Siguiendo esa sencilla línea argumental, no habrá de qué hablar mientras las FARC no devuelvan a los miles de niños que robaron de sus hogares y que utilizan en los más abyectos menesteres. Como tampoco será posible ninguna aproximación con sembradores de minas que se nieguen a retirarlas o cuando menos a dar noticia exacta de su ubicación.
Por descontado se da que esas formas elementales de reparación tienen que llegar de la mano de manifestaciones explícitas de que no van a perpetrar esos crímenes atroces. Como tampoco serán imaginables asaltos a pueblos ni ataques a infraestructuras, medios de transporte e industrias básicas.
Cumplidos estos requisitos esenciales, quedaría pendiente la primera y fundamental de las tareas. Mientras las FARC no abandonen el narcotráfico, con entrega real y efectiva de sembrados de coca y amapola, de laboratorios y cristalizaderos, de rutas y de cómplices, no hay para qué pensar en que sean interlocutores de nada o para nada. La cocaína y la amapola son los combustibles que alimentan todas las guerras. No cabe, entonces, la mala mentira de que se pueda hablar de paz dejando intactas las condiciones de la guerra.
Estamos seguros de que este Gobierno no cometerá los errores del pasado, incluyendo el que causó tan grave daño en la desmovilización de los grupos paramilitares. Por no exigir el desmantelamiento del negocio de la coca se tuvo que pagar el altísimo precio político que se conoce. La cuestión no es recibir fusiles, que tan fácilmente se reemplazan por otros, sino recibir combatientes que dejen de serlo para incorporarse de buena fe a la sociedad que han maltratado tanto.
Por supuesto que no paran aquí los complejos asuntos que el debate plantea. Porque las FARC, y particularmente quienes las utilizan con fines políticos, pretenden convertirse en una especie de Asamblea Constituyente. El comandante Chávez –desde Venezuela–, las señoras Córdoba y Cuartas, cierto congresista Cepeda, los curas Giraldo y De Roux sueñan con que se llame a una especie de foro en el que Colombia decida su estructura política y las líneas maestras de su economía y su forma de organización social. Lo que nunca lograron por las armas. Jamás han conseguido el respaldo del pueblo para ello, ahora lo pretenden por la puerta trasera de los diálogos que piden.
Queden desde ahora definidos los alcances de los diálogos que se proponen en nombre de la paz. Si en ellos se buscan formas de justicia sustitutiva de la tradicional, medios para que dejen las armas quienes con ellas tanto han atormentado al pueblo colombiano, podrá pensarse en gestos de generosidad y grandeza. Pero que se sepa de una vez que los diálogos de que se habla no pueden ser la ocasión para convertir en factores fundamentales de la política colombiana a quienes no tienen más mérito que el delito. En otras palabras dicho, que los diálogos no sean un golpe de estado encubierto. Es lo que quieren sus promotores. Y es lo que los ciudadanos no aceptaríamos jamás.
Desde esta perspectiva fundamental corresponderá examinar estas conversaciones. Porque está claro lo que buscan quienes las proponen. Y también está claro lo que jamás aceptaríamos los que seguiremos creyendo en la Democracia.
FERNANDO LONDOÑO HOYOS, ministro colombiano del Intrior durante la presidencia de ÁLVARO URIBE.