Cuando Gorbachov, por aquellos años, asumió la jefatura del Kremlin, Raúl se enamoró de los cambios iniciados por el soviético y completó su receta: una buena gerencia, unida a una profunda reforma del Estado, con especial énfasis en la descentralización, servirían para salvar el comunismo. Hizo traducir el libro Perestroika y lo repartió entre muchos de sus oficiales. Él iba a rescatar el sistema y a resolver un enigma que lo dejaba perplejo: por qué unas sociedades con tanto capital humano –abundaban las personas bien educadas y saludables– eran tan improductivas.
Raúl Castro, al fin y al cabo, tenía razones para sentirse optimista y confiado: bajo su dirección, las Fuerzas Armadas cubanas se habían convertido en el noveno ejército del planeta y habían triunfado en Angola y Etiopía. Desde su perspectiva de ministro de Defensa (entonces ya llevaba un cuarto de siglo en el cargo), de la mano de Moscú aquella pobre islita, que generaba tan poca riqueza, se había transformado en una potencia militar de rango mundial. Quien había llevado a cabo esa proeza muy bien podía realizar la otra: desarrollar el país en el terreno económico. Raúl no entendía que destruir un puente a cañonazos es infinitamente más fácil que erigir uno.
Gorbachov padecía el mismo error de Raúl: era un apparatchik inteligente, experto en cuestiones agrícolas, y conocía las deficiencias del Estado comunista. Sabía lo que funcionaba mal y creía que podría corregirlo con una mezcla de reformas y gerencia sofisticada. Le molestaba escuchar que su enorme país, con más del doble del tamaño de Estados Unidos e ingentes riquezas naturales, era despectivamente calificado como "Bangladesh con cohetes atómicos".
Poco antes del derribo del Muro de Berlín (1989) y de la disolución de la URSS (1991), Gorbachov, no sin cierta melancolía, ya había descubierto su error fundamental: el sistema no era reformable. Sencillamente, el colectivismo estatista, dirigido y planificado por los burócratas del Partido, conducía al empobrecimiento creciente, y no lo podían remediar los tecnócratas, aunque tuvieran la mejor intención del mundo. Si lo que se buscaba era desarrollo, competitividad y prosperidad para las masas, había que olvidar la utopía comunista e imitar a las naciones situadas a la cabeza del planeta.
Raúl Castro está hoy exactamente en el mismo punto en el que se encontraba Gorbachov a fines de los ochenta. La producción de azúcar ha caído a niveles de hace más de cien años, y el país, en plena degradación material, ni siquiera puede alimentarse. ¿Por qué? Por seis razones que no puede resolver con el modo comunista de producción:
Raúl Castro, al fin y al cabo, tenía razones para sentirse optimista y confiado: bajo su dirección, las Fuerzas Armadas cubanas se habían convertido en el noveno ejército del planeta y habían triunfado en Angola y Etiopía. Desde su perspectiva de ministro de Defensa (entonces ya llevaba un cuarto de siglo en el cargo), de la mano de Moscú aquella pobre islita, que generaba tan poca riqueza, se había transformado en una potencia militar de rango mundial. Quien había llevado a cabo esa proeza muy bien podía realizar la otra: desarrollar el país en el terreno económico. Raúl no entendía que destruir un puente a cañonazos es infinitamente más fácil que erigir uno.
Gorbachov padecía el mismo error de Raúl: era un apparatchik inteligente, experto en cuestiones agrícolas, y conocía las deficiencias del Estado comunista. Sabía lo que funcionaba mal y creía que podría corregirlo con una mezcla de reformas y gerencia sofisticada. Le molestaba escuchar que su enorme país, con más del doble del tamaño de Estados Unidos e ingentes riquezas naturales, era despectivamente calificado como "Bangladesh con cohetes atómicos".
Poco antes del derribo del Muro de Berlín (1989) y de la disolución de la URSS (1991), Gorbachov, no sin cierta melancolía, ya había descubierto su error fundamental: el sistema no era reformable. Sencillamente, el colectivismo estatista, dirigido y planificado por los burócratas del Partido, conducía al empobrecimiento creciente, y no lo podían remediar los tecnócratas, aunque tuvieran la mejor intención del mundo. Si lo que se buscaba era desarrollo, competitividad y prosperidad para las masas, había que olvidar la utopía comunista e imitar a las naciones situadas a la cabeza del planeta.
Raúl Castro está hoy exactamente en el mismo punto en el que se encontraba Gorbachov a fines de los ochenta. La producción de azúcar ha caído a niveles de hace más de cien años, y el país, en plena degradación material, ni siquiera puede alimentarse. ¿Por qué? Por seis razones que no puede resolver con el modo comunista de producción:
1. Sin una moneda fuerte que mantenga su valor y poder adquisitivo, las transacciones económicas son como arar en el mar.
2. Sin propiedad privada, los individuos no conservan la riqueza material creada ni se esfuerzan en crear más. El bien público es una risueña fantasía. Sin empresa privada no hay desarrollo.
3. Sin un sistema de precios regidos por la oferta y la demanda es imposible asignar eficazmente los recursos disponibles. Los precios fijados por el mercado son el lenguaje con que espontáneamente se expresa la economía. Esto no es un caprichoso dogma ideológico, sino una observación mil veces confirmada en el mundo real.
4. Sin libertad económica y sin reglas claras que faciliten la creación de empresas, obstaculicen la corrupción y premien el ahorro y la inversión local y extranjera, jamás se generará riqueza de forma sistemática.
5. Sin un ordenamiento jurídico y un poder judicial eficaz, equitativo e independiente que resuelva los inevitables conflictos, castigue a los culpables, proteja los derechos de las personas y dé seguridades no es posible el sostenimiento de una sociedad próspera.
6. Sin transparencia y rendición de cuentas de los actos de gobierno, y sin funcionarios colocados bajo la autoridad de la ley, guiados por la meritocracia y legitimados en elecciones periódicas, tampoco se consigue alcanzar unas cotas decentes de desarrollo.
¿Está listo Raúl Castro para admitir estas amargas verdades, o prefiere seguir poniendo parches inútiles que no evitarán el hundimiento de la nave? En su momento, Raúl dijo que no lo habían elegido para enterrar a la Revolución, sino para mejorarla. A estas alturas ya sabe que eso es imposible. Es el mismo dilema que Gorbachov debió enfrentar: o renuncia al disparatado modelo comunista o se empeña en mantenerlo y destroza Cuba aún más. Hasta ahora, todo indica que Raúl prefiere morir en el error, aunque deje a los cubanos un país en ruinas. Eso se llama ensañamiento.