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POLÍTICA EXTERIOR NORTEAMERICANA

Nuestro problema uzbeco

En las semanas posteriores al 11 de septiembre de 2001, cuando Washington se preparaba para una difícil guerra que tenía por objetivo derrocar a los talibanes en Afganistán, la vecina república ex soviética de Uzbekistán se convirtió en un aliado particularmente útil. De hecho, fue el primer país en ofrecer asistencia militar a nuestro Gobierno, en la tarde del 11 de Septiembre, y posteriormente el Pentágono estableció una base allí.

En las semanas posteriores al 11 de septiembre de 2001, cuando Washington se preparaba para una difícil guerra que tenía por objetivo derrocar a los talibanes en Afganistán, la vecina república ex soviética de Uzbekistán se convirtió en un aliado particularmente útil. De hecho, fue el primer país en ofrecer asistencia militar a nuestro Gobierno, en la tarde del 11 de Septiembre, y posteriormente el Pentágono estableció una base allí.
El dictador de Uzbekistán, Islam Karimov.
Después de que concluyera la lucha principal en Afganistán continuamos trabajando con el régimen de Islam Karimov, aunque éste continuaba siendo un dictador sin contemplaciones de estilo neosoviético. Hicimos poco por ayudar a promover la libertad política aquí. Es más, parece que hemos "rendido" docenas de terroristas al Gobierno de Karimov para que fueran interrogados, a pesar (o quizá debido a) su bien merecida reputación de brutalidad y tortura.
 
Pero el carácter del régimen de Karimov ya no puede ser ignorado en deferencia a la utilidad estratégica de Uzbekistán. Los talibanes han sido derrotados, y, con la liberación de Irak, la naturaleza de la lucha global en que la Administración Bush está comprometida no se centra exclusivamente en la destrucción de reductos terroristas. Ahora estamos comprometidos en un esfuerzo democratizador que desafía a la tiranía y al terror como amenazas para la paz y la libertad en todo el mundo. El régimen uzbeco, que fue parte de la solución en el 2001, es hoy, con su sangrienta represión de las protestas, parte del problema.
 
Uno de los peligros en la lucha contra los terroristas ha sido que los tiranos pudieran explotar la amenaza del terror para ganarse la indulgencia o incluso el apoyo de Estados Unidos. Desde la familia real saudí hasta Vladimir Putin, pasando por el amigo uzbeco de Putin, Karimov, los hombres fuertes esperan ganarse la aceptación por parte de Washington de sus violentos hábitos de gobierno. Desde luego, es cierto que Estados Unidos tiene que tratar (principalmente) con los gobiernos con que topa en el mundo. Pero no tenemos que hacer un guiño a sus malas obras. Al contrario, una estrategia más o menos coherente para la expansión de la libertad requerirá a menudo presionar y criticar a esa clase de gobiernos. Y, dicho sea de paso, es a la libertad política, civil y económica a lo que aspira la mayor parte de los musulmanes de Asia Central. Exactamente igual que los ucranianos, los georgianos y los iraquíes.
 
Así pues, la tolerancia hacia la brutalidad de Karimov amenaza con socavar la exitosa e impresionante política exterior de esta Administración. Desafortunadamente, las Administraciones previas han permitido que los dictadores aprendan la lección de que la represión funciona. ¿Ha pagado el alto mando de Birmania un precio elevado por su brutalidad en Rangún en 1988, o Pekín por la matanza de 1989? Karimov quiere seguir ese camino, en lugar de recorrer el de los ex dictadores de Ucrania y Kirguizistán. Dejar que la brutalidad se convierta en una estrategia ganadora, o que las matanzas se sucedan y no tengan consecuencias para las relaciones de un régimen con Estados Unidos, difícilmente redundará en nuestro interés. Como alertó recientemente el Financial Times en un agudo editorial, "si Karimov sobrevive a la crisis con su régimen autoritario intacto, los líderes antidemocráticos de todas partes verán que la brutalidad sale a cuenta".
 
La dictadura comunista china desató una matanza en la Plaza de Tiananmen en 1989.Hace menos de dos semanas Karimov dirigió sus tropas a la ciudad uzbeca de Andijan, en el este del país, donde el descontento económico había provocado protestas entre la población. Aquéllas abrieron fuego, en una orgía de sangre con reminiscencias de lo ocurrido en la Plaza de Tiananmen [en 1989]. La cifra de muertos sigue sin confirmarse, y quizá sea inconfirmable, pero aparentemente supera los 500 e incluye mujeres y niños. Karimov y sus lacayos se han desecho en explicaciones de tales atrocidades con acusaciones de que los manifestantes eran, o estaban inspirados por, islamistas radicales. Pero tales afirmaciones parecen ser propaganda embustera, que, de continuar sin respuesta, podría minar el esfuerzo real e indispensable contra el islam radical.
 
La respuesta de la Administración Bush a la matanza ha sido tibia, ofreciendo llamamientos a la contención por ambas partes. El fallo del presidente, cuando ni siquiera mencionó Uzbekistán en el importante discurso sobre política exterior que pronunció la semana pasada en el International Republican Institute, no son buenas noticias. Ni la ausencia de conversaciones sobre la utilización de la ayuda norteamericana como palanca contra Karimov.
 
Uzbekistán tiene un distinguido legado, cultural y teológico, islámico. Si tuviera un régimen responsable ante el pueblo, que permitiera el espíritu emprendedor y el pluralismo, se podría convertir en una fuerza favorable al progreso en otras tierras musulmanas. Como ejemplo de reforma exitosa, Uzbekistán sería un aliado bastante más valioso de lo que lo es hoy, como feudo de Karimov.
 
El presidente Bush debe liderar la presión internacional sobre Karimov para permitir que periodistas, empleados humanitarios legítimos e investigadores fiables viajen a Andijan y establezcan un veredicto acerca de lo allí ocurrido. Ese veredicto probablemente será duro con Karimov, y debería tener consecuencias en la ayuda norteamericana y en el apoyo al régimen. Washington no puede cerrar los ojos ante las masacres en un país que recibe asistencia norteamericana y en el que se encuentran estacionadas tropas norteamericanas. Aquí, como en todas partes, debe reestablecerse el principio que vincula el comportamiento de un régimen y sus relaciones con Estados Unidos. Y si no hacemos esto en Uzbekistán, donde tenemos tanta influencia, ¿cómo van a tomarse en serio nuestras promesas y advertencias en otras partes?
 
 
La versión original de este artículo ha aparecido en The Weekly Standard.
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