La izquierda recurrió asimismo a los disturbios cuando, en la primavera de 2006, el Gobierno propuso una ley –que después retiró– que hubiera hecho algo más fácil a los patronos el despido de sus empleados más jóvenes en sus dos primeros años de estancia en la empresa. Los impulsores de dicha medida pensaban que con ella aumentarían las probabilidades de que los empresarios contratasen a más trabajadores, dado que no habrían de someterse a una ordalía si, llegado el caso, tuvieran que despedirlos. Por supuesto, la mayoría de los gamberros que protagonizaron aquellos disturbios eran jóvenes.
Francia tiene una tasa de desempleo del 8,7%; casi el doble de la de EEUU (4,5%). Entre los menores de 25 años –un sector del electorado que se decantó por Royal– es del 21,2%; y seguirá en esos niveles, a menos que Sarkozy pueda implantar las reformas que soliviantan a los alborotadores.
Sarkozy cuenta con un mandato derivado de una votación en la que participó el 84% del electorado. Pero, a la luz que se desprende de los Peugeot incendiados por sus detractores, sus posibilidades de introducir reformas fundamentales lucen quebradizas; además, su concepto de reforma fundamental –sigue siendo un ardiente proteccionista– no es muy vigoroso. Aun así, su intentona merece que los americanos le prestemos atención, pues ha de hacer frente a un problema que está yendo a peor en nuestro país: el relacionado con las contradicciones culturales que subyacen al Estado de Bienestar.
Hace dos décadas, el sociólogo Daniel Bell escribía acerca de "las contradicciones culturales del capitalismo" para expresar esta preocupación: el capitalismo cobra fuerza debido a unas virtudes que él mismo, cuando ya se ha hecho fuerte, socava. Para triunfar, el capitalismo precisa de la frugalidad, la laboriosidad y el aplazamiento de las gratificaciones; pero con el éxito vienen la abundancia, la expansión del ocio y la liberación de los apetitos, y todo ello debilita los requisitos morales del capitalismo.
Las contradicciones culturales que experimentan los Estados del Bienestar son del mismo estilo. En éstos se presupone el dinamismo económico capaz de generar las inversiones, los empleos, los beneficios empresariales y las rentas individuales necesarias para la financiación de las prestaciones sociales. Ahora bien, los Estados del Bienestar fomentan una mentalidad proclive a la demanda de nuevos derechos y prestaciones y unos bajos niveles de tolerancia a las contrariedades y el sufrimiento. Dicha mentalidad despierta el ansia por conquistar más derechos, que se interpretan de la manera más abierta posible para que puedan cubrir todo tipo de prestaciones y protecciones gubernamentales y contribuir a un bienestar con mayores niveles de beneficio material, seguridad y ocio.
Los bajos niveles de tolerancia a las contrariedades desembocan en estremecimientos letales ante los rigores, las inseguridades, las incertidumbres y las discontinuidades inherentes a la destrucción creativa propia del capitalismo dinámico, y acaban cobrando forma de medidad proteccionistas, regulaciones y demás imposiciones estatales que impiden alcanzar el crecimiento necesario para el mantenimiento del Estado del Bienestar.
De modo que, curiosamente, los Estados del Bienestar enervan a la vez que infunden energías; e infantilizan a la ciudadanía. Enervan porque fomentan la dependencia. Infunden energías porque echan leña al fuego a la continua demanda de prestaciones y derechos (pensemos, precisamente, en los Peugeot en llamas). E infantilizan porque es propio de críos el desear algo sin querer asumir los costes. Quienes quieren disfrutar de Estados del Bienestar quieren, no obstante, sacudirse de encima los rigores que impone su financiación.
Hace 25 años el presidente François Mitterrand, un socialista que había ganado las elecciones prometiendo "romper la lógica del beneficio", mantuvo su palabra... y en el proceso acabó matando al socialismo. Prometió gastar más para expandir derechos, una semana laboral más corta sin un recorte de los salarios, crear empleos a costa del Erario y hacer pagar más impuestos a las clases inversoras. Pues bien, la productividad francesa cayó en picado y el desempleo subió como la espuma: desde 1981, ha estado siempre por encima del 8%.
El estatismo, ese inevitable compañero de los intentos estatales por administrar esa trinidad francesa de elementos incompatibles ("libertad, igualdad, fraternidad"), sigue ahí. Y, para colmo, en las últimas presidenciales el 47% del electorado votó por la Royal, que prometía mucho más de lo mismo, aun si, como es el caso, Francia crece a un ritmo menor que el de 21 de los 25 miembros de la UE.
Sarkozy quiere reducir los impuestos –el de sucesión incluido– y derogar el que pesa sobre las horas extra. Este último, junto con los chivatos gubernamentales que patrullan los aparcamientos de las empresas para combatir la industriosidad antisocial, impone la semana laboral de 35 horas. Sarkozy quiere hacer lo que hizo Margaret Thatcher tras vencer en los comicios del 79, cuando los británicos mostraron su hartazgo por ser gobernados por los sindicatos más que por el Parlamento.
Antes incluso de que resultara elegido, los sindicatos del sector público –ese Gobierno que tiene por objetivo presionarse a sí mismo para seguir creciendo– amenazaron con desencadenar una vasta huelga general porque Sarkozy se opone a que medio millón de empleados de empresas estatales se jubilen antes y con mejores pensiones que los empleados del sector privado.
La izquierda y algunos nacionalistas de derechas se han dedicado en los últimos 25 años a atacar con saña "el capitalismo angloamericano, frío, empobrecedor y desalmado". Entre tanto, el PIB francés ha pasado de ser el 7º del mundo al 17º...
En definitiva: la tarea de Sarkozy consiste en convencer a los franceses de que han de hacer por su cuenta todo aquello que exigen al Estado.
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