Sus argumentos son de varios tipos. Primero, el ataque personal. Según ella, estoy al servicio de Estados Unidos y mi mayor negocio es desacreditar a la revolución. Supuestamente pertenezco a una élite abusadora asentada en Miami que se enriqueció explotando a los cubanos hasta que la revolución la desplazó del poder y se estableció en la Isla el reino de la justicia.
Vamos por partes, como decía Jack el Destripador. No estoy al servicio de Estados Unidos ni vivo en Miami. Vivo en Madrid desde 1970, y mi negocio, razonablemente próspero, ha sido la edición de libros de texto relacionados con la enseñanza de lengua (aproximadamente 1.000), dictar conferencias (unas 200), publicar libros de mi autoría (unos 25 hasta la fecha), escribir artículos (unos 4.000) y moderar y participar en programas de televisión.
Es cierto que una parte (más pequeña de lo que me hubiera gustado) de ese intenso trabajo ha sido dirigida a denunciar los horrores de la dictadura cubana, pero eso es perfectamente natural. Los exiliados lo han hecho siempre: Martí, los republicanos españoles, los luchadores antifascistas y tantos otros. Si el comunismo, a lo largo de medio siglo, le ha costado a Cuba miles de fusilamientos, decenas de miles de presos políticos, dos millones de exiliados y una incontable cantidad de personas ahogadas tratando de escapar de esa pesadilla, lo decente y responsable es que quienes puedan contarle al mundo lo que ahí ha ocurrido no dejen de hacerlo.
Tampoco es verdad que mi familia formara parte de la élite explotadora que tuvo que abandonar Cuba. Lamentablemente, eso no es cierto. Me hubiera encantado que mis padres hubieran sido propietarios de un ingenio azucarero o de una gran empresa, pero no fue así. La próxima vez que vea a Fidel, la señora Rodríguez debe preguntarle cómo era nuestra humilde casa en la calle Tejadillos. Él solía visitarla porque era amigo de mi padre, un simple periodista adscrito al Partido Ortodoxo, y de mi madre, una simple maestra de escuela pública, doctora, eso sí, en Pedagogía. Y a veces venía acompañado por mi tío Pepe Jesús Ginjauma Montaner, jefe de Fidel en la UIR, también una persona de escasos recursos, quien años más tarde me contara exactamente todas las violentas fechorías del Comandante durante su etapa de peligroso gangstercillo universitario.
Quien sí parece que estaba al servicio de Estados Unidos era el padre de Arleen Rodríguez, guantanamero, como ella, ex empleado de la base naval americana en ese rincón de Oriente, luego jubilado. Y quien sí parece vivir como la élite explotadora es la señora Rodríguez, si es verdad la acusación que le hacen de haber adquirido un lujoso apartamento en Línea y F, en el Vedado, mediante el pago ilegal de 25.000 dólares, transacción disfrazada de permuta, según cuenta una de las personas que trabajó con ella en Tricontinental, una revista al servicio de las causas más sanguinarias defendidas por la revolución en "estos años de oprobio y bobería", como decía Borges del peronismo.
En todo caso, lo importante no es si la señora Rodríguez, como tantos cubanos del régimen, predica la virtud y practica la corrupción y la doble moral, sino si es verdad el argumento medular de su artículo: que Raúl Castro sí está cambiando rápidamente, y para ello da dos pruebas: la entrega en usufructo de tierras ociosas a campesinos particulares y el reintegro voluntario de los maestros jubilados.
La señora Rodríguez no entiende que Raúl Castro no está solucionando el problema de fondo de la improductividad cubana, causante de la inmensa pobreza que padece el país, sino sólo colocando parches que en modo alguno van a cambiar la miserable vida de los cubanos. Medio siglo de disparates e involución debieron enseñarle a la periodista que lo que no sirve es el sistema comunista basado en la propiedad estatal, el partido único, la planificación centralizada, el colectivismo y la ausencia de libertades políticas y económicas. En 1922 Ludwig von Mises se lo dijo pacientemente a Lenin en un libro llamado Socialismo, y aquel pequeño carnicero autoritario no le hizo caso.
Yo no voy a perder el tiempo explicándole a la señora Rodríguez la diferencia entre las dos Coreas, entre las dos Alemanias (cuando existían), entre Taiwán y China continental, incluso entre la Cuba precomunista, situada entre los países más prósperos de América Latina, y la de hoy, colocada entre los más pobres, con un PIB per cápita semejante al de Bolivia; pero le dejo la más segura y elemental de las profecías: mientras Cuba sea una dictadura comunista, los cubanos van a vivir triste y miserablemente. Así ha sido siempre en todas las latitudes. En cuanto a la reincorporación de los maestros jubilados, con posibilidades de cobrar salario y retiro, eso sólo prueba que en el desastroso modelo cubano no hay incentivos para convertirse en docente, como no lo hay para ser ingeniero, médico o cualquier cosa, porque esa estúpida manera de organizar a la sociedad es contraria a la naturaleza humana.
Esos casi 800.000 graduados universitarios que existen en la Isla se lo preguntan todos los días: ¿para qué hemos estudiado, si estamos condenados a vivir en la indigencia, víctimas de todas las carencias? ¿No se da cuenta la señora Rodríguez de que en los países normales que cuentan con un buen capital humano suele haber prosperidad general? ¿No es capaz de descubrir que la prueba de que ese sistema, el cubano, no puede generar riqueza radica, precisamente, en que posee un gran capital humano que no le sirve de nada?
¿Dónde está la buena vida en Cuba? ¿Dónde están los incentivos materiales? Exactamente, en la jefatura del Partido y en lo que hace la señora Arleen Rodríguez: en defender la dictadura, en denigrar a quienes denuncian sus excesos, en ocultar los crímenes y barbaridades que ella no ignora. Por eso ella puede viajar al exterior, disponer de dólares y vivir mejor que el 99% de los cubanos. En Cuba los incentivos existen para el que aplaude, no para el que critica. Existen para el que delata, no para el que cuestiona. Existen para el que sale a gritar consignas y se muestra obediente al poder y obsecuente con los jerarcas. Pero ninguna de esas penosas actividades, ninguna, aumenta un ápice la riqueza del país. Todo lo contrario: contribuyen a sostener el error en el que se funda esta minuciosa catástrofe.
Al final de su artículo la señora Rodríguez me recomienda un psiquiatra que me quite la obsesión anticastrista. Temo decirle que es un mal incurable: durará mientras ese cruel disparate continúe haciendo daño a mis compatriotas.
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