Fueron varias y repetidas las matanzas de armenios en la atormentada historia del Caúcaso –sigue siéndolo–; también en Turquía. Pero la cumbre del terror tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial, de abril de 1915 a julio de 1916, en los territorios turcos del Imperio Otomano: entre 1,2 y 1,5 millones de muertos, sobre todo civiles, con los ya monstruosamente clásicos episodios de aldeas arrasadas, poblaciones desplazadas, multitud de paracuellos perpetrados en Anatolia, etc.
Entonces en Turquía gobernaba el Comité Unión y Progreso, un movimiento ultranacionalista y dictatorial surgido de la organización de los Jóvenes Turcos, que pretendían frenar la decadencia del Imperio Otomano. Habiéndose aliado con Alemania en esa guerra, el pretexto para la liquidación total de los armenios era que éstos podían aliarse con Rusia, que combatía contra Alemania, al menos hasta el golpe bolchevique de 1917.
Armenia estaba entonces, y sigue estando, dividida y sometida: territorio del Imperio Ruso, luego soviético, en sus fronteras actuales, pero con una parte importante de su población en el seno del Imperio Otomano, y ahora en Turquía –bueno, ahora, los escasos supervivientes del genocidio–. Los armenios, pues, forman parte de los pueblos de la diáspora, en total son unos seis o siete millones, de los cuales unos tres millones viven en Armenia, otro millón en USA, un millón y medio en Rusia (fuera de Armenia) y 400.000 en Francia.
Esta importante diáspora se debe, ante todo, al genocidio de 1915, que como es lógico produjo un exilio masivo, pero también a la pobreza del país: en una zona con tanto petróleo, Armenia no tiene. Y esa emigración económica fue incesante: hay armenios en casi todo el mundo. Pero las masacres repetidas, y sobre todo el genocidio de 1915-16, hicieron estallar las cifras, no sólo de muertos, también de refugiados.
Y ese era el objetivo de los Jóvenes Turcos: matar o expulsar a todos los armenios, y quedarse con sus tierras, sus casas, sus comercios, etcétera. Podría resultar curioso, pero no lo es, en estos tiempos de dimisión generalizada de Occidente, que apenas se aluda al aspecto religioso del genocidio armenio, porque los otomanos eran musulmanes y los armenios cristianos, "católicos disidentes", por así decir (no reconocen la autoridad del Papa y tienen su propio Católicos, por ejemplo). En este sentido, no es inútil recordar que en el periodo negro del genocidio el Gobierno, aún otomano o imperial, montó, en nombre de la solidaridad musulmana, "escuadrones de la muerte" kurdos, que participaron muy activamente en la masacre, y no sólo por motivos religiosos: también sacaron ventajas materiales.
Bien sabido es que Kemal Ataturk, tras su golpe de estado de 1921, intentó hacer de Turquía un país laico; y logró algunos resultados, empezando por la nueva Constitución, que poco tenía que ver con las leyes islámicas que regían el Imperio Otomano. Lo cual no le hizo cambiar de opinión sobre el genocidio armenio, no ya basándose en el islam, que recomienda la ejecución de los infieles, sino en un ultranacionalismo que afirma que Turquía, siendo buena, no puede cometer acciones criminales. Fue el mismo "negacionismo" que el de los Jóvenes Turcos, los principales culpables, o el del presidente Erdogán, hoy, que está reislamizado su país a marchas forzadas, con lo cual puede afirmarse que Turquía ya no es un Estado laico y sigue sin ser democrático, incluso si a los USA le interesa tener allí bases de la OTAN o Israel, rodeado de enemigos mortales, prefiere un enemigo a medias.
Entrando en el debate actual en torno a la entrada o no de Turquía en la UE, en el que se utiliza cínicamente el genocidio armenio para denunciarlo o negarlo, según los intereses, yo, que, como creo haber dejado claro, me siento "armenio de adopción" y no pongo un segundo en duda el genocidio, como no pongo en duda la Shoá ni, desgraciadamente, otros genocidios (Camboya, Ruanda, Sudán, etcétera), creo que el reconocimiento hipotético de dicho genocidio por parte de un futuro Gobierno turco sería, desde luego, un dato positivo, pero no suficiente para convertir a Turquía en un país democrático, y por lo tanto laico, en la óptica de los verdaderos valores occidentales: libertad, democracia, laicismo tolerante, etc.
Para discutir de la entrada o no de la Turquía en la UE primero hay que saber qué es la UE, qué Europa quieren los europeos. Y las cosas no están nada claras, o mejor dicho, reina el caos. Un caos relativamente apacible, pero congelado. El "embrujo turco" actual se merece dos comentarios: las reacciones violentas, ultranacionalistas, xenófobas ("los turcos tenemos la sangre pura, los franceses son bastardos", por ejemplo), en una palabra, islámicas, de Turquía ante cualquier exigencia extranjera para que reconozca su genocidio demuestran la intolerancia de la sociedad turca y de su Gobierno. El líder libio Gadafi llegó a afirmar que, cuando 50 millones de musulmanes residieran en Europa, Europa sería suya, sin necesidad de disparar el menor tiro. Pues eso es lo que pretende Erdogán.
Por otra parte, la propuesta de ley de los socialistas franceses que prevé penas de cárcel (¡!) para cualquier periodista, historiador, político o minusválido francés que niegue el genocidio armenio sólo se explica (teniendo en cuenta que Francia ya ha reconocido oficialmente dicho genocidio en el Parlamento, y Chirac, hace unos días, en Ereván) por la voluntad de los socialburócratas galos de prohibirlo todo, de condenar todo, salvo los crímenes del totalitarismo comunista.
Porque estamos francamente hasta la coronilla de que el peor genocidio de todos los tiempos, con más de 100 millones de víctimas, escape a toda censura, a toda ley, pueda ser negado tranquilamente o afirmado sin consecuencias; que goce de un estatuto de amnistía y desmemoria permanentes. ¡Basta ya! Por lo tanto, urge anular todas las leyes que "condenan" momentos de la Historia, que sólo sirven para endurecer la censura del totalitarismo light y exculpar al comunismo del vertido de la menor gota de sangre. ¡Basta ya!, repito.