Todas esas leyes no han hecho más que castigar a los mismos campesinos a los que se pretende ayudar. En todos estos largos años de intervención estatal, sinónimo de asistencialismo y corrupción, se han repartido más de 10 millones de hectáreas, casi la superficie de un país como Holanda. Pero sólo en los departamentos de Alto Paraná y Canendiyú existen 100.000 lotes que no están titulados en favor de sus verdaderos dueños. Si valoramos en 650 dólares cada héctárea, y asignamos 10 hectáreas a cada beneficiario, obtenemos la suma de 650 millones de dólares no utilizados o no contabilizados por nuestra economía.
La culpa de este estado de cosas no es solamente achacable a la dictadura. El proceso democrático surgido en 1989 continuó por la misma línea de pensamiento, que permitió la distribución de tierras por un valor superior a los 3.000 millones de dólares, dilapidados en la corrupción del sistema.
Este hecho corroborable no es una casualidad, ni el resultado de un designio celestial. Es el efecto de ideas equivocadas transmitidas a través de leyes y políticas públicas probadamente erróneas. ¿Por qué la reforma agraria, de la que todos los partidos políticos hablan, de la que todos los gobiernos se ocuparon, utilizando millones de dólares de los contribuyentes, ha fracasado, haciendo ricos a unos cuantos funcionarios y empobreciendo a los campesinos?
La reforma agraria fundada en la distribución de tierras parecería, en principio, algo muy beneficioso y políticamente correcto. Repartir tierras a la mayor cantidad de personas se constituye en un deleite para el ingeniero social, puesto que es el mejor modo de mantener incólume la idea de que los problemas de la sociedad requieren la activa intervención estatal. Pero lo cierto es que ha consolidado un círculo vicioso que condena al desempleo y la miseria a sus supuestos beneficiarios. Es lo más parecido a una mezcla explosiva, amasada por malos políticos que desarrollan malas políticas.
Solo hay un modo de romper tal círculo. Me refiero a la solución liberal de promover la dignidad del hombre por medio de los derechos de propiedad. El problema de los campesinos pobres no es la falta de tierra, sino que carecen de derechos de propiedad. Para colmo, la puesta en práctica del programa de titulación masiva de propiedades rurales recaerá sobre unos políticos populistas que alientan el enfrentamiento antes que la cooperación. Los agricultores con derechos precarios son el mejor caldo de cultivo para la violencia. En cambio, el agricultor que tiene en orden sus títulos de propiedad es menos proclive a las amenazas y las invasiones de tierras. Y más exigente en el terreno político, donde atribuye gran importancia a respaldar a aquellos por los que se siente genuinamente representado.
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VÍCTOR PAVÓN, decano de la Facultad Derecho de la Universidad Tecnológica Intercontinental (Paraguay) y autor de los libros Gobierno, justicia y libre mercadoy Cartas sobre el liberalismo.