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GUERRA CONTRA EL TERRORISMO

Pakistán es parte del problema

Tras los atentados/ataques de Bombay, analistas y expertos antiterroristas de aquí y allá han comenzado a hablar de un mundo post-Bombay. Que lo haya o no dependerá en gran medida de cómo se gestione la situación en y con Pakistán. Hay que lograr, por imposible que parezca, que este país deje de ser parte del problema en la guerra del terrorismo y lo sea de la solución.

Tras los atentados/ataques de Bombay, analistas y expertos antiterroristas de aquí y allá han comenzado a hablar de un mundo post-Bombay. Que lo haya o no dependerá en gran medida de cómo se gestione la situación en y con Pakistán. Hay que lograr, por imposible que parezca, que este país deje de ser parte del problema en la guerra del terrorismo y lo sea de la solución.
Bandera de Pakistán.
Según las autoridades policiales indias, hay tres claras evidencias que vinculan a Pakistán con los atentados de Bombay: una llamada desde un móvil de los terroristas a la ciudad de Karachi, una tarjeta de crédito y nueve documentos de identidad. Sea como fuere, la verdad es que es más que imaginable que tras la matanza haya elementos pakistaníes. Es difícil hablar de niveles oficiales, pero lo más seguro es que entre los implicados haya elementos de los servicios de inteligencia (ISI), actuando por su cuenta o no, así como alguna organización radicada en suelo pakistaní.
 
La connivencia, por decirlo de manera suave, del entramado gubernamental pakistaní con el yihadismo viene de lejos. Los servicios secretos alentaron e inspiraron a grupos islamistas a combatir por una Cachemira libre de la soberanía india, como Lashkar-e-Tayyaba, y los incitaron a que actuar también en suelo indio. Es más, para la CIA, el ISI fue decisivo en la conexión de esos grupos, en teoría independentistas, con la yihad de Ben Laden, y hay quien llega a hablar del secuestro, en 1999, del vuelo 814 de la Indian Air como de un ensayo táctico del 11-S (el avión, con 154 pasajeros a bordo, fue secuestrado en Katmandú por militantes islamistas cachemires armados por agentes del ISI; los criminales dirigieron el aparato a Kandahar, en el Afganistán de los talibanes, luego de haber planeado estrellarlo contra algún edificio emblemático indio si Nueva Delhi no accedía a negociar con ellos). Los tejemanejes pakistaníes con el terrorismo cachemir y anti-indio respondían a la lógica de la tensión con Nueva Delhi.
 
Por otro lado, cabe recordar que los talibanes afganos son una creación del ISI, que les procuró dinero, asesoramiento, logística y cuadros desde que nacieron hasta mediados de los 90. Islamabad pensaba que con ellos se acabaría la guerra civil que se desató en Afganistán tras la retirada de las fuerzas soviéticas, y que podría valerse de ellos para garantizarse la preeminencia estratégica en la zona.
 
Pervez Musharraf, junto con George W. Bush.En tercer lugar, es bien conocida la importancia del adoctrinamiento islamista en Pakistán, adoctrinamiento llevado a cabo sobre todo en las miles de escuelas coránicas o madrazasla mayoría financiadas con dinero saudí– que hay en el país, y que han servido de caldo de cultivo a una oposición radicalizada y con capacidad para disputarle al Gobierno la autoridad en determinados temas y en amplias zonas del territorio. Pensemos, por ejemplo, en la famosa Mezquita Roja de Islamabad (asaltada por las fuerzas del orden en julio de 2007), cuyo principal mérito es el de haber servido de plataforma religiosa contra Musharraf y de foco de irradiación de la alternativa islámica al poder civil constituido.
 
También está la cuestión del desgobierno en determinadas regiones, sobre todo en las limítrofes con Afganistán (por cierto, la frontera común está por determinar). A raíz de la invasión soviética de Afganistán, en los años 80 el lado pakistaní sirvió de retaguardia para los mujaidines afganos; hoy sigue cumpliendo igual función, sólo que esta vez a favor de las fuerzas talibanes y en contra tanto del Gobierno electo de Kabul como de las fuerzas internacionales implicadas en la operación Libertad Duradera y en la ISAF.
 
