El caso es que Goldberg ha concluido que invadir Irak fue la elección equivocada, con independencia de lo bienintencionada que fuese. "La guerra de Irak fue un error –ha escrito– si tenemos en cuenta el más obvio criterio: si hubiéramos sabido entonces lo que sabemos ahora, nunca hubiéramos ido a la guerra con Irak en 2003".
¿Es así como debe juzgarse ésta, cualquier guerra?
En 1812 el Congreso declaró la guerra al Reino Unido debido, en parte, al acuciante bloqueo británico de los puertos norteamericanos y a la recluta forzosa de marineros americanos para la Royal Navy. Si los americanos hubieran sabido en 1812 lo que les depararía el año 1814: el enemigo tomó Washington y quemó el Capitolio, el edificio del Tesoro y la Casa Blanca, ¿habrían ido a la guerra con el Reino Unido? Puede que no. ¿Significa eso que la guerra fue un error?
Hoy sabemos que la Guerra de 1812 no terminó con una derrota americana, sino con el Reino Unido, la superpotencia del momento, luchando por hacer tablas con sus antiguas colonias. La joven república se ganó la estima internacional, y el Reino Unido no volvió a cuestionar la independencia americana. De hecho, esas dos naciones jamás volvieron a guerrear entre sí. Si el Congreso hubiera sabido eso en 1812, ¿habría votado a favor de la guerra? Es bastante probable que sí. Puede que incluso con una mayoría superior.
Las guerras suelen engendrar innumerables chapucerías, y la de Irak no es ninguna excepción. El exceso de confianza, los fallos de inteligencia, la planificación mediocre... nada de esto es exclusivo de la guerra que nos ocupa, o de la actual Administración.
En 1944 los Aliados estaban seguros de que Hitler estaba casi acabado, de que los alemanes no estaban para contraofensivas y de que las apacibles Árdenas, en la frontera germano-belga, era un buen lugar para estacionar reclutas inexpertos y unidades agotadas necesitadas de reposo. Así, los generales no se esperaban que Hitler lanzase un cuarto de millón de hombres contra el mencionado bosque, dando inicio así a la legendaria Batalla de las Árdenas.
Fue el choque más sangriento de la guerra para las tropas norteamericanas: 19.000 soldados perdieron la vida en esas cinco horribles semanas, y 60.000 quedaron lisiados o fueron hechos prisioneros.
Hoy comprendemos que la Batalla de las Árdenas fue el último recurso de Hitler, y que la guerra europea terminó pocos meses después. Pero en aquel momento hubo quien temió que el conflicto se prolongara durante años. Sin duda algunos americanos se encontraron pensando que la guerra con Alemania había sido un grave error; un error que podría haberse evitado "si hubiéramos sabido entonces lo que sabemos ahora".
La de Irak no es la primera guerra cuyos índices de popularidad caen a plomo. En los primeros momentos de la Guerra de Secesión muchos habitantes del Norte vaticinaban frívolamente una rápida victoria de su bando. El Secretario de Estado, William Seward, pensó que la guerra habría terminado en 90 días, ha escrito el historiador David Herbert Donald en su biografía de Abraham Lincoln. "El New York Times predecía la victoria en 30 días, y el New York Tribune garantizaba a sus lectores que Jeff Davis y compañía 'estarían colgando de las defensas de Washington... hacia el 4 de julio'".
De haber tenido algún indicio de la carnicería que se avecinaba, ¿se habría saludado con tal fervor la apuesta de Lincoln? Mucho antes del final de la contienda, el aliento se había transformado en amarga censura. Allá por el 1863 se denunciaba la guerra en el Congreso como "el más sangriento, estrepitoso y completo fracaso", mientras Lincoln y su Administración eran despreciados por su incompetencia. "Nunca hubo semejante ayuntamiento de arrastrados e incompetentes en un Gobierno", proclamaba con disgusto el senador por Maine William Pitt Fessendon.
La cuestión no es si el violento caos iraquí es similar al registrado en la Guerra de Secesión en 1863, en las Árdenas (1944) o en Washington en 1814. La cuestión es que no lo podemos saber. Al igual que los americanos que nos precedieron, tenemos que elegir entre la retirada o la resolución sin saber cómo va a terminar la cosa. De lo que sí podemos estar seguros es de que, una vez más, la apuesta es entre la libertad y la decencia o la tiranía y el terror, de que luchamos contra un enemigo que se alimenta de nuestra debilidad y desea que perdamos la motivación y de que los americanos de las generaciones venideras recordarán si nos arredramos o no.
JEFF JACOBY, columnista del Boston Globe.