El primero lo publicó Clarín el día 4, y lo firma Madeleine Albright, ex secretaria de Estado entre los años 1997 y 2001, durante la presidencia de Clinton. Se titula 'Bush nos lleva por mal camino'. El otro está firmado por el escritor israelí Amos Oz, un habitual comentarista sobre la realidad de su país, y lo publicó el diario La Nación el día 5. La lectura sucesiva de los dos artículos me llevó a reflexionar acerca de cómo las personas razonables, en busca de la paz, pueden producir pensamientos que, al menos desde mi punto de vista, llegan a generar aún más desasosiego.
Las responsabilidades de ambos autores son bien distintas: Amos Oz es un escritor y nunca ha detentado posiciones de poder político. Por el contrario: luchó como soldado raso en defensa de la existencia de su país en el año 67. Madame Albright, en cambio, fue, como ya especificamos, la secretaria de Estado del país más poderoso de la Tierra. En lo que hace al conflicto palestino-israelí, su secretariado es uno de los fracasos más completos que puedan recordarse. No sólo no se avanzó un ápice en el camino hacia la paz, ni durante el Gobierno de Benjamín Netanyahu ni en el siguiente, de Ehud Barak, sino que bajo su égida se intentó firmar el malhadado acuerdo de Camp David II, donde Israel hizo la oferta más generosa de toda su historia y los palestinos respondieron con la peor ola de violencia terrorista que haya conocido el Estado hebreo desde su creación, y específicamente desde el pacto de Oslo.
La hostilidad de Albright y Clinton contra el por entonces premier Netanyahu –la primera magistratura con menos atentados islámicos entre Oslo y el primer período de Sharon– no fue un dato menor en el ensoberbecimiento de Arafat y sus secuaces; ensoberbecimiento que luego daría sus peores sangrientos resultados durante los períodos de Barak y Sharon.
Tal vez el detalle más recordable de Albright en sus gestiones respecto a Medio Oriente haya sido aquella noche en París en que Arafat quiso retirarse a toda velocidad en un auto y Albright ordenó bajar el portón metálico de la embajada norteamericana para impedírselo. Aunque ella lo cuenta en su autobiografía con un orgullo y un gracejo digno de mejores sucesos, lo cierto es que no podemos consentir en que se trate de un gran triunfo diplomático.
Tampoco podemos decir que la señora Albright haya dejado a América una herencia de paz y seguridad: no habían pasado 10 de meses de su retiro cuando Al Qaeda voló las Torres Gemelas. Pero si bien sus resonantes fracasos podrían matizarse con aciertos que le desconozco –no estoy interiorizado en su trabajo en los Balcanes, por ejemplo–, sí podemos aseverar que no es la mejor consejera para asuntos de Medio Oriente.
A lo largo de su diatriba anti Bush, Albright critica al presidente norteamericano haber dividido el mundo entre el bien y el mal y basar su política en esa "ficción". Pues bien, uno puede discutir si las visiones maniqueas son siempre erradas; pero me parece mucho más difícil negar incondicionalmente y en todos los casos su efectividad. Cuando Churchill y Eisenhower combatían a los nazis, la lucha se planteaba entre el Bien y el Mal; y mal no les fue. Cuando más tarde Churchill lanzó su discurso contra el Telón de Acero, otra vez el maniqueísmo vino a esclarecer a Occidente. Y, finalmente, es innegable que el presidente Reagan resultó duraderamente exitoso con un discurso antisoviético mucho más maniqueo que el que hoy utiliza Bush contra enemigos mucho peores.
Pero aun en las bases mismas del desprecio de Albright por los discursos de Bush hay un importante componente de hipocresía: recuerdo perfectamente cuando Clinton envió los soldados americanos a bombardear Irak en 1998 y pidió a Dios, por televisión, que protegiera a América y sus acciones. No creo que esa aparición haya sido más, ni menos, maniquea o religiosa que la de Bush. ¿O acaso la guerra contra Milosevic no fue planteada en función de combatir al Mal? ¿Hubo acaso reivindicación de intereses americanos territoriales, o de fuentes energéticas, en aquella guerra de los Balcanes?
Aun como neófito, me siento con derecho a aseverar que la guerra de Albright en los Balcanes fue motorizada mucho más por motivaciones maniqueas que la incursión de Bush en Irak a posteriori de la masacre de las Torres Gemelas. Es innegable que Bush actuó en defensa de su propio país atacado, mientras que Clinton lo hizo en defensa de los civiles indefensos de Serbia y Sarajevo. Ambas incursiones me parecen justificadas, pero no es precisamente a Bush a quien se lo puede descartar con el argumento del "maniqueísmo".
