En las capitales occidentales hay júbilo porque las elecciones generales y provinciales dieron un triunfo arrollador a los partidos de oposición al régimen del presidente Musharraf. Partidos que, además, representan a la sociedad civil, opuestos a la deriva violenta de origen islamista que desestabiliza el país. Pakistán, parece, ha podido frenar su descenso al caos.
Una consideración más detenida de los equilibrios de poder político-social autoriza a mantenerse escépticos. El potencial de caos sigue estando ahí.
Todas las instituciones paquistaníes son débiles. Lo son por la filiación tribal y feudal de sus titulares y sus seguidores. El Ejército también. A diferencia de lo que ocurrió en Turquía, en Pakistán el ejército no construyó el país. A diferencia de lo que ocurre en Irán, no es un instrumento del Gobierno. El Ejército de Pakistán es una rueda suelta, que se pone a rodar sólo cuando las instituciones políticas se desvían tanto así de su gran designio geopolítico.
¿Cuál es ese designio? Mantenerse a la par con la India en prestigio, influencia y poder. Desquitarse de las sucesivas derrotas que ha sufrido a manos de dicho país. Erigirse en líder del mundo musulmán.
El designio se proyecta sobre Cachemira, Afganistán y, en otra dimensión, hacia el Golfo Pérsico. Su cumplimiento ha exigido la confrontación armada, directa o descarada, como en Cachemira, o indirecta y subrepticia, como en Afganistán.
Lo que causa la actual ansiedad geopolítica de Pakistán es el acercamiento entre Nueva Delhi y Kabul. En los años 80 la amenaza se veía en el eje Moscú-Kabul-Nueva Delhi, lo cual movió, como es sabido, a la creación de los talibán y al restablecimiento de la conexión Islamabad-Washington.
Extrañará que se diga que el Ejército paquistaní está inquieto por Afganistán, donde los Estados Unidos, formalmente aliados de Pakistán, y la OTAN conducen una guerra contra las insurgencias talibán y de Al Qaeda. En realidad, el Ejército paquistaní no sólo no actúa contra los talibán dentro de sus fronteras, donde éstos toman refugio para atacar a las fuerzas de la Coalición en territorio afgano, sino que les presta apoyo clandestino dentro de Afganistán y dentro de Pakistán.
¿Por qué lo hace? Porque el Ejército, y sobre todo los servicios de inteligencia militar, que por sí mismos son un poder ideológico, no quieren que se consolide en Kabul un Gobierno con el apoyo y la influencia de una potencia extracontinental y no musulmana como los Estados Unidos; un Gobierno que además tiene como eje de su política de seguridad mantener una estrecha cooperación con la India.
Entonces, ¿cómo se explica que los Estados Unidos presten apoyo decidido a Musharraf y a las Fuerzas Armadas paquistaníes, al ritmo de mil millones de dólares anuales, concedidos prácticamente a barra libre? Porque lo que los Estados Unidos hacen es comprar una cierta dosis de neutralidad paquistaní ante las acciones aliadas en Afganistán. Y Pakistán vende porque teme que los Estados Unidos se echen en brazos de la India.
El juego de Pakistán es sutil: coopera y ayuda en la lucha contra Al Qaeda y el terrorismo internacional, pero no contra los talibán. Cuando los aliados descubrieron que el resurgimiento talibán en Afganistán venía impulsado desde territorio paquistaní, el Ejército se vio obligado a lanzar algunas operaciones contra reductos rebeldes en las áreas tribales (y no necesariamente contra los talibán), tan sangrientas como inefectivas.
El Ejército sigue alentando y promoviendo numerosas madrazas fundamentalistas, como viveros de futuros talibanes, para su empleo eventual en cualquiera de las causas geopolíticas que sostiene. Al margen de todo esto, y además, Musharraf demostró ser durante casi cinco años el garante de ese bien tan apreciado por los planificadores del Pentágono: la estabilidad política, que ayudó a un destacable desarrollo económico.
¿Qué se puede esperar, ahora que los jugadores han cambiado? Los vencedores llegan al poder con un alto grado de resentimiento contra los Estados Unidos por haber apoyado a Musharraf, a pesar de que ha sido Washington la fuerza que más tenazmente se ha mostrado favorable a las elecciones. Por esta razón, la alianza con los Estados Unidos podría debilitarse. Esta posibilidad hay que ponderarla con la orientación procivil y antifundamentalista de los ganadores, que conocen la importancia del apoyo norteamericano a la estabilidad de Pakistán.
A los Estados Unidos, por supuesto, les interesa debilitar el fundamentalismo; para eso estarían con el nuevo Gobierno. Pero puede que éste no pueda hacer tanto como quisiera contra esas fuerzas retrógradas y violentas, y mucho menos mover al Ejército a luchar contra los talibán del interior y del exterior.