Todas las opiniones esgrimidas sobre el asunto tienen algo de razón: que Uribe no quiere someterse a una gavilla que basa todo discurso en la crítica mordaz a su gestión y no tienen nada de propuestas; que los debates son unos circos montados por los medios de comunicación para subir el rating y vender más revistas y periódicos; que en la campaña de Uribe se respira arrogancia porque creen que su candidato es infalible; que un presidente no tiene nada que debatir con candidatos que no tienen ni el uno por ciento de apoyo en las encuestas, etcétera. Lo más cierto de todo es que se trata de una decisión incomprensible, porque si hay un candidato de verbo envolvente, de memoria prodigiosa, de dialéctica contundente, y conocedor de cada detalle, ése es el presidente Uribe.
Está claro que el presidente Uribe ha malacostumbrado a los medios por su excesiva disposición a las cámaras y los micrófonos, a la exposición mediática. Basta recordar que, durante la campaña por el referendo, Uribe apareció hasta en el reality de televisión El Gran Hermano, y luego se sometió a una maratón de siete horas continuas, de once de la noche a seis de la mañana, explicando las bondades y defectos del TLC en vivo y en directo. Los largos consejos comunales de los sábados, trasmitidos en vivo y al mejor estilo de un debate donde hasta el más humilde asistente puede intervenir, son otra muestra de su excesiva exposición a los medios.
Luego, parecería obvio que el presidente de la República estaría más que dispuesto a someterse a debate con cualquier candidato, contra todos juntos de ser necesario, y por eso ha sorprendido su reticencia a hacerlo. En gracia de discusión, hay que admitir varias cosas. Los debates sí tienen la finalidad de aumentar el rating: no son un favor que se hace a la democracia porque sí, y no hay razón válida para que un presidente en ejercicio se someta al pequeño circo que quiera montar cada medio. Sería más altruista que los grandes medios conformen un pool para realizar dos o tres debates en horarios Triple A con los principales candidatos, incluido el presidente, pero no con todos.
Ese es otro aspecto por considerar. Hay que recordar que el referendo de 2003 se hundió por no superar el umbral. En la reciente votación para el Congreso, bajo la nueva ley electoral, varios partidos se quedaron sin representación y perdieron la personería jurídica por el mismo tema del umbral, y si este mecanismo es tan importante en nuestra democracia, los candidatos de esos partidos no deberían seguir en la contienda, o por lo menos no deberían estar en un debate creyéndose con especial derecho de atacar con argucias a un candidato en particular, el presidente, que por razones de dignidad tendría que morderse la lengua.
Esos candidatos, como si fuera poco no pasar el umbral, no tienen ni el uno por ciento de respaldo en las encuestas. De manera que en los debates con el presidente no deben participar candidatos como Antanas Mockus, Alvaro Leyva (el candidato de las Farc), Enrique Parejo, y mucho menos esos desconocidos que se lanzan porque el ambiguo concepto de pluralidad se lo permite. En las actuales circunstancias sólo dos candidatos están en posición de debatir con el presidente: el liberal Horacio Serpa y el comunista Carlos Gaviria. Los demás no tienen velas en el entierro.
Finalmente, hay que decir que el debate entre candidatos no es indispensable, pero sí permite hacer útiles comparaciones. Hace cuatro años Uribe volvió ropa de trabajo a sus contradictores, y hoy, con realizaciones para mostrar, no hay nada que haga pensar que las cosas sean distintas. De hecho, los debates programados sin Uribe van a demostrar dos cosas: que una telenovela sin galán no tiene rating y que los candidatos en disputa no tienen nada que decir y nada que ofrecer al país, salvo confusas ideas contra el TLC, críticas muy simplistas contra la política de seguridad del Gobierno y el manido estribillo de la pobreza, que no sienta bien a unos plutócratas que toda la vida han comido muy bien, del bolsillo del pueblo.
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