Todo apunta a que Annan, en estos diez años al frente de Naciones Unidas –y con toda seguridad también antes, cuando se desempeñaba como alto funcionario de la organización–, ha promovido siempre sus intereses personales y familiares por encima de los generales, a los que se debía. Y lo ha hecho rodeado de una opacidad que volvió endémica, tanto en lo financiero como en sus tejemanejes en gestión de personal. Nunca antes la ONU había padecido tanta corrupción y sido tan corrupta. Todo esto, con un secretario general que se vendía como el gran defensor de la moralidad internacional y de los ideales de 1945.
Annan llegó al puesto de secretario general tras obtener el beneplácito del Consejo de Seguridad, el 13 de diciembre de 1996, y de la Asamblea General, cuatro días más tarde. Cómo logró aunar las voluntades necesarias es algo que merece un artículo aparte; ahora nos bastará recordar que no llegó al cargo con las manos limpias.
Hay dos episodios en su carrera que ha tratado de obviar sistemáticamente; ambos tuvieron lugar mientras era el responsable de las operaciones de paz de los cascos azules. Se trata de las matanzas de Ruanda, durante el conflicto de los Grandes Lagos entre tutsis y hutus, y del genocidio de Srebrenica, en la antigua Yugoslavia.
La misión de la ONU para Ruanda fue establecida a finales de 1993, bajo el mando del general canadiense Romeo Dallaire. Su objetivo: ejecutar los acuerdos de paz que pondrían fin a la guerra civil. La resolución 872 detallaba las tareas consignadas, entre las que se contaba la de asegurar la ciudad de Kigali como santuario (palabra que más tarde se volvería dramáticamente contra la propia ONU, como veremos). Cuando el mando de la misión tuvo conocimiento de las inminentes matanzas que planeaban los hutus y, en consecuencia, solicitó permiso para actuar, a fin de prevenirlas, Annan por dos veces respondió negativamente, en un llamamiento interno a la prudencia. Es más, como luego se supo, Annan y su gente evitaron que el aviso de urgencia dado por el general Dallaire llegara a distribuirse entre otras agencias de la ONU que operaban en la zona e impidieron que el asunto fuera puesto en el orden del día del Consejo de Seguridad.
El resultado ya sabemos cuál fue: la inacción de Naciones Unidas y una tragedia que rayó en el genocidio étnico. Y todo por una decisión caprichosa, y nunca explicada, de Kofi Annan. Si éste hubiera dado luz verde a Dallaire, con toda seguridad el horror que se desencadenó en Ruanda se hubiera podido evitar. Y todo porque Annan, como él mismo explicaba al general canadiense en un telegrama, era "contrario al uso de la fuerza, que siempre conlleva repercusiones no calculadas". Cientos de miles de muertos, eso fue lo que realmente nunca quiso calcular Annan.
El caso de Srebrenica no es muy distinto. La ciudad, considerada una de las seis zonas seguras de acuerdo con las resoluciones 819, 824 y 836 de 1993, se encontraba bajo la protección de los cascos azules cuando, a comienzos de julio de 1995, fue atacada por tropas serbobosnias y serbias. La guarnición onusina era escasa y estaba mal pertrechada. Srebrenica estaría a salvo sólo si las partes convenían en no agredirla. No fue el caso.
Ante el asalto final, el comandante de la guarnición de la ONU, el holandés Ron Rutten, solicitó ataques aéreos repetidamente. Una y otra vez fueron denegados. La razón, la misma que en Ruanda: "Ser precavidos en las reacciones para no despertar más violencia". Incluso se negó protección a personal auxiliar local que trabajaba para la ONU, especialmente como intérpretes.
Srebrenica no sólo cayo en pocas horas, sino que las fuerzas atacantes separaron a las mujeres y los niños de los varones, cometieron atrocidades sin fin sobre los primeros y asesinaron fríamente a más de ocho mil de los segundos. Tal fue la masacre, que causó la dimisión del Gobierno holandés una vez se hizo pública su propia versión oficial sobre lo sucedido, ya en 2002.
Kofi Annan, que al igual que todo el alto personal de la ONU se encontraba de vacaciones en aquellos días de julio del 95, sólo se molestó en acudir a una reunión rutinaria que tuvo lugar en Ginebra el 8 del mismo mes, una semana antes de que comenzaran las matanzas genocidas. El tiempo dedicado a Srebrenica en dicha reunión fue mínimo. Es más, se favoreció que, a su conclusión, sir Rupert Smith, al mando de la misión de la ONU en Yugoslavia, retornara a sus plácidas vacaciones.
