La ofensiva terrorista no ha disminuido en intensidad. No se ha reducido en Irak, donde parece haber dado la razón a quienes preveían que el derrocamiento de Sadam Husein sería un imán para los terroristas islámicos. Tampoco lo ha hecho en el resto del mundo, como demostraron los ataques de Londres en julio. Aquellos atentados no dejaron en muy buen lugar la retórica de que se estaba luchando en Irak, es decir lejos, para no luchar en casa.
Las bajas norteamericanas se acercan ya a las dos mil, y cunde el cansancio en la opinión pública. La popularidad de Bush en las encuestas sigue bajando, y se reduce el apoyo a la presencia en Irak. Ha vuelto a salir a la superficie la sensibilidad derrotista de la generación de los 70. Cindy Sheehan protagonizó un revival de las protestas antivietnam y tuvo una gigantesca repercusión en los medios. El proceso constitucional iraquí, por su parte, avanza con dificultades.
La defensa de Bush no ha sido demasiado brillante. Incluso David Frum, que le escribió algunos discursos en los primeros años de su mandato y reinventó la célebre expresión sobre el Eje del Mal, se queja de que la oratoria de su antiguo jefe, antaño tan noble, parece ahora apocada y floja.
En resumen, la causa de la intervención en Irak no atraviesa su mejor momento. Da la impresión de que quienes apoyaron –es decir, quienes apoyamos– la intervención en Irak y el derrocamiento de Sadam Husein estamos a la defensiva. ¿Hay de verdad motivos para desesperar?
No.
Por no volver sobre argumentos históricos, voy a hacer como si no valieran los que justificaron el inicio de la guerra (desde el consenso sobre las armas de destrucción masiva que existía a finales de 2002 a la imposibilidad de sostener una política de apaciguamento como la que se estaba llevando, pasando por la brutalidad de la dictadura de Sadam Husein contra su pueblo y sus relaciones demostradas con el terrorismo).
También daré por no pertinente la argumentación que invita a imaginar lo que sería hoy el mundo, y más en particular Oriente Medio, con Sadam Husein al frente de su régimen neonazi. Este argumento, que ha expuesto Robert Kagan, es excelente. Tiene el inconveniente de barajar futuribles imposibles de demostrar en la práctica. Sólo convencerá a los ya convencidos.
Finalmente, la sugerencia de que en el círculo mismo que decidió y planeó la guerra se está llevando a cabo una revisión de los objetivos y los medios de la intervención tendrá probablemente un efecto contrario al que en buena lógica debería tener. En vez de suscitar un mayor optimismo se entenderá como una autocrítica, un poco a la soviética, de lo que nunca se debió hacer.
En el fondo, los argumentos más fuertes en defensa de la intervención en Irak son los datos mismos que ofrece la realidad.
En Estados Unidos, en primer lugar. Si hay un rasgo que caracteriza a Bush es la terquedad. Torpe en sus maneras, a veces lento en sus reacciones, Bush se va a aferrar a la evocación churchilliana y al patriotismo para defender una posición en la que se juega todo su prestigio. Los demócratas amagarán, pero no se atreverán a situarse a la contra. Les preocupa la acusación de antipatriotas y de tibieza en el apoyo a las tropas, que les resultaría nefasta en las elecciones de 2006. Saben que no pueden ligar su victoria electoral a la derrota de Estados Unidos en Irak. Eso se lo pueden permitir los progresistas europeos y latinoamericanos, no ellos.
Militarmente, una retirada gradual de las tropas norteamericanas es compatible con esa tozudez. De hecho, una de los objetivos de la guerra de Irak era retirar al ejército norteamericano de la zona. Quedan de dos a tres años para organizar un ejército iraquí. No es un objetivo imposible, según lo que se sabe.
En cuanto a la ofensiva terrorista, hay que recordar, como ha hecho Andrew Sullivan, que la guerra se hizo precisamente para apartar del poder a la minoría suní, la que apoyaba la dictadura de Sadam Husein. Siempre habría sido posible el aluvión de terroristas islámicos, pero su capacidad para hacer daño habría sido menor de no haber contado con el apoyo suní. La oposición de los suníes estaba descontada. Aunque se podían haber hecho mejor muchas cosas, la terrible situación actual era prácticamente inevitable (sería menos terrible si el nuevo régimen iraquí contara con más aliados occidentales y más apoyos de los países árabes).
Y, finalmente, sobre la Constitución y el futuro régimen iraquí, la mejor prueba es la del respaldo de los propios iraquíes, ya demostrado en las pasadas elecciones y que el referéndum constitucional volverá a demostrar con toda probabilidad. ¿Que no será una democracia perfecta? Claro que no. ¿Que hará avanzar la libertad y la prosperidad general en Irak? Sin duda alguna.