A la 60ª Asamblea General se llega este año en olor de corrupción. La publicación del cuarto informe de la comisión de investigación dirigida por Paul Volcker ha supuesto un mazazo más en la imagen de respetabilidad que ostenta –o quiere seguir ostentando– la organización. El Informe Volcker, aun siendo benévolo y casi blando en algunos de sus aspectos, determina claramente que en su materia de estudio, el programa Petróleo por Alimentos que la ONU sostuvo durante siete años con el Irak de Sadam Husein, se pueden encontrar responsabilidades delictivas en algunas figuras individuales, inmoralidad y corrupción en la gestión y falta de control político por parte de los principales órganos de la institución, incluido el Consejo de Seguridad.
Pero, con todo, de la lectura cuidadosa de las 847 páginas del citado informe se deduce, como decía el editorial del Wall Street Journal del pasado viernes, que "el programa Petróleo por Alimentos es la historia de lo que la ONU es. De hecho, la ONU es Petróleo por Alimentos". Los editorialistas querían decir, simple y llanamente, que la investigación no sólo ha expuesto la mala conducta de determinados responsables de las Naciones Unidas –incluido el propio secretario general, quien ha ocultado y retenido información comprometida y ha despistado deliberadamente al equipo de Volcker en sus indagaciones–, sino las lacras y fallos sistémicos de la forma de proceder y actuar de la organización.
Kofi Annan, el actual secretario general, que viene arrastrando diversos procedimientos de investigación en los últimos dos años, tenía preparado que esta cumbre se centrara en sus nuevas propuestas para reformar la ONU. Y a tenor de sus más recientes declaraciones, en las que excusaba su responsabilidad en la necesidad de reformar la organización, es de imaginar que querrá seguir disfrutando de su puesto, de su sueldo y de otros aditamentos materiales sobre tal excusa. Annan quiere dejar el Informe Volcker como un alegato contra la mala gestión y que todo se quede ahí. De hecho, se defiende argumentando que el secretario general tiene poco poder, y que las responsabilidades de la gestión del programa estaban repartidas entre él y el Consejo de Seguridad.
Tenga o no tenga razón, dar más competencias y poder a Annan sería un disparate. Es verdad que la atención en estos días se centra en el Informe Volcker y en la corrupción que denuncia. Pero el caso del programa Petróleo por Alimentos es sólo la punta conocida de un tremendo iceberg. En las últimas semanas, altos cargos del secretariado internacional bajo las órdenes directas de Kofi Annan se han visto forzados a dimitir, pero no por perder la confianza de su superior, sino por enfrentarse a cargo criminales promovidos por los fiscales norteamericanos como consecuencia de diversas investigaciones realizadas por el FBI.
Con todo, si el problema fuera atajar la mala conducta personal de algunos de los empleados de Annan, la solución no sería muy compleja. El caso es que no se reduce todo a un escándalo originado en funcionarios corruptos. De hecho, eso es lo que quiere hacernos creer el bueno del secretario general. Y no se trata tampoco de que rememoremos los escándalos por abuso sexual que se han ido conociendo, desde las alturas del piso 37 del emblemático edificio de la ONU en Manhattan a los despliegues de cascos azules en África. No, en realidad el problema es mucho más profundo, y está empotrado –embedded– en las estructuras y procedimientos de la propia ONU.
¿Quiere usted recibir una clase sobre cómo respetar los derechos humanos, cómo tratar a la oposición política o cómo defender un régimen de libertades? Basta con asistir a una reunión de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, con flamante sede en Ginebra, y aguantar la retórica de dictadores como Castro o déspotas como Robert Mugabe, aderezado todo, eso sí, por la presidencia del coronel Gadafi. Tal es la desvirtuación de este comité, que hasta Annan se plantea reformarlo. El problema es que es irreformable. La propuesta del secretario general se reduce a que los miembros de la Comisión deban ser elegidos por dos tercios de la Asamblea General, como si ese órgano fuera la cuna de la democracia, cuando la mayoría de sus miembros son regímenes no democráticos que pisotean constantemente y sin rubor los derechos más fundamentales de la persona.
La reforma de Kofi Annan se reduce a plantear un deseo de un mejor funcionamiento administrativo y, no se sabe cómo, una mayor transparencia en los procedimientos; en ampliar los poderes del secretario general, en expandir las áreas de actuación de la ONU y en plantear la posibilidad de ampliar el número de representantes en el Consejo de Seguridad. Y poco más. Su filosofía coincide con la de todas las burocracias del mundo: para ser más eficaz se necesitan tres cosas: más dinero, más personal y más tiempo.
