Esto es lo que he podido averiguar por medio de fuentes eclesiásticas que desean mantenerse en el total anonimato.
– A Benedicto XVI le sorprendió el inmenso contraste entre el recibimiento mexicano –alegre, libre, multitudinario y espontáneo– y las crispadas ceremonias cubanas, precedidas por centenares de detenciones, evidentemente controladas por la policía política. El espectáculo horrendo de un joven salvajemente golpeado por un policía disfrazado de camillero de la Cruz Roja le tocó el corazón al Santo Padre, que se interesó personalmente por su destino. Al fin y al cabo, el pobre hombre sólo había gritado "Abajo el comunismo", versión popular de lo que él mismo había dicho al salir de Italia cuando declaró que el marxismo era una ideología fracasada a la que había que enterrar.
– Al Papa y a su séquito les pareció lamentable que Raúl Castro pronunciara en Santiago de Cuba el clásico discurso estalinista de Guerra Fría, con el que intentó justificar la dictadura. Esperaban un mensaje de cambio y de esperanza, no de reiteración de las líneas maestras del régimen. Ese texto, junto a los discursos que pronunciaron el canciller Bruno Rodríguez y el vicepresidente a cargo del sector económico, Marino Alberto Murillo, les convencieron de que Raúl Castro está mucho más interesado en mantenerse anclado en el pasado que en preparar un futuro mejor para los cubanos.
– Benedicto XVI y su séquito comprobaron, con dolor, que la petición del anterior Papa, Juan Pablo II, durante su visita de hace 14 años, de que los cubanos perdieran el miedo, había sido inútil. Salvo unos cuantos centenares de demócratas de la oposición, permanentemente acosados y golpeados, y a veces encarcelados, ésa es una sociedad podrida por el miedo. Pero la manifestación de miedo que más les intrigó no fue la de los opositores, sino la de los aparentes partidarios. Conocieron muy de cerca el doble lenguaje, y eso les aterró. Cuando hablaban a solas con los funcionarios, estos se manifestaban abiertos, tolerantes y deseosos de reformas profundas que abarcaran el terreno político. Uno, en privado, hasta llegó a admitir que eran necesarios el multipartidismo y las elecciones libres para que la sociedad realmente avanzara hacia la modernidad, aunque los comunistas perdieran el poder. Pero tan pronto se sumaba otra persona a la conversación, o aparecían los periodistas, retomaban el discurso ortodoxo más inflexible y estalinista, repitiendo el guión oficial sin saltarse una sola coma.
– El Papa y su comitiva confirmaron lo que ya sabían: la Iglesia cubana está escindida en dos líneas clarísimas: la del cardenal Jaime Ortega y otros obispos, contemporizador hasta el extremo de pedir a la fuerza pública que desalojara un templo ocupado por unos feligreses que deseaban protestar contra la dictadura, a sabiendas de que serían detenidos y seguramente maltratados, y la de obispos como Dionisio Rodríguez, párroco en una iglesia de Santiago de Cuba, están convencidos de que no habrá alivio ni reconciliación entre los cubanos hasta que ese régimen no sea pacíficamente sustituido por una verdadera democracia que tome en cuenta las opiniones de toda la sociedad y no solamente las de un puñado de ultracomunistas enredados en las telarañas del pasado.
– El Papa comprobó que su contemporáneo Fidel Castro –tienen la misma edad– está en peores condiciones físicas y mentales que él. Encontró a un ancianito físicamente desvalido, mentalmente errático y con graves dificultades para comunicarse. Está liquidado. El Papa, que es un hombre bueno, oró por él. Ésa es la costumbre cristiana.