La hija del generalísimo cubano, lleno de medallas ganadas no se sabe dónde, al parecer se reunió con su papaíto y le expuso una oportunidad halagadora para mostrar al mundo la supuesta libertad de expresión y elección de los homosexuales en Cuba, una forma casi segura para convencer a la Unión Europea de que realmente hay cambios en la Isla. Esa marcha intempestiva constituyó a todas luces un intento de desviar la atención mundial del asesinato más reciente de la tiranía, el del disidente Juan Wilfredo Soto García –en el parque Vidal de Santa Clara–, víctima de una paliza policial. Como ya ha sucedido en otros casos, su familia ha sido coaccionada y aterrorizada por los agentes del castrismo para declarar a favor de la inocencia de la tiranía. Pero eso no es todo.
Lo más triste y doloroso de todo esto es la indolencia y la apatía de los homosexuales cubanos—al menos de los que han secundado esta manifestación–, que han olvidado con ligereza las décadas de hostigamiento, humillación y discriminación a que tantos y tantos fueron sometidos por la tiranía. Porque si ha habido un grupo social vejado hasta la saciedad en Cuba, ése ha sido el de los homosexuales: en los centros de estudio, en el puesto de trabajo, en las expresiones artísticas; en su total modo de vida. La homofobia ha sido aplicada por los castristas con una constante, devastadora y despiadada fuerza, que ha dejado huellas imborrables en la nación. Esa marcha constituye una burla contra las víctimas.
Desde hace algunos años, la Dra. Mariela Castro parece ocuparse con gran tesón de la defensa de los homosexuales. Pero, ¡atención!, haciendo ver siempre que el maltrato a este grupo social no proviene de la ideología o de la política de la revolución, sino de sentimientos homofóbicos propios de un machismo arraigado en el pueblo cubano. Ese ente metafísico que designan como revolución a nadie odia, a nadie discrimina, a nadie reprime. Todo eso es supuesta obra de funcionarios mediocres, imbuidos de rasgos indeseables insertos en el pueblo. Y la revolución se apresura a enmendar los errores ajenos mostrando de paso el apoyo de los homosexuales, que exhiben en demostraciones callejeras y a ritmo de salsa su felicidad por vivir bajo una funesta dictadura. Escenario de cartón que provocaría risa o indiferencia si no hubiera de por medio montones de victimas que, a causa de sus inclinaciones sexuales –muchas veces mantenidas en la sombra hasta que la revolución las sacó a la luz para destruirlas–, fueron estigmatizadas, segregadas de la sociedad, empujadas al suicidio o a la autodestrucción. Que no lograron escapar o, si lo consiguieron, fueron incapaces de sobreponerse al dolor de lo vivido.
Que no se trate de borrar con una manifestación o con expresiones de falsa tolerancia lo que han aplicado los castristas durante décadas interminables de opresión y oprobio; que no se calle la verdad con imágenes que evocan al buen salvaje tropical, con alguna complaciente entrevista televisiva o con oportunos escritos en los periódicos y revistas internacionales. Que se haga patente, manifiesta y constante la verdad del trato dado en la Cuba de Castro a este grupo social tan marginado.
Harto conocidas son las comunas de trabajo chinas, en las que se procuraba reeducar mediante trabajos forzados a los disidentes y a los homosexuales, cuando no se les ejecutaba sin más. Otro tanto sucedía en Corea, en el Gulag soviético y en sus homólogos de Europa del Este, con diferentes matices. Resulta inevitable recordar el lema inscrito en las rejas del campo de exterminio de Auschwitz: Arbeit macht Frei, el trabajo hace libre. Es uno de los fenómenos que homologan el nazismo y el comunismo: el exterminio o al menos la tortura sin límites mediante un régimen de trabajo despiadado; el acoso constante en el trabajo, en las calles, a veces en el propio hogar. Es oportuno recordar que también para los nazis los homosexuales constituían un grupo detestable, que debía ser erradicado. Unos y otros iban en pos del hombre superior; el hombre nuevo de los comunistas estaría libre de todo vicio y de todo lastre ideológico burgués. Es casi ocioso decir que también entre los arios puros y en las cúpulas comunistas encargadas de formar al susodicho hombre nuevo había homosexuales, si bien les resultaba muy peligroso mencionar su condición. En Cuba podemos, por ejemplo, mencionar los casos de Alfredo Guevara, director del Instituto de Cine, y la profesora universitaria Mirta Aguirre.
Fidel Castro no se refirió explícitamente a los homosexuales en sus conocidas "Palabras a los intelectuales" (1961). Tampoco la homosexualidad es un fenómeno circunscrito a los círculos intelectuales, podrá argüirse. Pero el hecho de que cierto número de reconocidos intelectuales y figuras de la cultura lo fuesen hizo que la famosa frase "Con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada" constituyera una advertencia para unos y otros de que no se toleraría nada que se apartase de la línea trazada por "la Revolución", es decir, por el propio Castro.
En Cuba, la primera fase del proyecto de limpieza social a favor de "la Revolución" se desarrolló en las universidades, los planteles de enseñanza media y en ciertos puestos de trabajo que las organizaciones políticas instaban, por orden del jefe supremo, a reservarlos a los revolucionarios, entre los que no se podían contar de ningún modo los que hoy se llaman gays. Pero la primera etapa de represión explícita contra los homosexuales y otros elementos indeseables tuvo por marco las tristemente célebres UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), que funcionaron entre 1965 y 1968.