Lo más grave es que otras propuestas de reforma, provenientes de algunos de sus miembros, tampoco prometen una ONU más eficaz, a pesar de sus buenas intenciones. Así, el subsecretario de Asuntos Exteriores americano, Nicholas Burns, ha dejado claro que lo que su Gobierno busca es el éxito operativo de las Naciones Unidas, y que para ello ve necesario abordar algunos cambios; por ejemplo, la adopción de prácticas administrativas modernas y transparentes, así como una disciplina presupuestaria ausente hasta la fecha; la disolución de la Comisión de Derechos Humanos, una cruel farsa, como hemos visto, y su sustitución por un nuevo Consejo cuyos miembros puedan presentar un histórico indisputable de respeto a los derechos humanos; la creación de una Comisión para la creación de paz (peacebuiding) que se ocupe de todo lo referente a las situaciones post-conflicto; el desarrollo del Fondo por la Democracia, a través del cual poder promover la libertad en todo el mundo; completar la convención global contra el terrorismo cuanto antes; que la ampliación del Consejo de Seguridad no se haga en detrimento de su eficacia ni que distraiga de asuntos que la favorezcan.
Como puede verse, un poquito más de aquí, un poquito más de allí. Es verdad que el embajador Burns planteó su discurso antes de que John Bolton fuera designado nuevo embajador americano ante la ONU, y que, como buen diplomático que es, a lo que aspira es, como mucho, a pequeñas mejoras graduales.
Pero reformar la ONU, si entendemos por reforma estos pequeños cambios, será inútil, porque lo que la ONU necesita es una auténtica revolución. El planteamiento de centrar la atención en los procedimientos, las personas y las estructuras es equivocado. Así la institución nunca llegará a mejorar. Lo que hay que empezar por reformar son sus principios, elaborados en la Carta de San Francisco, auténtica Tabla de la Ley para los onusitas. Pero al igual que la estructura de poder de 1945 no es la que existe hoy día –algo que nadie discute y que está en la base de los planteamientos de toda reforma–, los planteamientos de la Carta de 1945 tampoco responden al mundo en que nos ha tocado vivir. Está igual de obsoleta que las estructuras de la ONU.
Por ejemplo, para la ONU de la Carta de San Francisco, esto es, la ONU que hoy tenemos, el recurso a la fuerza armada sólo puede contemplarse en dos circunstancias: como derecho a la legítima defensa o a través del capítulo VII, que exige previamente el consenso en el Consejo de Seguridad y una amenaza a la seguridad internacional palpable. Ya se puede cambiar toda la estructura de la ONU, que si no se avanza en admitir que la legítima defensa pasa hoy, frente a determinadas amenazas, como el terrorismo islámico, por el derecho a una acción anticipatoria (preemptive), incluso preventiva (preventive), todo quedará como estaba, porque sus miembros respetarán los principios hasta que sus intereses existenciales exijan lo contrario. Porque, de no dejar que los líderes hagan cuanto esté en sus manos para defender a su población, todos estaríamos muertos en más o menos tiempo.
Hay que empezar por aceptar que los principios inspiradores de la ONU no sirven ya. La izquierda clamó en los 90 a favor de la intervención humanitaria, lo que, en la práctica, significa ir en contra del principio bien asentado en la Carta de que las naciones son soberanas y la injerencia en sus asuntos internos, inadmisible. Las brutalidades de que hemos sido testigos acabó con la idea de que el respeto a los derechos humanos se dejaba en manos de los dictadores genocidas. Ha llegado el momento de que también se acepte que la prevención y la anticipación pueden ser medidas militares perfectamente encuadradas en el derecho de todas las naciones a defenderse frente a enemigos y agresores, aunque éstos no sean estados nacionales ni ejércitos regulares.
Para que la ONU pueda empezar a ser tomada de nuevo en serio, en todo caso, es urgente que Kofi Annan se vaya. No puede haber redención sin pasar por esa penitencia, cuando menos. En segundo lugar, se deberían adoptar todas las medidas que fomenten despejar la hipocresía y el cinismo reinante en el edificio de Manhattan. Por ejemplo, cerrar la Comisión de Derechos Humanos. Por último, y como muestra de humildad y para favorecer que la organización represente mejor al mundo de hoy, su sede debería trasladarse, abandonando las lujosas avenidas neoyorquinas por algún lugar de África central. Cualquier cosa menos seguir con los rituales que ya conocemos.