De Mujica, su correligionario Ernesto Agazzi, que lo sustituyó en aquella caretra, ha dicho lo siguiente:
Creo que sería un mal presidente (...) Mujica es un compañero irredento, está contra la formalidad permanentemente (...) Yo creo que Mujica puede ayudar a ganar las elecciones, pero no creo que sea su especialidad, ni su formación, la de dirigir la gestión del Estado (...) Así como es absolutamente anarquista, contrario a las fórmulas preconcebidas, también construye alternativas que nadie vio.
Ese retrato de Mujica, compartido por muchos uruguayos, aunque tal vez no por la mayoría, es muy preocupante. ¿Cómo y por qué una sociedad razonable y madura elige a una persona con esos rasgos para gobernar el país? ¿Qué les ocurre a los uruguayos? Lo grave de Mujica no es su pasado tenebroso –por el que estuvo preso varios años durante la época de la dictadura–, sino el hecho de que no tiene condiciones para dirigir una república democrática moderna basada en el imperio de la ley, la división y equilibrio de poderes, la economía de mercado y la existencia de un aparato productivo controlado por la sociedad civil.
Esa es una maquinaria muy delicada. Si funciona bien, se llama Suiza. Si funciona mal, se llama Venezuela. Quien gobierne un país que quiere parecerse a Suiza y no a Venezuela tiene que entender que el Estado de Derecho republicano fue concebido para limitar la autoridad de los políticos y proteger las libertades individuales, lo que exige un apego absoluto a la formalidad, es decir, a la letra de la ley, no sólo a su espíritu. Mientras en el ámbito de la sociedad civil las personas pueden hacer todo aquello que la ley no prohíbe, en el espacio público sólo se puede hacer lo que expresamente la ley autoriza u ordena. En las repúblicas el poder es para obedecer al pueblo, no para mandarlo.
Mujica es un revolucionario. Alguien que, a regañadientes, ha tenido que someterse a las reglas del modelo republicano porque su bando perdió la Guerra Fría. Simpatiza con la dictadura de Fidel Castro. Es amigo de Hugo Chávez. Nunca ha podido descolgar el póster del Che Guevara. Detesta las formalidades y los reglamentos: le parecen camisas de fuerza burguesas. Su ideal no está en el Código Civil, que le resulta muy aburrido, sino en las tonterías que escribe su compatriota Eduardo Galeano. Eso es muy grave. Así no se puede contribuir al bienestar y el desarrollo de una sociedad. Si no se entiende que la prosperidad material y la estabilidad social dependen, fundamentalmente, de la calidad de las instituciones de derecho, todo es inútil.
Mujica tampoco sabe cómo se crea o se malgasta la riqueza. Su generación –al menos el enorme segmento radical al que pertenecía– creció creyendo que la pobreza y el atraso latinoamericanos eran la consecuencia de la codicia de los depredadores imperialistas y de sus cómplices y lacayos nacionales, y nunca tuvo tiempo ni sosiego para rectificar ese colosal error intelectual, afincado en las supersticiones marxistas, disparate que llevó a los más temerarios a secuestrar y matar adversarios ideológicos. ¿Qué otra cosa se podía hacer con unos crueles vampiros dedicados a succionar la sangre de las venas abiertas latinoamericanas?
Eso coloca sobre el tapete dos incógnitas: 1) lo menos que se puede esperar de un candidato a gobernar es que entienda y aprecie el sistema que deberá dirigir, para que se dedique a protegerlo y perfeccionarlo: ¿es ése el caso de Mujica?; 2) ¿por qué los electores son capaces de seleccionar a un candidato que no cree en la esencia del republicanismo ni en el mercado para dirigir una república capitalista? Nadie lo entiende.
Esa es una maquinaria muy delicada. Si funciona bien, se llama Suiza. Si funciona mal, se llama Venezuela. Quien gobierne un país que quiere parecerse a Suiza y no a Venezuela tiene que entender que el Estado de Derecho republicano fue concebido para limitar la autoridad de los políticos y proteger las libertades individuales, lo que exige un apego absoluto a la formalidad, es decir, a la letra de la ley, no sólo a su espíritu. Mientras en el ámbito de la sociedad civil las personas pueden hacer todo aquello que la ley no prohíbe, en el espacio público sólo se puede hacer lo que expresamente la ley autoriza u ordena. En las repúblicas el poder es para obedecer al pueblo, no para mandarlo.
Mujica es un revolucionario. Alguien que, a regañadientes, ha tenido que someterse a las reglas del modelo republicano porque su bando perdió la Guerra Fría. Simpatiza con la dictadura de Fidel Castro. Es amigo de Hugo Chávez. Nunca ha podido descolgar el póster del Che Guevara. Detesta las formalidades y los reglamentos: le parecen camisas de fuerza burguesas. Su ideal no está en el Código Civil, que le resulta muy aburrido, sino en las tonterías que escribe su compatriota Eduardo Galeano. Eso es muy grave. Así no se puede contribuir al bienestar y el desarrollo de una sociedad. Si no se entiende que la prosperidad material y la estabilidad social dependen, fundamentalmente, de la calidad de las instituciones de derecho, todo es inútil.
Mujica tampoco sabe cómo se crea o se malgasta la riqueza. Su generación –al menos el enorme segmento radical al que pertenecía– creció creyendo que la pobreza y el atraso latinoamericanos eran la consecuencia de la codicia de los depredadores imperialistas y de sus cómplices y lacayos nacionales, y nunca tuvo tiempo ni sosiego para rectificar ese colosal error intelectual, afincado en las supersticiones marxistas, disparate que llevó a los más temerarios a secuestrar y matar adversarios ideológicos. ¿Qué otra cosa se podía hacer con unos crueles vampiros dedicados a succionar la sangre de las venas abiertas latinoamericanas?
Eso coloca sobre el tapete dos incógnitas: 1) lo menos que se puede esperar de un candidato a gobernar es que entienda y aprecie el sistema que deberá dirigir, para que se dedique a protegerlo y perfeccionarlo: ¿es ése el caso de Mujica?; 2) ¿por qué los electores son capaces de seleccionar a un candidato que no cree en la esencia del republicanismo ni en el mercado para dirigir una república capitalista? Nadie lo entiende.