Un Gobierno democrático acabó dimitiendo; Kofi Annan, libre de los mismos controles y carente de vergüenza, no sólo no dimitió, sino que, en lugar de ser destituido, acabó siendo promovido al puesto de máxima relevancia de la organización internacional.
Como secretario general, Annan no modificó su doctrina de prudencia extrema. El caso más sonado, en el que también se mezclan otros intereses, es el del Irak de Sadam Husein, pero no por ello el de Darfur es menos sangrante. De hecho, en este último la oficina de Annan ignoró sistemáticamente los informes que le llegaban de sus oficiales sobre el terreno. Y si no hubiera sido porque el antiguo enviado especial de la ONU en la zona, Mukesh Kapila, comenzó a hablar públicamente sobre el desastre y la violencia que asolaban esa región sudanesa, Kofi Annan y sus colaboradores seguramente no hubieran llevado el asunto ante el Consejo de Seguridad. De hecho, cuando lo hicieron ya había pasado más de un año desde el estallido de la crisis, los desplazados se contaban por millones y los muertos por centenares de miles. ¿Por qué? De nuevo, las reticencias a la hora de actuar.
Kofi Annan no sólo ha cometido dos pecados mortales: el de querer convertirse por derecho propio en un miembro más de la ONU, con todos los derechos pero ninguna de las obligaciones, y el derivado de la espesa opacidad de sus gestiones; es que, además, ha sabido cómo sacar partido personal de su puesto al frente de la organización. Lo cual no está nada mal para alguien que siempre ha pontificado sobre la moralidad y la defensa de los ideales internacionalistas y que no ha desperdiciado ocasión alguna para arremeter contra los opulentos ricos occidentales, muy especialmente contra los Estados Unidos.
Hay un escándalo supino que siempre irá asociado a su figura: el de la perversión de todo el programa Petróleo por Alimentos, que tenía por objetivo –según el Consejo de Seguridad– proteger a los más desfavorecidos de entre la población iraquí pero que, bajo la gestión directa de Annan, no sólo se convirtió en una sistema de financiación ilegal de Sadam Husein, sino que volvió ilícitamente ricos a varios de los colaboradores de aquél.
No sólo a colaboradores. Su hijo Kojo fue contratado por una empresa suiza, Cotecna, que aspiraba a hacerse con la gestión de las inspecciones de las mercancías destinadas a Irak bajo el programa de la ONU. Efectivamente, Cotecna obtuvo el contrato en sucesivas licitaciones limitadas; y Kojo Annan se embolsó una buena cantidad por no aportar más que la proximidad a su padre y saber utilizar su apellido.
Uno de los incidentes más conocidos de este lamentable caso fue el del Mercedes rojo de Kojo, coche que se le proporcionó por los servicios prestados y que exportó desde Europa a su país, Ghana, sin pagar los debidos derechos. Kojo adujo que, en realidad, el vehículo era de su padre. La Comisión Volker, que estudió la mala gestión del programa Petróleo por Alimentos, le acusó de comportamiento ilegal y arrojó serias dudas sobre la complicidad de su padre en este escándalo menor dentro del escándalo mayor: recordemos que miles de niños murieron por falta de medicamentos, gracias a la corrupción del personal de Annan.
Que yo sepa, Kofi Annan perdió por primera vez los estribos en público durante una rueda de prensa celebrada a finales de 2005. Se los hizo perder el periodista británico James Bone. Aparte de insultarle, se negó chulescamente a contestar a sus preguntas. Lo recuerdo muy bien porque, por un casual, yo estaba viendo en directo aquella rueda de prensa. "Le voy a dar una vuelta", fueron las primeras palabras del secretario general de la ONU, en un mal chiste sobre un coche que simbolizaba, expresaba y condensaba los abusos y privilegios a los que la organización se estaba acostumbrando durante el mandato de aquél.
Annan tuvo sus horas más bajas a lo largo, precisamente, de 2005. Muchas voces clamaban por su dimisión o destitución, pero él hizo oídos sordos y se aferró a su puesto. George W. Bush nunca levantó el puñal contra él, a pesar de las múltiples razones que podrían haberle impulsado a hacerlo. Annan nunca se consideró culpable de nada, ni padeció sentimiento de culpa alguno por lo sucedido durante su gestión. Así y todo, su salida, a pesar de haberse realizado en un marco incomparable que no merecía: la Biblioteca Truman, no le deja indemne.
