El caso es que el asunto de las relaciones es importante. Porque las relaciones de una persona nos dan una idea significativa de su carácter. Y son particularmente relevantes si esa persona es un candidato a presidente tan desconocido, opaco y reservado como Obama.
Con la economía eclipsando a todo lo demás, podría ser demasiado tarde, políticamente hablando, para plantear la cuestión. Pero eso no la convierte, como sostiene el pensamiento dominante, en algo ilegítimo. De ninguna manera.
Si algo hay que reprochar a McCain es el momento que ha elegido para plantearlo. Debería haber empezado a cuestionar las relaciones de Obama hace meses, antes de que el colapso económico permitiera al equipo demócrata (y al mainstream media, que para el caso es lo mismo) desechar las acusaciones como producto de la desesperación de un candidato que va por debajo en las encuestas.
McCain tuvo su oportunidad allá por el mes de abril, cuando el Partido Republicano de Carolina del Norte difundió un anuncio que hacía referencia a las relaciones de Obama con Jeremiah Wright. Como no podía ser menos, el New York Times y demás medios sesudos lo denunciaron por racista.
Era una acusación manifiestamente absurda. Se es racista cuando se trata a la gente de manera diferente y ultrajante por el mero hecho de pertenecer a tal o cual raza. Si un candidato blanco hubiera mantenido una estrecha relación durante veinte años con un predicador blanco que propagara desde su púlpito el odio racial, no sólo habría sido universalmente denunciado y considerado no apto para el cargo, sino que habría sido condenado al más completo ostracismo.
En su infinita sabiduría, y con su desbordante sentido de la rectitud personal, John McCain se unió al griterío y denunció ese anuncio, perfectamente legítimo: a su juicio, no tenía cabida en campaña alguna. Al proceder de tal manera, McCain no hacía sino desarmarse unilateralmente y dejar fuera del juego las relaciones de Obama, un asunto que hasta Hillary Clinton abordó en más de una ocasión.
La carrera política de Obama arrancó con Bill Ayers celebrando un acto de recaudación de fondos en su salón. Si un candidato republicano hubiera lanzado su carrera en la residencia de un terrorista que en el pasado puso bombas en clínicas abortistas, no habría podido presentarse ni a empleado de la perrera del pueblucho más dejado de la mano de Dios, aun cuando su amigo el terrorista se hubiera arrepentido de su pasado. Bueno, pues resulta que Ayers no se arrepiente de lo que hizo: si acaso, lo que lamenta es no haber hecho "lo suficiente."
¿Por qué son importantes estas relaciones? ¿Acaso pienso que Obama es igual de corrupto que Rezko? ¿Que comparte el racismo rabioso de Wright, o el radicalismo intransigente de Ayers? No. Pero eso no hace irrelevantes dichas amistades. Pues nos dicen dos cosas importantes acerca de Obama.
En primer lugar, nos hablan de su cinismo y su falta de escrúpulos. El candidato demócrata vio que esos hombres podían resultarle útiles y los utilizó. ¿Asistiría usted a una iglesia cuyo pastor difundiera el rencor racial desde el púlpito? ¿Estrecharía usted la mano de un terrorista impenitente –por no hablar de trabajar con él–, con alguien que ha dedicado parte de su vida a volar instalaciones militares norteamericanas o clínicas abortistas?
La mayoría de los americanos no lo haría, por razones de simple decencia. Pero Obama lo hizo, por convicción o por conveniencia. Era un hombre joven que estaba empezando, un desconocido en la arena política de Chicago. Jugó con todo el mundo, sin escrúpulos y evidente éxito.
Obama no es el primer político en ascender en medio de una maquinaria política corrupta. Pero es uno de los pocos que ha tenido la audacia de presentarse como una suerte de sanador místico que traerá la redención a la "vieja política", ésa que practicó sin vergüenza y por su propio interés en Chicago.
En segundo lugar, nos dice mucho sobre las creencias fundamentales de Obama. El candidato demócrata no comparte el ponzoñoso racismo del reverendo Wright, ni las ideas de Ayers sobre el carácter demoníaco de la sociedad estadounidense. Pero, sin lugar a dudas, no considera marginales dichas posiciones. Durante años y años se movió con soltura y sin soltar una sola queja en esas aguas pestilentes.
Ahora que la Presidencia parece estar a la vuelta de la esquina, Obama admite con toda solemnidad el carácter odioso de esas relaciones, de ahí que haya decidido ponerles fin. Pero durante los años en que acudió a la iglesia del reverendo Wright o compartió objetivos con Ayers, Obama consideró las posturas de ambos parte legítima del discurso social; de hecho, una parte notable.
Obama es un hombre con un intelecto y un temperamento de primera. Pero su carácter sigue despertando muchas sospechas. En este punto, cabe recordar que no es lo mismo el carácter que el temperamento. La ecuanimidad es una virtud. La tolerancia hacia lo repugnante, no.