Pensaba más en Silvio que en Pablo –con quien nunca me había cruzado una palabra–, debido a que, poco antes, en Madrid, había cenado con Silvio en casa de un amigo común.
En la cena, que transcurrió de manera muy agradable, Silvio presentó una imagen de persona dialogante, deseosa de cambios que pusieran fin a la división de los cubanos, y, aunque sin estridencias, se quejó de los peores aspectos de la dictadura. Esa noche percibí que el cantautor, en realidad, no creía en el gobierno que solía defender, y me pareció que era un prisionero de la doble moral que devasta psicológicamente a tantos cubanos atrapados en una penosa disonancia entre lo que creen, lo que dicen y lo que hacen. Esa lacerante ambivalencia que intuí luego me la confirmaron algunos de sus más íntimos amigos y amigas.
¿Por qué Silvio retoma hoy su vieja carta? Tal vez, no lo sé con certeza, para cerrar el reciente cruce de correspondencia que tuvo conmigo y complacer a la policía política, que no quedó muy satisfecha con este intercambio epistolar con el enemigo. Pero también sospecho que lo hace como una forma de distanciarse de la postura de Pablo Milanés, a quien indirectamente reprocha su fugaz pero amable encuentro conmigo, y como una forma de rechazo al deseo manifestado por el autor de "Yolanda" de propiciar la reconciliación de los cubanos sin renunciar a sus convicciones revolucionarias, patente durante su concierto en Miami. La estrategia de la dictadura, que es hoy la de Silvio, es mantener la crispación y el odio como una forma de legitimar los peores aspectos de la represión.
En efecto, en el guión escrito por la seguridad cubana, las Damas de Blanco no son unas señoras dignas que recorren las calles pidiendo el respeto por los derechos humanos en medio de un coro de insultos y empellones orquestado por la policía política, sino asalariadas de Washington que cobran por sembrar la discordia en medio de una sociedad que les da su merecido, ejemplarmente unánime en el respaldo al gobierno. Los exiliados no son demócratas que quisieran una transición pacífica a la española o a la checa, con respeto para todas las partes, sino unos terroristas sedientos de sangre al servicio de la CIA, a los que se debe negar todo trato y cerrar todas las puertas.
Para el Departamento Ideológico del Partido Comunista, que es la cabeza intelectual de la policía política, la mejor estrategia para mantener el régimen intacto y sin hacer concesiones a la voluntad popular, que claramente desea cambios profundos del sistema tras más de cincuenta años de desastres, consiste en sostener la inexistente rivalidad y contradicción entre una Cuba heroica que no puede bajar la guardia, asediada por Washington con el auxilio de unos cuantos canallas que quieren modificar el sistema para liquidar a sus enemigos a sangre y fuego y revertir los supuestos logros de la revolución, y el resto del mundo.
De donde se deduce que con esos tipos siniestros, tanto los disidentes dentro de la Isla como los exiliados que se califican como demócratas, no puede haber ningún tipo de relación, salvo la presidida por el desprecio y la denuncia. De ahí la andanada oficial contra Pablo Milanés, a la que ahora, vergonzosa y oblicuamente, se une Silvio Rodríguez.
Lo curioso es que esta crispación artificialmente alimentada desde el poder no es nueva en la historia de Cuba. En 1878, cuando se firmó la paz tras una década de guerra entre mambises y españoles (y los criollos que los apoyaban), los enemigos de la reconciliación decían que era imposible la convivencia armónica entre adversarios que se habían hecho tanto daño en el campo de batalla, pero no fue así: unos y otros, por lo menos hasta 1895, hasta que la intransigencia colonial hizo imposible una evolución pacífica, se integraron en partidos políticos enfrentados en el terreno cívico sin que se produjeran actos significativos de venganza protagonizados por los cubanos o los españoles.
El mismo fenómeno volvió a ocurrir en 1902, tras la inauguración de la República de Cuba, propiciada por Estados Unidos después de su victoria frente a España en la guerra del 98. En efecto, entre 1895 y 1898 había ocurrido otra guerra fulminante y terrible, dirigida a sangre y fuego por Valeriano Weyler al frente del ejército español; pero cuando los cubanos asumieron el mando del país, lejos de vengarse de los españoles residentes en la Isla, dueños de casi todos los circuitos comerciales, lo que hicieron fue dar un abrazo a los enemigos de la víspera, reconciliarse con ellos y propiciar la inmigración de más españoles. Nunca fue más numerosa, positiva e influyente la sociedad española en Cuba que en el primer tercio del siglo XX, cuando el país era independiente.
Lo que quiero decir es que el odio permanente no es un rasgo de la mentalidad social de los cubanos, como pretenden los defensores de la última dictadura comunista de Occidente. En 1933 los cubanos derrocaron a un dictador, el general Gerardo Machado, y ya en 1940 los machadistas formaban parte del juego político nacional y tuvieron una amplia presencia entre los representantes del pueblo que redactaron la Constitución de 1940.
Si en la década de los ochenta, sin ningún éxito, insté a Silvio Rodríguez a desertar y denunciar al régimen, hoy le pido que recapacite, como ha hecho Pablo Milanés, y en lugar de dinamitar los puentes se dedique a construirlos, para que la totalidad de los cubanos, y no sólo un puñado de comunistas dirigidos por una dinastía familiar de carácter militar, puedan expresar libremente sus preferencias políticas para comenzar sin ira la transición hacia la libertad.
Sería útil que Silvio comprendiera que, cuando Pablo habla de reconciliación, en realidad está ejerciendo un derecho poco recordado pero inmensamente importante: el de la libertad afectiva, también conculcado por la dictadura de los Castro. Un régimen que secuestró el corazón de los cubanos y los obligó a cortar todo tipo de lazos con los exiliados o los desafectos, ya fueran hermanos, hijos, padres o amigos, está lleno de odio. Un régimen que convirtió a los homosexuales en detestados enemigos del pueblo y los maltrató y encerró en campos de concentración, como antes habían hecho los nazis, es la representación del horror moral y la barbarie. Un régimen dedicado a disgregar a la población, en lugar de predicar la confraternidad entre la inevitable y bienvenida variedad, que decreta el odio como norma de convivencia y combate el perdón y la reconciliación, es un régimen muy enfermo.
La sociedad cubana, Silvio, necesita urgentemente superar esta etapa, pasar la página y construir una Cuba futura con todos y para el bien de todos, como quería Martí, en la que nunca más el gobierno se apodere de las emociones de los ciudadanos y les dicte a quién deben querer y a quién deben rechazar. Los cubanos, Silvio, tienen que recuperar la coherencia ética y renunciar a esa lacerante doble moral que los tortura. La libertad afectiva no es una figura retórica. Es una necesidad básica del espíritu. Es el componente clave de la felicidad individual.
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