El problema que se abre tras el atentado de Bombay tiene múltiples ramificaciones. Y atañe no sólo a las relaciones bilaterales entre la India y Pakistán, aunque éstas puedan ser las más visibles. Hay que tener en cuenta que en 2002 se vivió una situación parecida, que estuvo a punto de desembocar en una nueva guerra entre ambos países. Entonces se llegó a movilizar a casi un millón de soldados. Si la India se inclina por una escalada verbal e inicia algunos movimientos, como el despliegue de tropas, la movilización pakistaní estará asegurada. Así las cosas, volveríamos a un escenario altamente inestable, con dos potencias nucleares de por medio; y si Islamabad desplazara tropas hacia su frontera con la India, en un momento en que se espera que presione a los islamistas en las regiones del norte, quienes saldrían ganando serían los talibanes y Al Qaeda y quienes saldrían perdiendo serían la estabilidad y la seguridad afganas. Y nuestras tropas, allí, en misión...
 
En 2002, la presión americana y el claro control de Musharraf redujeron finalmente el riesgo de la escalada. Hoy, esos dos elementos de contención no están presentes: por un lado, la Administración americana vive el impasse de la transición de Bush a Obama; por el otro, el poder político en Pakistán está más disperso que nunca. Es posible que nadie, ni siquiera el Ejército, tenga la capacidad de imponer un curso de acción concreto que no sea cuestionado por alguna de las facciones rivales en liza.
 
¿Cómo evitar, pues, un escenario que puede llegar a ser apocalíptico? En parte hay que comenzar por reconocer los sucesivos errores que se han cometido al tratar los problemas de la zona. Pakistán ha gozado desde el 2001 de un estatuto que no le correspondía, y todo porque sus dirigentes prometían hacer más de lo que luego hacían en la guerra contra el terrorismo islamista. De estar sometido a embargo, pasó a ser beneficiario de miles de millones de dólares en concepto de ayuda militar. Esa relación especial se interpretó en aquellas tierras como una señal de apoyo a sus intereses, que chocan muy frecuentemente con los indios. Convendría tener claro de una vez por todas que Pakistán es parte del problema en el tema del yihadismo, y que sus servicios de inteligencia han trabajado y trabajan en ambos lados de la trinchera. En la cuestión del yihadismo, Pakistán es a la vez verdugo y víctima: son miles los atentados que ha sufrido en su suelo en los últimos años.
 
El ISI y el Ejército deben recolocarse nítidamente en la lucha contra el islamismo, y sólo deberían recibir ayuda en la medida en que esto fuera claramente verificable. En segundo lugar, toda la asistencia a Pakistán debería centrarse en una reforma profunda y radical de su peculiar sistema educativo. El objetivo prioritario de la ayuda occidental debería ser la reducción drástica del número de madrazas y el fomento de una educación digna para los afganos, con independencia de cuál sea su sexo. Igualmente, convendría equilibrar las apuestas estratégicas en la zona; dejar claro que el aliado natural de Occidente es la India, una potencia democrática –con todos sus defectos– y no un Pakistán que practica el doble juego.
 
Islamabad padece un grave problema económico, que no resolverá sin una fuerte ayuda de las instituciones y la comunidad internacionales. Ahora que tanto se habla de refundar el orden económico mundial, no estaría de más que se pensara cómo emplear las palancas económicas que nos quedan para encaminar a Pakistán hacia la senda adecuada.
 
Para empezar, lo que debería hacer ese país es dar señales de buena voluntad y abrir una investigación auténtica sobre lo sucedido en Bombay, con vistas a la captura de los instigadores de la matanza, sean quienes sean y estén donde estén. De lo contrario, el régimen de Islamabad deberá ser considerado parte del problema, no de la solución.

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