Al invitar oficialmente al presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, a intervenir en la inauguración de la Conferencia Mundial de la ONU contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y la Intolerancia, esa institución supranacional ha vuelto a quedar moralmente en evidencia. El espectáculo de un tirano racista negador del Holocausto dando un discurso en una cumbre contra el racismo ha marcado un precedente memorable. El momento iconográfico por excelencia de este drama fue el protagonizado por tres estudiantes judíos de nacionalidad francesa que, disfrazados de payasos, arrojaron unas narices postizas rojas a semejante orador. Ninguna crítica intelectual podría superarlo en efectividad e impacto visual: la ONU como farsa circense.
El presidente iraní fue el único jefe de estado que viajó a Ginebra para la ocasión. Fue recibido por el presidente suizo, Hans-Rudolf Merz, quien defendió posteriormente su decisión, y por el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, quien aseguró haber instado al iraní a la moderación. Ahmadineyad calificó a Israel de "régimen racista, cruel y opresivo", afirmó que ésta era "una nación [creada] con el pretexto del sufrimiento judío" e instó a "erradicar este bárbaro racismo". Así, el presidente iraní decepcionó a Ki-moon, pero la vocera de la ONU Marie Heuze afirmó que aquél, efectivamente, había moderado su discurso. Según declaró la propia Heuze a Associated Press, la parte relevante del discurso oficial de Ahmadineyad en farsi decía: "Luego de la Segunda Guerra Mundial, recurrieron a la agresión militar para destruir una nación entera con el pretexto del sufrimiento judío y la cuestión dudosa y ambigua del Holocausto". Heuze señaló que Ahmadineyad omitió lo de "dudosa y ambigua" y que, en su lugar, aludió al "abuso de la cuestión del Holocausto". Qué atento, ciertamente. Por cierto, ¿qué haríamos sin la asistencia indispensable de los oficiales de la ONU?
La cumbre de marras dividió a los países del mundo en dos categorías morales: aquellos que decidieron boicotearla y aquellos que decidieron participar en la misma. En el primer grupo destacó Canadá, la primera nación en hacer pública su no asistencia; le siguieron Israel y, después, Estados Unidos; e Italia, Polonia, Australia, Nueva Zelanda y Alemania, luego de que Ahmadineyad anunciara que asistiría en calidad de jefe de estado. La República Checa clausuró su asistencia después de que el iraní pronunciara su discurso. Por lo que hace a las naciones asistentes, quedaron a su vez divididas entre las que, ante las diatribas de Ahmadineyad, retiraron de la sala a sus representantes y las que optaron por mantenerlos en el recinto. En el primero de estos subgrupos encontramos muchos países europeos; en el segundo, las naciones latinoamericanas, africanas, árabes y musulmanas.
La conferencia onusina –denominada "Durban II" porque se trataba de hacer un seguimiento de la que tuvo lugar en esa ciudad africana en 2001, y que devino en un linchamiento moral de Israel– costó 5,3 millones de dólares. El comité que se encargó de los preparativos estuvo presidido por Libia y compuesto por países como Pakistán, Cuba, Rusia y el propio Irán. Según UN Watch, 1,6 de esos 5,3 millones de dólares corrieron por cuenta de países como Rusia (600.000 dólares), Arabia Saudita (150.000), Irán (40.000), China (20.000) o Kuwait (cifra indeterminada). La OLP hizo una contribución simbólica de 1.700 dólares. El resto del dinero lo aportó la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, lo que significa que incluso los países que la boicotearon pero aportan a las arcas de la ONU contribuyeron, si bien indirectamente, a su financiación. Washington, que es el mayor contribuyente a las arcas de ONU (aporta el 22% del presupuesto total), retuvo el importe proporcional para la celebración de la conferencia.
