Lo ocurrido en España es de sobra conocido. Sólo cabe recordar que el atentado terrorista y el uso que de él hicieron la oposición y los medios de comunicación afines en los dos días siguientes lograron la movilización de los sectores radicales, normalmente abstencionistas, y el cambio de voto de unos cientos de miles de ciudadanos que tenían pensado respaldar al Partido Popular. En aquellos dos días los españoles asociaron la intervención en Irak con el atentado, con resultados fatales para el partido hasta entonces en el Gobierno.
Tras lo ocurrido en España, muchos medios comenzaron a especular con el destino de los restantes personajes involucrados. Luego de las elecciones británicas, el ciclo electoral se cierra con el triunfo de todos ellos: Howard, Bush y Blair continúan. Irak no ha supuesto el final para ninguno.
El caso británico tenía una singularidad. Blair era el único laborista entre ellos, y restaba saber cómo reaccionarían sus votantes y su propia formación. Las sospechas de que los principales problemas los encontraría en casa convertían las elecciones en un doble proceso: por una parte se dirimía qué partido político lograría la mayoría; por otra, qué ocurriría con Blair en el caso de que los laboristas, como se preveía, ganaran por un margen escaso.
Como ocurriera en Australia y en Estados Unidos, llegado el momento el ciudadano ha valorado un conjunto de elementos antes de decidir su voto. Irak era uno de ellos, pero sólo uno.
Los laboristas, bajo la dirección de Blair, han dejado atrás la política estatalizadora de Wilson y Callaghan, que había convertido a los sindicatos en los rectores de la decadencia moral y económica del Reino Unido. Blair ha comprendido los fundamentos de la revolución thatcheriana y ha tomado de ella aquello que podía ser compatible con el laborismo. La disciplina económica ha permitido un crecimiento estable, que distancia a las Islas del continente. La solidaridad se ha interpretado de forma más moderada, y con ello ha consolidado un importante bloque de centro izquierda.
La gestión ha sido valorada, en términos generales, de forma correcta, y el resultado está a la vista: una mayoría de 60 escaños en los Comunes y, por primera vez en la historia del laborismo, una tercera victoria consecutiva.
Los laboristas podrían sentirse muy satisfechos por alcanzar este record. Sin embargo, no lo están. Desde el primer momento, la opción del uso de la fuerza en Irak dividió profundamente sus filas. Los meses siguientes fueron de tensión, que estalló con supuestos escándalos de inteligencia y con la no aparición de los arsenales de armas de destrucción masiva. Para un sector importante del laborismo y de los británicos de a pie, Blair mintió.
Es evidente que, si se hubiera podido demostrar esto último, el premier hubiera tenido que dimitir, luego la acusación habrá que localizarla en el limbo de las calumnias de la vida política de cualquier nación. Lo realmente importante es la actitud ante el uso de la fuerza.
Desde hace algunas décadas, desde luego con anterioridad a la caída del Muro de Berlín, los partidos de centroizquierda iniciaron una deriva pacifista, contraria al uso de la fuerza en todas, o casi todas, las posibles situaciones, junto a una idealización del papel de las organizaciones internacionales, ignorando, consciente o inconscientemente, lo que realmente son.
Bush y Howard pudieron movilizar a sus votantes, tras la preceptiva explicación, y mantenerlos unidos hasta el final. Ambos aumentaron su victoria electoral tras la guerra. Pero ese no podía ser el caso de Blair, que contó con una cómoda mayoría gracias al apoyo de los bancos de la oposición y siempre con la amenaza de una revuelta de sus propios back benches, de sus diputados de a pie.
El Partido Laborista ha perdido cinco puntos porcentuales, lo que ha supuesto 60 actas menos. Una merma que el partido achaca a la Guerra de Irak y, por lo tanto, a Blair. La campaña militar no ha sido determinante en las elecciones, puesto que los laboristas volvieron a ganar, pero Blair ha sufrido una grave merma en su autoridad. Nadie confía en que pueda finalizar la legislatura, y muchos son los que, desde sus propias filas, toman posiciones para preparar el relevo en la cumbre.
Mientras tanto, el premier queda maniatado, con el delicado asunto del referendo sobre el Tratado de la Constitución Europea a la vista. Difícilmente podrá adoptar una posición de firmeza ante las crisis de Corea del Norte y de Irán, salvo que sus rivales, con Gordon Brown a la cabeza, asuman la necesidad de hacer frente con realismo a la amenaza que supone la proliferación nuclear.
Ni siquiera el laborismo británico, el más atlantista de los socialismos europeos, es capaz de soportar las tensiones derivadas del uso de la fuerza sin sufrir graves tensiones internas. Y es normal que sea así. Recordemos que también allí hubo un importante desarrollo del movimiento antinuclear, que tuvo su momento más álgido en torno a la doble decisión de la OTAN, con el despliegue de los misiles Cruise y Pershing.
Los laboristas, como sus equivalentes continentales, han tratado de incorporar estos movimientos a su ámbito electoral, pero eso tiene un precio. El pacifismo, el antihegemonismo, la antiglobalización (o globalización alternativa), han pasado a convertirse en elementos centrales de la nueva política de izquierda.
El fenómeno no es nuevo. En realidad, se ha establecido un puente ideológico con el período de entreguerras, cuando los partidos socialistas se entregaron a la retórica del pacifismo y del control de armamento. Con la experiencia de la I Guerra Mundial y con la idea de que la guerra era el resultado de la acción de los imperios, los movimientos de clase concluyeron que debían establecer una alternativa. El resultado es de sobra conocido: las políticas de pacificación, sustentadas desde la derecha y desde la izquierda, el desarrollo del nazismo y la II Guerra Mundial.
Laboristas como Atlee o Bevin reaccionaron ante aquella política irresponsable y formaron el núcleo parlamentario que dio fuerza a Churchill. Pero esa historia ha quedado arrinconada ante la falta de una amenaza clara y admitida por los laboristas. Sin peligro a la vista, la cabra tira al monte del irresponsable pacifismo.
Blair es el político británico más carismático desde la II Guerra Mundial. Nadie maneja mejor que él los medios de comunicación. Nadie entiende mejor cómo se hace política en el siglo XXI. Pero él representa una tradición diplomática, el moralismo de Gladstone y el realismo de Churchill, que, habiendo sido laborista, hoy es minoritaria.
El Reino Unido es parte de Europa, sus ciudadanos no son tan distintos de los continentales en su manera de entender las relaciones internacionales. En estas circunstancias, el laborismo británico en el poder es un socio para Estados Unidos casi tan poco fiable como los socialdemócratas alemanes o los socialistas italianos. No es un problema de dirigentes, sino de culturas políticas.