados!
En Estados Unidos se está todavía lejos de esta degradación. Pero, en vista de las noticias que han salido a la luz esta semana, hay quien se ha preguntado (Daniel Henninger, en The Wall Street Journal) si no habrá llegado ya el "síndrome de Irak", como en los años 60 se apoderó de Estados Unidos el "síndrome de Vietnam". El "síndrome" consiste en la disposición a asumir no ya la imposibilidad de ganar la guerra de Irak –cualquier batalla, incluso la de una salida digna–, sino, sobre eso e incluso antes, la culpa por haber intervenido allí.
Lo de menos es el objetivo de la intervención, igual de defendible y de desinteresado en Vietnam como en Irak. Lo de más es aceptar la responsabilidad de los errores, negar los posibles avances y convencerse de la esencial perversidad de la intervención.
Así que la supuesta matanza de Haditha está en trance de convertirse en el My Lai iraquí y, más allá de cualquier posible error del Ejército norteamericano, viene a demostrar la maldad esencial del uso de la fuerza contra aquellos a los que, por otra parte, se les reconoce el derecho de asesinar, brutalizar y torturar, como si a ellos no fuera lícito aplicarles la misma exigencia moral. ¿Por qué? ¿Porque dicen que son musulmanes? ¿O simplemente porque encarnan el heroico antinorteamericanismo, sobre todo el de la vieja Europa?
La ola llega ahora a Estados Unidos. Las investigaciones, lógicamente, han comenzado, y serán todo lo minuciosas que suelen serlo en el Ejército norteamericano. También se ha anunciado la puesta en marcha de una campaña de educación en valores destinada a erradicar definitivamente cualquier tipo de violación de las leyes de la guerra entre las tropas norteamericanas. Es un poco contradictorio que el mismo oficial que anuncia esto diga también que el 99% de las tropas norteamericanas son excelentes profesionales, respetuosos de las reglas y de los derechos humanos. Más valdría localizar y echar del Ejército al famoso 1%.
Sin contar, por otra parte, que las leyes de la guerra a la que se enfrentan las tropas norteamericanas y aliadas en Irak no son las de las guerras tradicionales. Si en éstas era ya de por sí difícil cumplirlas todas (¿cuántos episodios atroces habrán quedado enterrados en los frentes del Pacífico?, ¿cuántos en la resistencia antinazi en los países europeos?), mucho más lo son ahora, cuando que las tropas se enfrentan a un enemigo dispuesto a todo, incluido a la matanza sistemática de aquellos a quienes dicen querer liberar del opresor occidental.
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Hay quien sugiere que la aparición de estos episodios en este momento depende de otro factor. El nuevo primer ministro iraquí pretende reforzar su autoridad jugando con ellos la carta del antiamericanismo para ganar un apoyo popular del que carece.
Como preconizó David Brooks en The New York Times hace dos años, los norteamericanos habrían de aceptar el papel de padre repudiado tras haber criado a una criatura que, llegada al principio de la madurez, forzosamente renegará de él. Es un razonamiento demasiado sofisticado, y probablemente demasiado maquiavélico.
Si los norteamericanos empiezan a preparar su retirada aparentemente presionados por la puesta en circulación de las noticias de estos episodios, la sensación que quedará será de derrota. Darán una impresión de debilidad que ya ha empezado a cundir, con la reciente decisión de Condoleezza Rice de aceptar el principio de unas conversaciones con Irán evidentemente condenadas al fracaso.
La mayoría de la opinión pública europea, alimentada por unos medios de comunicación militantemente antinorteamericanos, se alegrará. Ya veremos si tendrá tantas ocasiones de hacerlo cuando el régimen iraní, que se crecerá más al haber sido aceptado como interlocutor, disponga de armas nucleares capaces de alcanzar París o Roma. Entonces la imposibilidad de vencer al terrorismo, que ahora se puede considerar una revancha sobre la posición dura de los supuestos halcones norteamericanos, cobrará tintes siniestros.
En Estados Unidos, la sensación de depresión que se apoderó del país en los años 70 tal vez pueda beneficiar a los demócratas. No lo hace todavía, lo cual resulta curioso. Quizás sea, como ha apuntado Anthony Dworkin en un ensayo reciente en la revista inglesa Prospect ("After the Neocons"), porque el Partido Demócrata está dividido a este respecto, o porque no resulta convincente en materia de seguridad.
Ahora bien, llegado el caso de una victoria demócrata, ¿qué van a hacer con ese estado de ánimo? La experiencia de Jimmy Carter resultó un desastre. Es posible que se repita. Se abriría un período de introspección autocrítica y depresiva que perjudicará a los derechos humanos en el exterior (¿qué van a hacer los demócratas para evitar atrocidades como las de Darfur, habiendo llegado al poder con la bandera del aislacionismo?), pero también a algunos de los grandes asuntos internos. Por ejemplo, no parece que el ensimismamiento resulte la mejor de las recetas para una asimilación en condiciones de los inmigrantes. Más bien al revés, augura un período de tensiones y dificultades.
En cualquier caso, el Gobierno norteamericano todavía tiene bazas a su favor. El apoyo a la guerra de Irak ha disminuido drásticamente, pero no se manifiesta, como en los años 60 y 70, en una movilización activa de la opinión pública. Como ha ironizado un escritor en la revista libertaria Reason, el heroico encuestado que manifiesta un no rotundo a la intervención se muestra mucho menos heroico a la hora de manifestarse contra ella.
Así que ni siquiera está claro que el asunto vaya a tener una repercusión muy fuerte en las próximas elecciones. Muchos de quienes se presentan en noviembre votaron a favor de la intervención, y el electorado no ha premiado, al menos por ahora, a quienes han cambiado de opinión. Más bien el contrario.
El Gobierno norteamericano sigue teniendo en sus manos una baza que no ha sabido utilizar: las relaciones públicas, la explicación y la pedagogía. El hijo del sha de Persia se quejaba recientemente en The Wall Street Journal de que los norteamericanos no fomentaban la disidencia interna en su país como la fomentaron en su tiempo en los países machacados por el comunismo soviético. Hay quien dirá que el heredero en el exilio se está haciendo valer, para forzar una intervención de Estados Unidos en su país de origen. Y habrá quien diga que no es lo mismo la disidencia ante el comunismo que la disidencia ante el totalitarismo islamista.