Esta nueva extravagancia de las Naciones Unidas sólo sirvió para socavar aún más su pobre imagen internacional, denostar a un estado miembro de dicha organización, ofender a (algunas) naciones libres, regalar publicidad a un negador del Holocausto y encubrir los abusos humanitarios que se producen urbi et orbi. "En una conferencia que prometió revisar la conducta de los distintos países ante el racismo, ¿puede alguien decirme quién ha sido objeto de monitoreo?", se preguntaba Hillel Neuer, de UN Watch.
Fue una cumbre copada por los opresores. Para ser oídas, las víctimas de los abusadores y los activistas pro derechos humanos debieron asistir a un foro paralelo, organizado por unas cuarenta organizaciones humanitarias fuera del marco de la ONU. Allí pudieron hablar el sobreviviente de la Shoá Elie Wiesel, el ex disidente soviético Natan Sharansky, el activista Saad Edin Ibrahim (encarcelado durante tres años por el gobierno egipcio), Kristyiana Valcheva y Ashraf el Hajoj (esta enfermera búlgara y este médico palestino fueron arrestados y torturados por el régimen libio bajo cargos falsos); Ahmad Batebi (pasó nueve años en cárceles iraníes por mostrar a la prensa internacional la remera ensangrentada de un amigo en una manifestación celebrada en Teherán), Ester Mujawayo (sobreviviente del genocidio contra los tutsis en Ruanda), Gibreil Hamid (darfuriana sobreviviente del genocidio sudanés), Soe Aung (opositora a la junta de Birmania) y José Catillo (ex prisionero político en Cuba), entre muchos otros.
El mismo día que comenzó Durban II, el escritor Gerd Honsik fue llevado a juicio en Viena por negar públicamente el Holocausto. En febrero, la Argentina expulsó al obispo británico Williamson por el mismo motivo. Sin embargo, ni Austria ni Argentina boicotearon Durban II, y la representación del país austral ni siquiera abandonó la sala cuando habló el presidente iraní. Seguramente, ni Honsik ni Williamson negocian con estas dos naciones en volúmenes de millones de dólares, como sí hace la República Islámica de Irán. Pero, por el bien de la más elemental coherencia, Austria, la Argentina y el resto del mundo libre deberían repudiar a Ahmadineyad con la misma determinación con que sancionan a sátrapas de similar calibre. Si negar el Holocausto es un delito moral en Viena y en Buenos Aires, no debiera dejar de serlo en Ginebra o en Teherán.
JULIÁN SCHVINDLERMAN, analista político argentino.
El presidente iraní fue el único jefe de estado que viajó a Ginebra para la ocasión. Fue recibido por el presidente suizo, Hans-Rudolf Merz, quien defendió posteriormente su decisión, y por el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, quien aseguró haber instado al iraní a la moderación. Ahmadineyad calificó a Israel de "régimen racista, cruel y opresivo", afirmó que ésta era "una nación [creada] con el pretexto del sufrimiento judío" e instó a "erradicar este bárbaro racismo". Así, el presidente iraní decepcionó a Ki-moon, pero la vocera de la ONU Marie Heuze afirmó que aquél, efectivamente, había moderado su discurso. Según declaró la propia Heuze a Associated Press, la parte relevante del discurso oficial de Ahmadineyad en farsi decía: "Luego de la Segunda Guerra Mundial, recurrieron a la agresión militar para destruir una nación entera con el pretexto del sufrimiento judío y la cuestión dudosa y ambigua del Holocausto". Heuze señaló que Ahmadineyad omitió lo de "dudosa y ambigua" y que, en su lugar, aludió al "abuso de la cuestión del Holocausto". Qué atento, ciertamente. Por cierto, ¿qué haríamos sin la asistencia indispensable de los oficiales de la ONU?
