Optimista, Bush parece serlo por naturaleza. Pero es consciente de la complejidad del asunto. Al hablar de los líderes políticos que estaban teniendo una actuación relevante, Bush mencionó a John Kyl (senador republicano por Arizona), a Lindsey Graham (otro senador republicano, por Carolina del Sur) y a Mel Martínez, senador hispano por Florida. También sacó a relucir a McCain y a… Ted Kennedy. Sabía que el senador demócrata podía ser clave para que los demócratas apoyaran una propuesta que no cuenta ni mucho menos con el respaldo unánime de los republicanos. Al final, como se sabe, la ley no pasó.
El periódico tituló la entrevista "Latin Lesson", que se puede traducir por "lección latina" o "lección de latín". Las dos traducciones valen. La primera, por obvia; la segunda, por lo que sugiere acerca de una nueva lengua que Bush, a estas alturas, ya no tendrá tiempo de aprender.
Como si fuera una respuesta al artículo del Wall Street Journal, el New York Times del 24 de junio sacaba un reportaje sobre la inmigración en Midland, Texas. Midland es la ciudad donde Bush pasó su primera infancia, luego de que sus padres se establecieran allí cuando él sólo tenía dos años. Según le gusta contar, tuvo allí la ocasión de ver cómo trabajaban los inmigrantes hispanos para salir adelante.
Una vez terminada la universidad y el servicio militar, Bush volvió a Midland, en 1975. La ciudad había cambiado, los hispanos eran bastante más numerosos que veinte años antes y él trabó amistad con algunos empresarios que habían conseguido tener éxito y hacer realidad su sueño americano. Entre ellos se contaban, cita el New York Times, José Cuevas, inmigrante de tercera generación que abrió una cadena de restaurantes mexicanos partiendo de un capital de unos cuantos miles de dólares, y George Veloz, que convirtió el restaurante fundado por sus padres, inmigrantes de primera generación, en una cadena de alcance estatal.
Midland, en los últimos tiempos, ha sido escenario de otras historias, como el muy publicitado –incluso por el New York Times– boicot que los republicanos locales hicieron hace poco a un restaurante mexicano, el Doña Anita. Su propietaria, Luz Reyes, se manifestó contra unas medidas de castigo contra los inmigrantes ilegales. El caso es que Bush y su mujer, cuando vivían en allí, solían ir a cenar a Doña Anita los viernes por la noche. Y tres de los mejores amigos de los Bush, de los de aquellos años, decidieron romper el boicot contra el restaurante de Luz.
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Bush, de familia blanca y protestante, comprendió bien, ya en sus años como gobernador de Texas, la importancia de la inmigración hispana. En las presidenciales de 2000 consiguió el respaldo del 31% del electorado hispano. En las de 2004 le votó un 13% más, es decir el 44% de los hispanos. Son muchos los analistas que atribuyen al voto hispano esa última victoria de Bush.
Hoy, el panorama ha cambiado de arriba abajo. En 2006 los republicanos sólo consiguieron el 29% del voto de los hispanos. Desde entonces, la intención de voto republicano entre éstos se encuentra próxima a la caída libre. El problema es que, sin el respaldo de una parte sustancial de los hispanos, que suman 36 millones de personas, no hay posibilidad alguna de ganar las elecciones.
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Para una parte del electorado, y del propio Partido Republicano, Bush seguía viviendo en un mundo de fantasía cuando la inmigración hispana parecía todavía controlable. La situación actual es muy distinta de la de la Midland pionera que gusta describir el presidente. Muchos norteamericanos se sienten asediados por la inmigración. No se trata de cuestiones generales de identidad cultural, como las planteadas por Huntington en su libro ¿Quiénes somos? Tampoco de problemas sociales, como la carga excesiva que la inmigración está suponiendo para los programas de bienestar. Se trata de una sensación casi física de ocupación.