La señora Albright continúa su artículo criticando a Bush por lo siguiente:
"Desde hace años, el presidente actúa como si Al Qaeda, los seguidores de Saddam Hussein y los mullahs iraníes fueran parte del mismo problema. Sin embargo, en la década de 1980, el Irak de Hussein e Irán libraron una guerra brutal. En los 90, los aliados de Al Qaeda asesinaron a un grupo de diplomáticos iraníes".
Ya he argumentado y documentado en mi nota 'El consenso de la muerte' cómo, efectivamente, aunque los terroristas y déspotas se maten entre sí, esto no les impide unificarse contra la democracia. El común denominador es matar. Suponer que, porque Al Qaeda alguna vez mató iraníes, o que porque Irán e Irak se mataron por cifras millonarias a lo largo de diez años, no pueden todos ellos unirse contra EEUU, contra Israel y contra las democracias en general, es de una ingenuidad más brutal que cualquier maniqueísmo. ¿Acaso no aceptó Ben Laden alguna vez la ayuda norteamericana? ¿Aventó esto su posterior furia asesina contra ese mismo país?
La señora Albright acusa a Bush de desconocer las complejidades del Medio Oriente. Pero plantea el problema con la sencillez de un tratado de buenas costumbres: ¿cómo pueden ser aliados, si hasta ayer se mataban?, nos dice. La sola pregunta, en Medio Oriente, descalifica a su formulador. Y revela un desconocimiento histórico. Nunca, en toda la historia de esta torturada región, han existido peores opresores de los árabes que los propios árabes. Las peores guerras desatadas no han sido entre los árabes y los israelíes, sino entre los árabes y los árabes, o los árabes y los persas.
La señora Albright, casi sin referirse a la amenaza nuclear de Irán, invita a Estados Unidos a dialogar con este país; como si la falta de diálogo fuera culpa de Norteamérica. Hasta donde sabemos, no fueron los norteamericanos quienes tomaron de rehenes a ciudadanos iraníes como inauguración de un nuevo período gubernamental, sino el ayatolá Jomeini, quien capturó a civiles americanos en Irán y, violando todas las reglas de la civilización, chantajeó a la democracia más importante del mundo con las vidas de un puñado de personas indefensas.
La señora Albright suelta una formulación equívoca cuando propone:
"También es de sentido común suponer que Irán estará menos dispuesto a colaborar con Irak y a hacer concesiones en temas nucleares si se lo amenaza con la destrucción".
En primer lugar, tomando la segunda parte de la frase, hay que decir que nadie ha propuesto la destrucción de Irán. Por el contrario, Irán ha propuesto, de buenas a primeras, y sin que mediaran provocaciones en sentido contrario, la destrucción del Estado de Israel. Como consecuencia de esta amenaza genocida, ni EEUU ni Israel han amenazado con la destrucción de Irán: se han limitado a sugerir la posibilidad de aventar la destrucción atómica de Israel por medio de eliminar quirúrgicamente las instalaciones nucleares iraníes, como se hizo en 1980, afortunadamente, con la amenaza del Osirak de Sadam Husein.
Por último, Albright lanza una profecía cuyas fuentes son tal vez el secreto mejor guardado de esta ex secretaria de Estado:
"En cuanto al colérico y antisemita presidente de Irán, será devorado por los rivales internos si no lo apuntalan inadvertidamente los enemigos externos".
¿Ah, sí? ¿ Podemos quedarnos tranquilos, de brazos cruzados, ya que madame Albright conoce a una oposición iraní, democrática y pacifista, que raudamente tomará el poder? Es probable, como confesó recientemente Condoleezza Rice, que la Administración Bush haya cometido variados errores estratégicos en Irak; pero la profecía de Albright es peor que un error: es un sinsentido completo. Me gustaría conocer un ejemplo, uno solo, en que algún grupo opositor del Medio Oriente haya derribado espontáneamente a un Gobierno y su recorrido posterior haya sido más libertades públicas y más paz en la región. Los golpistas triunfadores en el Medio Oriente murieron todos en el poder o permanecen vivos en él; sus nombres son, entre otros, Naser, Gadafi, Asad… Todos trajeron más guerra y más represión. Sólo Husein fue desplazado del poder sin previa muerte: porque lo desplazaron los americanos.
Pero Madelaine Albrigth nos sugiere que con el actual presidente de Irán las cosas serán distintas: nadie debe decirle ni una palabra hostil. Debemos dejar que siga amenazando a Occidente con armas nucleares y sonreír. Por medio de esta inteligente estrategia, seguramente será derribado por un Greenpeace iraní en los próximos meses. Otra vez: los razonables sueños de Albright producen monstruos teóricos.