Por un lado está el juicio que se sigue en Manhattan contra alguno de sus colaboradores, por soborno en la contratación de las obras de renovación de la sede central de Naciones Unidas; contratos que habrían procurado de manera ilegal –de hecho, dos funcionarios de Annan, Kuznetsov y Yakoviev, ya se han declarado culpables– más de un millón de dólares a cada implicado, dinero sustraído de los fondos de la ONU para la citada obra. Por otro lado está algo que apenas comienza a aflorar y que le toca directa y, de nuevo, familiarmente.
Hablamos de su apartamento de lujo en la Roosevelt Island. Fue su casa hasta que se le nombró secretario general de la ONU. Y lo fue porque era un apartamento público puesto a disposición del alto funcionariado de la organización, los exentos de impuestos y todo eso. Una vez que, como secretario general, se instaló en su nueva residencia, Annan debió abandonar el apartamento de la Roosevelt Island. Pero no lo hizo, sino que lo transfirió a su hermano Kobina, que llevaba por entonces varios años como embajador de Ghana en Marruecos.
Mientras Kofi Annan se despedía de su cargo con una diatriba contra los Estados Unidos, el Ayuntamiento de Manhattan sacaba a la luz que el apartamento en cuestión estaba ahora a nombre de la mujer de Kobina, en clara violación de la normativa y en igualmente claro fraude a la ley. ¿Pero qué le puede importar eso a un Annan que no ha hecho sino moverse siempre en los márgenes grises de la legalidad?
No sólo tapó las andanzas de su hijo, sino que protegió con celo tribal a sus colaboradores. Incluso se negó a investigar los abusos sexuales imputados a su subordinado Ruud Lubbers, acusado con causa por una de sus ayudantes. Mientras que Annan le exoneró de toda culpabilidad en julio de 2005, el servicio de asuntos internos de la organización le consideró culpable apenas unos meses más tarde, en noviembre de ese mismo año. Eso, por no hablar de las múltiples denuncias de abusos cometidos por sus cascos azules a lo largo de medio mundo, y que él siempre se ha negado a estudiar a fondo.
En fin, este es el apresurado retrato familiar de Annan. Familiar en un doble sentido: porque a casi todos nos suena y porque se trata de su familia. Kofi Annan es inseparable de sus familiares, que tanto se han beneficiado de su apellido. Este es el retrato de una personalidad evidentemente narcisista y pagada de sí, de un alma fría y ambiciosa, cínica e hipócrita, que ocultaba sus miserias personales con un discurso moralizante falso hasta los cimientos.
Por eso no podía ser más que la figura de Kofi Annan lo que encandilara a nuestro actual presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, con quien parece compartir numerosas características. De ahí a encontrarle un lujoso retiro como alto representante de la fantasmagórica Alianza de Civilizaciones no ha habido sino un paso. ¿Abandonará Kofi su amado Manhattan para instalarse en un palacete de Mallorca, donde el Gobierno quiere poner la sede de su iniciativa? Dios nos coja –no koja– confesados.
Vi a Annan en un cóctel-cena organizado por el Instituto Reina Sofía de Nueva York con motivo de un homenaje (con entrega de Medalla de Oro) a José María Aznar. Enero de 2005, si no recuerdo mal. No era el mejor momento para Annan y, como luego supe por las organizadoras, había hecho lo indecible para ser invitado y asistir al acontecimiento. Con toda probabilidad, para las fotos con los Kissinger y demás celebridades allí congregadas. También recuerdo su cara mientras el ex presidente Aznar desgranaba su discurso y arremetía contra la mala gestión de la ONU y la necesidad de cambiar las prácticas en dicha organización, una reforma nunca pensada por su entonces secretario general. Y, desde luego, no se me olvidará su despedida del orador, enfundado en su Armani gris, agradeciéndole sus palabras y el interés suscitado.
Haberle elegido para que, por primera vez, la ONU tuviera un secretario general del África negra no fue razón suficiente ni inteligente. Haberle permitido sus tejemanejes, escondidos y envueltos en sus afables modales y su pulcro estilo, fue un error todavía mayor. Aceptar su inevitabilidad como representante de una iniciativa de Zapatero pagada por nuestros bolsillos es pura insensatez. Yo ya he tenido el Annan que me merecía, y no quiero más.