Se trataba de campamentos de trabajos forzados en los que se internaba a jóvenes de características muy diversas, previamente arrestados –en su mayoría– sin que hubieran cometido delito alguno ni mediara la preceptiva orden judicial: desafectos al régimen, seminaristas o activistas católicos (el cardenal Jaime Ortega Alamino fue uno de ellos), adventistas del Séptimo Día y miembros de otras iglesias cuyas creencias les impedían realizar el servicio militar; gente acusada de mala conducta durante sus prácticas militares o considerados homosexuales por sus jefes y vecinos... Hubo casos en los que el afectado no tenía la menor idea de por qué se le había recluido. Pablo Milanés fue otro de los encuadrados en las UMAP.
En las UMAP no estaban todos los enemistados con la metafísica Revolución, ni todos los seminaristas o adventistas, ni todos los castigados por faltas durante el servicio militar ni todos los homosexuales. ¿Por qué unos sí y otros no? Nunca llegó a saberse, salvo en casos puntuales. Quizás todo fue fruto de la desorganización y la inconsecuencia habituales en el país bajo la dictadura, o de enemistades y rencores de dirigentes políticos de cualquier nivel, o del afán de los espías y delatores de cada barrio por mostrar su celo revolucionario. El caso es que en las UMAP se adquirieron graves enfermedades físicas y mentales, se frustraron muchas vidas. Otros lograron sobreponerse a las tristes secuelas y siguieron adelante como mejor pudieron.
Testimonios sobre esta trágica etapa se recogen en el excelente documental de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal titulado Conducta impropia. Se destaca el del difunto escritor Reinaldo Arenas, cuya vida en Cuba resume la persecución contra los homosexuales y cuya vida en el exilio muestra el hostigamiento que contra los prófugos del paraíso –sobre todo intelectuales– realizaban y realizan aún los defensores extranjeros del régimen cubano. Enfermo de sida, Arenas acabó suicidándose, igual que el también escritor Calvert Casey, de origen norteamericano. Fueron muchos, todos conducidos a la desesperanza por el extremo sufrimiento, los incapaces de reconstruir y disfrutar plenamente sus vidas en libertad. No es nuevo el fenómeno: recordemos a Primo Levy, sobreviviente de los campos de exterminio nazis, que también se acabó matando.
Protestas internacionales consiguieron que se desmantelaran las UMAP ignominiosas, propias de la imaginación de un Adolf Eichmann. Hoy, el régimen, a través de su portavoz no oficial, Mariela Castro, culpa de todo a "funcionarios machistas". ¿Cuáles? ¿Qué se supone que pasó con ellos cuando se descubrieron los crímenes?
Fidel Castro terminó reconociendo su responsabilidad en esas francas violaciones de los derechos humanos más elementales de este grupo humano. Las publicaciones que divulgaron sus palabras a menudo quisieron presentarlo como una persona honesta que reconocía sinceramente sus errores. Como si esos errores no hubieran costado vidas. ¿Devolverán a alguien las autocríticas del dictador el equilibrio y la dignidad pisoteados, o incluso la vida?
El año 1979 no marcó, frente a lo que divulgó entonces la CNN, la despenalización de la homosexualidad en Cuba. En 1980 se produjo una salida masiva de cubanos por el Puerto de Mariel, organizada después de que un grupo de personas desesperadas ocupara los jardines de la embajada peruana en La Habana. Para poder marcharse era necesario presentarse en una comisaría y solicitar la apertura de un expediente policial en el que figurasen qué delitos o actos antisociales cometía el interesado. Uno de ellos era la homosexualidad.
Turbas organizadas por el Ministerio del Interior llevaban a cabo agresiones de todo tipo contra quienes pretendían marcharse de Cuba por esa vía. Una de sus consignas –mientras atacaban a los desafectos al régimen– era: "¡Que se vayan los flojos, que se vayan los homosexuales y los que viven de nuestro sudor!".
Poco a poco las reiteradas denuncias y, sobre todo, la caída del comunismo en los países de Europa Oriental forzaron a la dictadura a ocuparse de asuntos más importantes que las preferencias sexuales de las personas. Había que sobrevivir, porque ya no tenía asegurado el sustento. Entonces buscó distintas vías para lavar su imagen, para presentarse como defensora de los derechos humanos. Las persecuciones contra los intelectuales se convirtieron en falsa tolerancia, siempre que no se pronunciaran políticamente dentro de Cuba, y a los creyentes se les permitió el ingreso en las universidades y el desempeño de ciertos trabajos.
Mariela Castro tiene una dura tarea: limpiar el honor manchado de sangre y de llanto de un proceso destructor. No hay que olvidar sino transmitir estas verdades a las nuevas generaciones y a quienes, por vivir en otros países, desconocen estos hechos o reciben una imagen falsa sobre la Cuba de los Castro. Esperemos que los culpables de estos y otros desmanes respondan algún día ante los tribunales y ante sus victimas, si el tiempo y la ley natural lo permiten. En cualquier caso, lo harán ante la historia y las personas de bien del mundo entero.