Amos Oz es algo más realista. Pero, de todos modos, un pacifista decidido a que la realidad no interponga ningún dato que refute sus argumentos. Luego de reconocer, con cauto realismo, que el triunfo electoral de Hamas es un golpe decisorio contra la izquierda pacifista israelí, ya que Hamas propone la destrucción del Estado judío y esto lo descarta como interlocutor, sugiere:
"El nuevo gobierno israelí, ¿podrá hacer algo por la paz, en tanto Hamas la rechace de plano? Aparentemente, sí. Podría llevar la cuestión a una instancia superior, por decirlo así. Cuando no podemos resolver un conflicto vecinal con el mocoso pendenciero de la cuadra, todavía nos queda el recurso de hablar con sus padres o su hermano mayor. En nuestro caso, 'la familia del matoncito' es la Liga Árabe, que en 2000 aceptó una propuesta de paz de gran alcance para Medio Oriente. El plan consiste en el retiro de Israel de los territorios ocupados en 1967 y el arreglo de una solución para los refugiados palestinos de 1948, a cambio de un amplio acuerdo de paz entre Israel y todos los Estados miembros de la Liga Árabe".
A continuación, Oz sugiere que a Egipto y a Arabia Saudita les interesa tanto como a Israel aventar el peligro fundamentalista y, consecuentemente, terminar con el conflicto israelo-palestino. De modo que, tratando con estos dos países, la paz estará al alcance de la mano. Es aquí cuando, nuevamente, el anhelo biempensante triunfa sobre el pensar bien. ¿Alguien en su sano juicio cree realmente que Egipto y Arabia Saudí tienen tanto interés como los israelíes en resolver el conflicto, aunque más no sea por una cuestión de intereses?
La falsedad de esta propuesta resulta tan evidente que hasta da pereza contestarla. Si fuera por sus intereses, hace ya tiempo que Egipto hubiera aceptado una relación normal, económica y culturalmente, con Israel. La fría verdad es que, salvo por la siempre bendita falta de guerra, le huyen a la relación con los judíos como si se tratara de apestados. Ni los escritores, ni los científicos ni los banqueros egipcios han invitado nunca, ni a sí mismos ni a sus colegas, a entablar relaciones con los israelíes. Lo contrario es cierto: los boicots contra Israel se multiplican diaria, semanal, mensual y anualmente desde la firma del tratado de paz, en 1977. El antisemitismo en el argumento garantiza el éxito de series televisivas, películas y canciones egipcias. En los últimos diez años ha habido desde series de televisión que refundan el mito del protocolo de los Sabios de Sión hasta hits musicales contra Israel y los judíos.
Cuando, en el candor de Oslo, Simón Peres aprovechó para sugerir un Mercado Común del Medio Oriente, la respuesta de los funcionarios egipcios fue que los judíos, como siempre, querían dominar el mundo. De Arabia Saudí no podemos señalar contradicciones: no reconoce la existencia de Israel y ha subvencionado a Hamas a lo largo de toda su historia. Su alianza con Norteamérica no reduce su enemistad con el Estado judío.
En fin, fue el propio Amos Oz quien alguna vez, en uno de sus libros, me dejó conocer una frase del primer ministro israelí Leví Eshkol (primer ministro durante la Guerra de los Seis Días, nada menos) que aún me acompaña: "Lo único peor que la violencia es someterse a ella".
Deseo la paz con tanta devoción como el que más. La guerra me repugna, y la sola idea de marchar a un campo de batalla me provoca pánico. Siempre gasto mi primer deseo, en cualquier celebración, pidiendo paz en el mundo. Pero inventar la paz en nuestra imaginación no es acercarla en la realidad. Desestimar a enemigos feroces no los vuelve menos feroces. Fue el propio Simón Peres quien, recientemente, luego de triunfar en un partido político aparentemente más atinado que el Laborismo de los últimos años, expresó, respecto a Ahmadineyad, el vocinglero presidente iraní: "Va a terminar como Sadam Husein".
Ojalá las palabras de Peres se hagan ciertas antes de que Occidente vuelva a sufrir el ataque brutal de los adoradores de la muerte. A Sadam Husein no lo puso en su sitio la Providencia ni un viento fuerte. Fue una alianza de países civilizados y democráticos que prolongaron la longevidad de la sociedad abierta.
Termino de escribir estas líneas mientras me entero de que un nuevo atentado se ha cobrado las vidas de más de siete judíos en Tel Aviv. No es imaginación de Bush ni de Sharon. Existe un enemigo, y su propósito es nuestra destrucción.
Marcelo Birmajer, escritor argentino; coautor de En defensa de Israel.