Sin todo esto, las revoluciones no serían más que desazonadas turbulencias, como tantas que ha experimentado la historia venezolana.
El domingo 4 de diciembre, la Revolución Bolivariana murió. No son muchos los que se han percatado del hecho. Numerosos comentaristas se han detenido en la superficie, sin hurgar en el significado profundo del ensordecedor silencio de esas horas. Fue una muerte plagada de ironía, pues no hubo ruido sino abandono y desencanto, y las revoluciones normalmente hacen ruido.
A decir verdad, la revolución no existió excepto en los planos de la retórica y el sueño. Lo que falleció realmente fue un fervor, una emoción, una esperanza, un delirio colectivo tan excitante como fugaz. Y murió porque esa revolución jamás tuvo epopeya ni fue capaz de reconciliarse con el imperativo del terror. Una revolución "bonita" es una aspiración absurda, tan conmovedora y paradójica como un asesinato benevolente. Las revoluciones serias carecen de adjetivos. Su naturaleza exige la implacabilidad.
La "Bolivariana" no tuvo epopeya, y sus desmanes son en no poca medida el producto de las inseguridades de sus envilecidos dirigentes. Es imposible convertir la rendición de La Planicie, el 4 de febrero de 1992, o los crímenes de Puente Llaguno, o el retorno a Miraflores de Hugo Chávez, en abril de 2002 –después de haberse arrodillado para solicitar el perdón de un obispo–; es imposible, repito, dar carácter epopéyico a estos y otros episodios. Es también inconcebible imaginar como mitos revolucionarios a las principales figuras del régimen: el vicepresidente ejecutivo, el fiscal, el procurador, el presidente de la Asamblea, el Defensor del Pueblo y tantos otros, que parecen más bien marionetas de un roído teatro de títeres y que producirían compasión si su perfidia no fuese tan patente.
En cuanto al Jefe del Estado, el vínculo de amplios sectores con su imagen personal y política ha atravesado un ciclo que ha ido de la sorpresa a la expectativa, de la expectativa a la admiración, de la admiración a la duda, de la duda al miedo, del miedo a la rabia y de la rabia al desprecio. Esto último le diferencia de Fidel Castro. Hacia Castro es comprensible y común el odio, y puede menospreciársele moralmente, pero sería necio irrespetarle como actor histórico. Con Chávez la situación es distinta. Su vacía fanfarronería, su inagotable verborrea y su fatal exhibicionismo le dibujan ante la historia como un estéril comediante, prisionero de un histrionismo que suscita el desdén de sus críticos, la humillación de sus seguidores y la burla de los que de él se aprovechan impunemente en el extranjero.
Uno se pregunta si Chávez entiende las implicaciones de lo ocurrido, es decir, del sacrificio que ha hecho de la inmensa oleada de buena voluntad que acompañó su ascenso, y que se ha trastocado en el frío desapego puesto en evidencia recientemente.
La polémica entre participantes y abstencionistas luce ahora como relativamente intrascendente, pues es obvio que en los corazones de la mayoría de venezolanos la decisión había sido tomada tiempo atrás. No votar fue esta vez un fin en sí mismo, no un medio. Se buscó expresar el repudio con el silencio y manifestar el hartazgo que sigue a los ardores hechos cenizas por la desilusión.
La dirigencia de los partidos políticos procuró subirse a una locomotora que hacía rato había pasado frente a sus narices, sin que hubiesen siquiera atisbado su sombra. Ahora se avecina para Venezuela una etapa de definiciones. Una revolución sin epopeya hará intentos desesperados por construir alguna, y esos intentos, sumergidos bajo el torrente petrolero, marcharán al fracaso. De igual modo, una revolución que hiere pero no mata, con pocas excepciones, se verá tentada a hacerlo.
Para la oposición, el desafío se ha simplificado. No resta sino luchar por elecciones limpias y libres, y aguardar las reacciones de un adversario que buscará reconciliar sus sueños con una realidad impermeable al mensaje socialista. El régimen va quedándose sin opciones.
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