Esto de que un cónyuge suceda a otro es algo inédito en EEUU, pero no en la Argentina, donde Eva Perón, aunque no contaba con título constitucional alguno, disfrutó de poderes propios de una reina. Pero para sucesión, lo que se dice sucesión, la de Isabelita, la tercera y última esposa de Juan Domingo Perón, que heredó de éste la Presidencia del país en 1974. Isabelita era una cabaretera a la que Perón echó el ojo en un club de alterne panameño; digamos que se trató del equivalente peronista a una victoria en las primarias de New Hampshire. Como era de esperar, el mandato de Isabelita fue uno de los más catastróficos de la historia de Argentina.
Los Kirchner son también peronistas; pero en nada se parece Cristina a Isabelita. La Kirchner es una mujer con mucho bagaje a sus espaldas: ha sido activista en sus tiempos de estudiante, abogada, senadora; y, según algunos, es la más formidable figura de esa sociedad política bimembre que conforma con su marido. ¿Les suena de algo este retrato? Al igual que Hillary Clinton, Cristina conoció a su futuro esposo en la Facultad de Derecho, contribuyó decisivamente al acceso de su marido a la Presidencia y planeó con él durante bastante tiempo una hipotética sucesión en el poder.
Lo que ha pasado en Argentina es una vívida dramatización de lo que pretenden los Clinton; y también dice mucho de los nubarrones que se ciernen sobre la candidatura de Hillary a la Casa Blanca.
El problema es Bill, y no porque vaya a salir a la luz algún escándalo sexual (aunque eso está ahí, por supuesto). El problema es Bill porque hay asuntos extremadamente sensibles y de gran calado que cobrarían gran trascendencia incluso si el marido de Hillary fuera tan disciplinado –échele imaginación, estimado lector– como ha demostrado serlo el de Cristina.
En primer lugar, los norteamericanos, pese a la devoción que sienten por Lady Di y los Kennedy, son instintivamente republicanos, y recelan de las dinastías políticas. Y, claro, un voto a Hillary es un voto para la instauración de una era Bush-Clinton de, por lo menos, un cuarto de siglo de duración.
En nuestros 230 años de historia republicana sólo ha habido dos casos de padres e hijos que alcanzaran la Presidencia. El primero lo protagonizaron los Adams, pero hay que tener en cuenta que el hijo asumió el cargo 24 años después de que lo hiciera el padre, y cuando a éste sólo le quedaba un año de vida. El segundo es el de los Bush: sólo ocho años separaron la Administración Bush Sr. de la Administración Bush Jr., lo cual ha dado pie a que se sacara a pasar a Edipo en miles de elucubraciones.
Ahora bien, los vínculos padre-hijo no son nada comparados con los establecidos entre los miembros de un matrimonio. La relación padre-hijo es de orden psicológico y abstracta; la que une a unos cónyuges, por el contrario, es física, diaria y bien concreta. En este punto, conviene recordar que Bush Sr. no se mudó a la Casa Blanca en enero de 2001...
Es por esto que el problema de Hillary va más allá del malestar que generan las sucesiones dinásticas en EEUU. Estamos hablando de la honda inquietud que genera la idea de una Presidencia compartida. Olvídese de Bill, el chico malo. El problema es William Jefferson Clinton, ex presidente de los Estados Unidos, ex comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, ex representante de George Washington en la Tierra.
Nunca hemos tenido a un ex de vuelta en la Casa Blanca. Cuando Bill Clinton prometió, en 1992, aquello del "dos por el precio de uno", se entendió que estaba destacando, con su punto de hipérbole, el papel de la Primera Dama. Pero es que en 2008 lo que tendríamos, literalmente, sería dos presidentes, dos.
Como no podía ser de otra manera, los ex presidentes se hacen notar, tienen impronta. Por volver al caso que nos ocupa: el estatus de Bill Clinton es independiente del de su esposa; todo lo contrario de lo que ocurría cuando Hillary era la Primera Dama. Desde el primer día de una hipotética Presidencia de Hillary Clinton, Bill tendría más experiencia en cualquier asunto del que quisiera ocuparse su esposa. Así pues, la influencia de Bill sobre la Administración de Hillary sería incomparablemente mayor que la que pudiera tener cualquier padre sobre un hijo.
A los norteamericanos no les gustó la idea de una copresidencia cuando, en la convención republicana de 1980, Ronald Reagan consideró brevemente compartir el cargo con el ex presidente Gerald Ford. (Ford habría sido vicepresidente con poderes independientes). Y no les gustará esta copresidencia, particularmente porque el de los Clinton es un matrimonio extraño y, ciertamente, bastante tenso.
Los nubarrones que se ciernen sobre una Presidencia de Hillary no están relacionados con que Bill vaya a estar merodeando por la Casa Blanca en bata y zapatillas, sino con que el ex presidente William Jefferson Clinton va a estar presente en la Casa Blanca, vestido de traje y corbata, cuando se tome cualquier decisión. Siempre se hablará de en qué medida ha intervenido o no. ¿Realmente quieren los norteamericanos una Presidencia bicéfala, algo históricamente insólito, sacudida de continuo por la dinámica de ese matrimonio absolutamente disfuncional?
Sólo veo una solución a semejante problema. Las relaciones entre Argentina y Estados Unidos son, a día de hoy, especialmente difíciles. Pues bien, creo que enviar a Buenos Aires, en calidad de embajador, a un ex presidente tan encantador y dinámico como Clinton haría milagros. Los romanos eran unos magníficos aficionados al arte del exilio. Ésta sería una excelente ocasión para que los norteamericanos comenzásemos a cultivarlo.
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