El problema va más allá de los fallos cometidos por determinados líderes. Tampoco reside, contra lo que suele decirse, en el dolor y la agonía de las sucesivas generaciones de israelíes, que ven a sus hijos partir hacia los campos de batalla para arriesgar la vida en defensa de la nación. Es, más bien, el resultado lógico de una grave enfermedad que, desde hace años, ha penetrado en la mentalidad de una parte significativa de lo que puede describirse, vagamente, como las élites israelíes laicas.
Uno de los periodistas más respetados e incisivos de Israel, el laico y centroizquierdista Ari Shavit, colaborador del diario Haaretz, dio cuenta recientemente en uno de sus escritos de los elementos clave que, a su juicio, han abierto las puertas a la referida enfermedad.
Según Shavit, la principal lección que cabe extraerse del embrollo libanés es que la chocante actuación de la dirigencia del país fue una consecuencia lógica de la erosión del espíritu nacional entre las élites. "Nos vimos arrastrados por la corrección política", escribe Shavit; por un discurso dominado por la premisa infundada de que la "ocupación" es la fuente de todos los males.
Todo ello, sostiene Shavit, acabó en la demonización de valores primordiales, como el heroísmo y la fortaleza. La potencia militar pasó a identificarse con el fascismo, y el Ejército, el símbolo más venerado del Estado, se transformó en una palabra sucia. Quienes advirtieron que nos estábamos debilitando cada vez más y que nuestros enemigos se estaban haciendo cada vez más fuertes fueron ridiculizados, al igual que aquellos que se atrevieron a cuestionar las retiradas unilaterales.
"Los ataques interminables, directos e indirectos, contra el nacionalismo, el militarismo y la narrativa sionista han carcomido desde el interior el tronco sobre el que se asienta la existencia de Israel y han succionado su fuerza vital", observa Shavit.
La deconstrucción de los ideales sionistas llevó a la condena de prácticas consideradas sacrosantas por nuestros padres fundadores y minó el espíritu del voluntarismo, uno de los pilares de la sociedad israelí. En los círculos de la élite el dinero lo era todo; empezaron a creerse que Tel Aviv era Manhattan.
Shavit no menciona que, en la práctica, la mentalidad cívica y la justo de la defensa de Israel no bastarán como suministradores de motivación ideológica a los más jóvenes para que arriesguen sus vidas en la defensa del Estado. Después de todo, ¿por qué debería un cananeo que habla hebreo, que abandona las raíces judías y abraza el universalismo, optar por vivir en un país permanentemente sometido a ataques terroristas y que ha de hacer frente a las sucesivas guerras que desatan los bárbaros comprometidos en su destrucción? Seguramente, una persona cuyo objetivo prioritario sea la autogratificación y la acumulación de dinero abandonará el país, si es que puede, en busca de pastos más verdes.
El socavamiento del idealismo nacional está muy extendido en la "élite" de la sociedad. Para comprobarlo basta observar el creciente número de miembros de nuestra élite política y empresarial (y también sus hijos) que han emigrado a Estados Unidos, Canadá, Australia o Europa. No obstante, eso es sólo una parte de lo que está podrido. Ahora se entiende que en las unidades de combate haya un número desproporcionado de sionistas religiosos, kibbutzniks, moshavniks, rusos, etíopes o inmigrantes recién llegados.
Por lo visto, podríamos observar la tendencia opuesta entre muchos yuppies de Tel Aviv, el mayor centro urbano del país. Pareciera que un creciente porcentaje de jóvenes de familias adineradas y educados en escuelas de élite están siendo disuadidos por sus padres de entrar en unidades de combate, incluso, en casos extremos, de hacer el servicio militar. Paradójicamente, muchos de los padres de estos prófugos fueron jefes de unidades de combate en unos tiempos en que no cumplir el servicio militar era considerado la peor lacra social.
El general de las IDF Eleazar Stern comentó recientemente que, proporcionalmente hablando, ha hecho menos llamadas de condolencia a familias radicadas en Tel Aviv que al resto del país. Si los hijos de las élites están cada vez más infrarrepresentados en las unidades de combate, si eluden el servicio militar en una proporción superior a la media y si emigran también en un porcentaje superior al registrado en otros sectores, las señales de alarma nos exigen tomar medidas drásticas.
¿Por qué los sionistas religiosos y los kibbutzniks representan, proporcionalmente, la punta de lanza de las unidades de combate? Porque la educación religiosa de los primeros está guiada por el amor a la Tierra de Israel (Eretz Israel), mientras los segundos ponen el énfasis en el voluntarismo y las obligaciones cívicas en vez de en el consumismo egoísta.
Sin lugar a dudas, estas actitudes negativas sólo pueden corregirse a través del sistema educativo. Pero la ministra de Educación, Yuli Tamir, es la encarnación de las ideas elitistas. Como era de esperar, ya ha anunciado que su objetivo será reforzar los valores universales, no los nacionales, en el plan de estudios.
Si permanece en el cargo, Tamir haría bien en seguir las ideas de Ahad Haam, cuyo concepto de la ideología sionista se basaba en la utilización de los textos judíos tradicionales para crear una identidad nacional centrada en Eretz Israel. Debería volver a Ben Gurión y el establishment sionista de su época, que consideraba las Escrituras como la piedra angular del plan de estudios, diseñado para generar amor a la tierra y como corazón tanto de la narrativa judía secular como de la civilización judía.
También debería estudiar los escritos de su predecesor en los 60, Benzion Dinur, que lanzó un plan de estudios de identidad judía en las escuelas laicas. Por encima de todo, debería formar con urgencia a profesores que sean capaces de trasmitir estos valores, que constituyen la narrativa central de nuestro pueblo. ¡Si olvida esa narrativa, estamos sentenciados!
La guerra del Líbano demostró que, en contraste con lo que sucede en las "élites", la gran mayoría de los israelíes sigue completamente comprometida con la nación y desea llevar a cabo cualquier sacrificio que exija garantizar nuestro futuro como Estado judío. No obstante, si no logramos inspirar a las futuras generaciones de israelíes laicos unos ideales nacionales positivos y no les inculcamos el amor a su herencia judía, la corrupción de nuestros valores nacionales, que se limita hasta la fecha a segmentos de nuestras "élites", inevitablemente se convertirá en un fenómeno más extendido.
Hace diez años habría sido inconcebible escuchar a un contrincante de la directiva del pueblo de Israel decir: "Nos hemos cansado de luchar, de ser arrogantes; de ganar, de derrotar a nuestros enemigos". Estas palabras de Ehud Olmert le perseguirán para siempre, pero muestran hasta qué punto ha interiorizado su entorno la nueva filosofía elitista, lindante con el postsionismo, del consumismo y la capitulación.
Si no conseguimos invertir tales posiciones experimentaremos más crisis nacionales como la que acabamos de sufrir, y probablemente peores.