La represión a la que se ve sometido el cristianismo se justifica por la procedencia "extranjera y leal a otro país", pero en realidad el cristianismo, asentado en China desde hace siglos, constituye una alternativa en valores para un régimen totalitario exhausto de ideas y que recurre a la persecución de cualquier potencial oposición como método de supervivencia.
Escribió Herman Hesse que cualquier aproximación que se haga al fenómeno religioso en Asia desde una perspectiva occidental será tremendamente desconcertante por la tolerancia que existe entre las religiones y entre quienes las profesan. La carencia de una estructura jerárquica similar a la Iglesia y la consiguiente inexistencia de principios dogmáticos motivaron que las grandes religiones asiáticas se constituyeran en corrientes trascendentales de pensamiento filosófico que no dieron guerras de religión y que se propagaron y evolucionaron en el pueblo asimilando ritos y tradiciones populares.
China es uno de los mejores ejemplos. Sería difícil para un chino de hace 60 años responder a la pregunta de cuál es su religión. Al budismo, proveniente de la India, se le añaden cultos taoístas y confucionistas, junto a la veneración de los ancestros. A estas religiones asiáticas se le debe añadir el islam, presente en el oeste del país desde el siglo XI, y el cristianismo, que, llevado por los portugueses a Macao, ha tenido una presencia constante en China desde el siglo XV.
Evidentemente, esta presencia no fue nunca mayoritaria, pero sí ha sido constante, y a ella se vino a sumar la llegada de los primeros misioneros protestantes en el siglo XIX, tras la Guerra del Opio. El cristianismo, en sus diferentes variedades, ha convivido en China desde hace siglos con otras religiones de forma pacífica y con un creciente número de adeptos.
En 1949, cuando se proclamó la República Popular, Mao consideró cualquier expresión religiosa como una reminiscencia del pasado chino y como un impedimento para construir la denominada "Xin Hua", Nueva China. "Las religiones han sido un ejemplo de opresión y de mentiras al pueblo", afirmó en 1956 ante la Asamblea de Trabajadores. China, siguiendo el ejemplo de Hoxa en Albania, único aliado de Mao tras su ruptura con la URSS, castigó cualquier tipo de religión bajo el eufemístico pretexto de "luchar contra la superstición y creencias extranjeras".
La represión fue brutal: se quemaron aldeas enteras en las que se suponía que el cristianismo era un culto extendido y se obligo a apostatar a los cristianos. Las torturas incluían someter a los sacerdotes a vejaciones sexuales y mostrar las fotografías a los fieles.
En los años de la apertura económica de Deng Xiaoping se aceptó el culto cristiano para los residentes extranjeros y se escenificó ante la sociedad internacional una mejora de la libertad religiosa. Aparentemente, se autorizaba el culto budista lamaísta en el Tíbet y se suavizó la presión sobre comunidades musulmanas que pertenecían a minorías de etnia turca.
En el caso del catolicismo, China vio el fracaso de las políticas soviéticas y prefirió apostar por la división constituyendo la llamada "Iglesia Patriótica China". Se trataba de un culto católico que no reconocía la autoridad de Roma y en el que se modificaba el corpus doctrinal y teológico para representar a un Jesucristo comunista e imitador de Mao. Esta Iglesia es la única reconocida oficialmente, y hoy, en el centro de ciudades como Pekín o Shanghai, se pueden visitar preciosas iglesias e incluso catedrales que, bajo la escrupulosa mirada de algunos policías en uniforme y otros muchos de paisano, pertenecen a la llamada "Iglesia oficial china".
La creación de esta Iglesia sólo posible en un régimen totalitario y con una población desinformada y manipulada, y fue acompañada de una continua represión contra todo atisbo de catolicismo. El obispo Joseph Zen, de Hong Kong, él mismo refugiado de la persecución china y reconocido activista por la democracia, lleva años denunciando esta persecución y es uno de los mayores defensores de la Iglesia clandestina.
La represión religiosa no se limita al cristianismo. Falun Gong, grupo de origen budista y de meditación, es igualmente perseguido, y los miembros arrestados han sido incluso fusilados, según revela Amnistía Internacional. Los pretextos en este caso se centran en la naturaleza del grupo, que, según las autoridades, no respeta la "libertad de los individuos": curiosa la perversión semántica de "la libertad" que se consigue realizar.
A Pekín lo mueven intereses muy profundos a la hora de oponerse a la religión cristiana en general y a la Iglesia Católica en particular en China. No se trata simplemente del socialismo luchando contra la superstición y la ignorancia populares. En un momento en que las ideas que sustentan al Gobierno chino se han demostrado como inservibles para el progreso de la humanidad, y ante una dictadura que practica una implacable manipulación de la población, los valores cristianos constituyen una amenaza latente. Es en la religión donde los críticos y disidentes del sistema pueden encontrar una sustentación moral y una dignidad humana que se ve negada y reprimida cada día.
Hasta ahora pocos son los medios de comunicación que se han atrevido a levantar la voz contra esto, y menos aún los gobiernos que lo han denunciado. Estados Unidos recoge estos hechos en sus informes sobre libertad religiosa, y Condoleezza Rice lo denunció en su pasada gira asiática. Sin embargo, es decepcionante que los gobiernos europeos no hayan abordado este tema jamás, y sorprendente que incluso entre los fieles católicos no exista un conocimiento concreto de este hecho y se siga viendo como algo normal.
Sería conveniente que nuestras democracias occidentales, las mismas que facilitan la integración de musulmanes reconociéndoles su derecho a practicar su religión en el seno de nuestras sociedades, las que comercian enriqueciéndose con China y las que se apresuran a facilitar el acceso de Pekín a la normalidad internacional, exigieran a la dictadura una libertad religiosa que se enmarque en el cumplimiento de los Derechos Humanos. Es lamentable que en ciertos medios, no sólo en la izquierda, aún se considere a China un país en transición que accede, poco a poco, a la normalidad democrática. La realidad es que jamás se debería olvidar la presión que se ejerce para eliminar cualquier embrión de futura crítica y la persecución de los fieles católicos.
Cuando George Bush preguntó a Nathan Sharansky, el célebre disidente judío de origen ruso que pasó varios años en prisiones comunistas, qué consejos le daría sobre Oriente Medio para favorecer su democratización, éste le dio uno sólo: "Hable y escuche a los disidentes". Los católicos chinos esperan y merecen eso. Cualquier comprensión hacía la intolerancia generará más persecución.