La cumbre de marras dividió a los países del mundo en dos categorías morales: aquellos que decidieron boicotearla y aquellos que decidieron participar en la misma. En el primer grupo destacó Canadá, la primera nación en hacer pública su no asistencia; le siguieron Israel y, después, Estados Unidos; e Italia, Polonia, Australia, Nueva Zelanda y Alemania, luego de que Ahmadineyad anunciara que asistiría en calidad de jefe de estado. La República Checa clausuró su asistencia después de que el iraní pronunciara su discurso. Por lo que hace a las naciones asistentes, quedaron a su vez divididas entre las que, ante las diatribas de Ahmadineyad, retiraron de la sala a sus representantes y las que optaron por mantenerlos en el recinto. En el primero de estos subgrupos encontramos muchos países europeos; en el segundo, las naciones latinoamericanas, africanas, árabes y musulmanas.
La conferencia onusina –denominada "Durban II" porque se trataba de hacer un seguimiento de la que tuvo lugar en esa ciudad africana en 2001, y que devino en un linchamiento moral de Israel– costó 5,3 millones de dólares. El comité que se encargó de los preparativos estuvo presidido por Libia y compuesto por países como Pakistán, Cuba, Rusia y el propio Irán. Según UN Watch, 1,6 de esos 5,3 millones de dólares corrieron por cuenta de países como Rusia (600.000 dólares), Arabia Saudita (150.000), Irán (40.000), China (20.000) o Kuwait (cifra indeterminada). La OLP hizo una contribución simbólica de 1.700 dólares. El resto del dinero lo aportó la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, lo que significa que incluso los países que la boicotearon pero aportan a las arcas de la ONU contribuyeron, si bien indirectamente, a su financiación. Washington, que es el mayor contribuyente a las arcas de ONU (aporta el 22% del presupuesto total), retuvo el importe proporcional para la celebración de la conferencia.
Esta nueva extravagancia de las Naciones Unidas sólo sirvió para socavar aún más su pobre imagen internacional, denostar a un estado miembro de dicha organización, ofender a (algunas) naciones libres, regalar publicidad a un negador del Holocausto y encubrir los abusos humanitarios que se producen urbi et orbi. "En una conferencia que prometió revisar la conducta de los distintos países ante el racismo, ¿puede alguien decirme quién ha sido objeto de monitoreo?", se preguntaba Hillel Neuer, de UN Watch.
Fue una cumbre copada por los opresores. Para ser oídas, las víctimas de los abusadores y los activistas pro derechos humanos debieron asistir a un foro paralelo, organizado por unas cuarenta organizaciones humanitarias fuera del marco de la ONU. Allí pudieron hablar el sobreviviente de la Shoá Elie Wiesel, el ex disidente soviético Natan Sharansky, el activista Saad Edin Ibrahim (encarcelado durante tres años por el gobierno egipcio), Kristyiana Valcheva y Ashraf el Hajoj (esta enfermera búlgara y este médico palestino fueron arrestados y torturados por el régimen libio bajo cargos falsos); Ahmad Batebi (pasó nueve años en cárceles iraníes por mostrar a la prensa internacional la remera ensangrentada de un amigo en una manifestación celebrada en Teherán), Ester Mujawayo (sobreviviente del genocidio contra los tutsis en Ruanda), Gibreil Hamid (darfuriana sobreviviente del genocidio sudanés), Soe Aung (opositora a la junta de Birmania) y José Catillo (ex prisionero político en Cuba), entre muchos otros.
El mismo día que comenzó Durban II, el escritor Gerd Honsik fue llevado a juicio en Viena por negar públicamente el Holocausto. En febrero, la Argentina expulsó al obispo británico Williamson por el mismo motivo. Sin embargo, ni Austria ni Argentina boicotearon Durban II, y la representación del país austral ni siquiera abandonó la sala cuando habló el presidente iraní. Seguramente, ni Honsik ni Williamson negocian con estas dos naciones en volúmenes de millones de dólares, como sí hace la República Islámica de Irán. Pero, por el bien de la más elemental coherencia, Austria, la Argentina y el resto del mundo libre deberían repudiar a Ahmadineyad con la misma determinación con que sancionan a sátrapas de similar calibre. Si negar el Holocausto es un delito moral en Viena y en Buenos Aires, no debiera dejar de serlo en Ginebra o en Teherán.
JULIÁN SCHVINDLERMAN, analista político argentino.