Como es sabido, Moussaoui fue detenido por el FBI el 16 de agosto de 2001 y encausado por delitos de inmigración. La legislación entonces vigente, rectificada luego por la Patriot Act, impidió una investigación más profunda y el detenido, por su parte, no comunicó nada a las autoridades acerca del plan de ataque. Como se sabe también, todo esto ha dado pie a numerosas versiones conspirativas de aquellos hechos trágicos, versiones que han circulado con gran éxito. Según se dice, son una prueba del escaso interés de las autoridades de Estados Unidos por detener la trama que condujo al 11-S.
Durante el juicio, Moussaoui se mostró arrogante. Podía hacerlo, y lo sabía, porque además de a él, lo que se estaba juzgando era el sistema judicial norteamericano. Lo que para muchos medios de comunicación y una parte de la opinión ha estado en juego en estos meses de juicio era también –quizá sobre todo– la capacidad del sistema judicial norteamericano para juzgar con imparcialidad a un hombre involucrado en el mayor crimen de la historia de Estados Unidos y, más en general, los actos terroristas.
Sabiendo cómo se las gastan los progresistas con respecto a Estados Unidos, el sistema judicial norteamericano siempre tenía las de perder. Si el jurado condenaba a muerte al cómplice de los asesinos del 11-S, Moussaoui salía convertido en mártir, papel que pareció querer asumir cuando cambió de posición y se declaró culpable de colaborar con Al Qaeda. Si no se le condenaba a muerte, Estados Unidos salía, en cierto modo, vencido.
Moussaoui es un hombre sumamente primitivo, pero entiende bien este juego. Lo demostró al exclamar, nada más conocer la decisión del jurado: "Estados Unidos, ¡has perdido!". La sentencia se ha acogido igual en bastantes sectores de la opinión pública en países musulmanes.
Es verdad que Moussaoui tendrá toda la vida para rumiar esta afirmación en su calabozo de una cárcel de Colorado. Por su parte, las personas de buena fe que hayan creído que el caso planteaba de verdad un desafío a la justicia norteamericana tendrán ahora la ocasión de reconocer que el sistema judicial estadounidense es capaz de imparcialidad e incluso de algunos matices, como reconocer la diferencia entre un delito de conspiración –por el que ha sido condenado finalmente Moussaoui– y la autoría de un crimen.
También es verdad que ese prejuicio que llevó a desvirtuar la naturaleza misma del juicio a Moussaoui puede ser considerado como determinante en la sentencia. En otras palabras: ¿hasta qué punto el jurado no ha actuado movido por la necesidad de demostrarse a sí mismo que no le movía el afán de venganza?
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La pena de muerte fue restablecida por sentencia del Supremo en 1976, después de haber sido prohibida por el mismo tribunal en 1972. Desde entonces, cada estado decide si la aplica. Son 38 los que hoy la practican. En cambio, las sentencias de muerte dictadas por el Gobierno federal han sido muy escasas.
La cuestión de la pena de muerte no ha dejado de pesar sobre la vida política norteamericana, por el masivo apoyo popular que tradicionalmente ha tenido. La mayor parte de los republicanos fueron partidarios de su reinstauración, y el Partido Demócrata, en su conjunto, no ha querido oponerse a una preferencia tan clara.
Algunos eminentes demócratas fueron derrotados por su posición contraria a la pena de muerte. Así le ocurrió a Mario Cuomo en las elecciones a gobernador de Nueva York en 1994 y a Michael Dukakis en las presidenciales de 1988, cuando no supo contestar con convicción a un periodista que le preguntó si tenía en cuenta la pena de muerte para castigar al posible violador y asesino de su hija.
George W. Bush confirmó numerosas penas de muerte (exactamente 152) mientras fue gobernador de Texas, el estado que más ha aplicado: 355 entre 1976 y finales de 2005, el tercio de todas las practicadas en Estados Unidos. Pero fue durante los dos mandatos de Clinton cuando la pena de muerte creció casi cinco veces, y el número de estados que la aplicaban pasó de 13 a 32.
Dada su popularidad, la pena de muerte se ha convertido en un instrumento en manos de los políticos. Su aplicación aumenta en un 25% los años en que hay elecciones a gobernador; incluso se está volviendo a formas semipúblicas de ejecución, con asistencia de los allegados de las víctimas, en número tal que requieren la transmisión de los hechos, aunque sea por circuito cerrado de televisión.
Como buen progresista, John Kerry se oponía a la pena de muerte salvo para los terroristas, lo que no deja de resultar de resultar irónico de aplicarse al caso Moussaoui. Perdió las elecciones, pero esta sentencia insinúa que la posición de Kerry no estaba tan alejada de la opinión pública como lo pareció en su momento.
Hay varios datos que permiten entrever que la tendencia ha ido cambiando en los últimos años. En 2000 el gobernador de Illinois dictó una moratoria de las ejecuciones en vista de que las pruebas de ADN mostraban la existencia de errores en la atribución de culpabilidad. Algunas iglesias, como la Presbiteriana, han vuelto a aclarar su posición en contra (aunque otras, como la Baptista del Sur, han reafirmado su posición a favor). En varios estados se han prohibido las ejecuciones de los delincuentes retrasados mentales. En 2002 el gobernador de Maryland dictó una moratoria sobre todas las ejecuciones. El gobernador de Utah prohibió en 2004 las ejecuciones por fusilamiento (aunque se respetaría la elección de los condenados que hubieran escogido esta posibilidad, frente a otras más comunes, como la inyección letal). Incluso en Texas, la pena de muerte recibía en 2002 el apoyo de un 69,1% de la opinión pública, frente al 86% de 1994.
Entre las causas de esta variación están la insistente y firme oposición de la Iglesia Católica, la caída de la criminalidad en los últimos diez años, la convicción de que el factor racial parece determinante a la hora de dictar sentencias de muerte, así como las pruebas de ADN, que han demostrado la inocencia de más de 100 personas condenadas a muerte en los últimos años.
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Ya se verá si la tendencia se confirma, aunque parece verosímil que ocurra así. A la propia opinión pública norteamericana parece haber empezado a pesarle la excepcionalidad de Estados Unidos en este asunto, siendo como es uno de los muy pocos países avanzados que siguen aplicando la pena de muerte.
Por el momento, los críticos con la sentencia del caso Moussaoui, partidarios de que se le hubiera aplicado la pena de muerte, han vuelto a sacar los argumentos con que tradicionalmente se justifica su aplicación en Estados Unidos: retribución por el crimen cometido –de haber contado lo que sabía, Moussaoui pudo evitar el 11S–, disuasión, prevención de futuros crímenes cometidos por los mismos criminales, simple justicia con respeto a los allegados de las víctimas.
En el fondo, la aplicación de la pena de muerte se deriva, para ellos, de la creencia en valores morales absolutos. El mal existe, en algunos casos es imposible de redimir y la única forma de luchar con él es acabar con quien lo encarna. Es una actitud característica, con una larga tradición moral en Estados Unidos. Para algunos de quienes creen en ella, el desenlace del caso Moussaoui viene a indicar hasta qué punto están en peligro, otra vez, las bases morales de la vida norteamericana.