Se podrá decir que no deja de resultar curioso que sean medios de opinión progresistas, como el New York Times, los que estén utilizando contra los republicanos una situación para la que el conjunto de los demócratas no propone solución viable alguna. Pero la constatación de la demagogia demócrata no cambia los hechos. Y los hechos son tozudos.
Bush, como corroboraron los resultados de 2004, hizo bien en situar la inmigración, en particular la hispana, en el centro de la batalla política. Para sacar adelante sus propuestas contaba con los empresarios, que necesitan mano de obra en una economía en crecimiento y sin paro (del 4,5%), y con una parte del voto cristiano, identificado con una política que hacía de la compasión un lema para nuevos programas educativos, sanitarios y… destinados a la inmigración. Y contaba también con los propios hispanos, en los que veía, con visos de verosimilitud, un electorado naturalmente "conservador", es decir de derechas: gente trabajadora, con fuertes valores familiares y religiosos, aspirantes a ser propietarios de sus casas y empresas, conocedores de lo que significa vivir en regímenes no democráticos y sin seguridad jurídica.
Por otro lado, Bush no se iba a atrever a poner en marcha medidas como la que tomó Reagan en 1986 (justamente a mitad de su segundo mandato), es decir "amnistiar" a los inmigrantes en situación ilegal, que entonces, en 1986, sumaban 2,7 millones de personas.
Hay quien atribuye la situación actual a aquella amnistía, que propició la entrada en el país de muchos más inmigrantes por razones que aquí se llamarían "de reagrupamiento familiar". El argumento es endeble, porque la inmigración responde a la creación masiva de puestos de trabajo por las empresas norteamericanas. Pero, sea como fuere, Bush carece de la desenvoltura de Reagan, y el propio Partido Republicano, crecido desde entonces, no habría consentido una nueva legalización indiscriminada. Más aún: en el republicanismo se escuchan voces intransigentes, como la de Tom Tancredo, que exigen medidas radicales contra la inmigración ilegal. Algunas son absolutamente irrealizables, como la expulsión de todos los que se encuentren en esta situación, alrededor de doce millones de personas.
Así que el margen de maniobra que le quedaba a Bush era bastante reducido, por muy buena que fuera la posición de partida, que abría múltiples alianzas. Para que diera sus frutos, era necesario un liderazgo fuerte, capaz de sacar adelante al mismo tiempo medidas prácticas, como el cierre de la frontera con México, y otras de mayor complejidad, como los programas de acogida y la penalización de los ilegales que quieran salir de la clandestinidad.
El impulso no respondió a las expectativas. En cuanto a la primera medida, el cierre de fronteras, era algo sencillo, barato y con resultados inmediatos, pero tenía unas connotaciones simbólicas negativas (el cierre de Estados Unidos) que la Administración Bush no ha logrado vencer. Es absurdo: cualquier turista conoce por experiencia que las fronteras no terrestres de EEUU están cerradas con siete sellos. Aún mejor lo saben los empresarios, que agotan en cuestión de horas los cupos anuales de visados, absurdamente pequeños, destinados a cubrir puestos de trabajo altamente cualificados. Pues bien, la política de Bush no ha logrado romper con el símbolo, o síndrome, del Muro, que habría facilitado cualquier medida posterior. (Según el analista Charles Krauthammer, incluso habría hecho posible la "amnistía").
En cuanto a los programas de acogida y las penalizaciones, han sido medidas criticadas por lo contrario; así, se ha dicho que equivalen a una legalización encubierta o diferida. No es cierto, pero el liderazgo de Bush tampoco ha sido lo bastante consistente como para impulsar sus propuestas.
Ya se conoce el resultado: una ley mastodóntica y farragosa, alejada de la tradición del Estado limitado propia de la derecha norteamericana y a la que es hostil una gran parte de la clase política, en ambos partidos. Entre el miedo y la demagogia, la posición integradora de "Jorge" Bush ante la inmigración se ha venido abajo.
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