Buena metáfora. La generación de Fidel, la que hizo la revolución, es ya octogenaria. Se está despidiendo. A Fidel, que tiene 84, lo jubilaron sus intestinos en el 2006, y Raúl, con casi 80, no tardará demasiado en abandonar la escena. Él mismo se ha dado un plazo de tres a cinco años para transmitir totalmente la autoridad y facilitar una especie de relevo generacional "para que los herederos continúen la obra revolucionaria".
¿Qué quiere decir eso? Nada, salvo mantenerse en el poder. Aunque siguen repitiendo consignas, ya casi nadie cree en el marxismo-leninismo, mientras el gobierno trata de escapar de la improductividad crónica del sistema fomentando ciertos espacios para que la iniciativa privada alivie el desastre del colectivismo. Al tiempo que aplauden los lemas revolucionarios, los muchachos le llaman a Marx "el viejito que inventó el hambre".
Los adultos, confidencialmente, reconocen este panorama. Después de 52 años de dictadura, y sin un parlamento hostil o una oposición que obstaculice la obra de gobierno, los seis elementos básicos que determinan la calidad de vida de cualquier sociedad moderna se han agravado hasta convertirse en pesadillas: la alimentación, el agua potable, la vivienda, la electricidad, la comunicación y el transporte.
Raúl Castro, que es una persona realista, y que no se explica por qué los niños cubanos no pueden tomar leche después de los siete años, no ignora que su hermano ha sido el peor gobernante de la historia de la república fundada en 1902. En 56 años de capitalismo, pese a los malos gobiernos, la corrupción, las revueltas frecuentes y los periodos de dictaduras militares, la Isla se convirtió en uno de los países más prósperos de América Latina y La Habana en una de las ciudades más hermosas del mundo. El sector público era mediocre o malo, pero la sociedad civil funcionaba razonablemente bien.
En 52 años de comunismo, en cambio, sujetada con una correa que impedía los alborotos, la sociedad se empobreció hasta los huesos y el paisaje urbano adquirió la apariencia de un territorio bombardeado. El sector público impuesto por los comunistas es terriblemente torpe, infinitamente peor que el de la etapa capitalista, y la sociedad civil (a la que ahora Raúl trata de darle respiración artificial para ver si revive) ha sido cruelmente aplastada.
Es con este melancólico diagnóstico con el que los comunistas cubanos celebran su Sexto Congreso. Raúl ha convocado a una cúpula dócil a que respalde sus tímidas reformas y legitime a los funcionarios seleccionados. Se propone designar cuadros de menos de sesenta años, pero los que había (Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, Roberto Robaina, Remírez de Estenoz)... ellos mismos se encargaron de destruirlos.
¿Quién emergerá como el presunto heredero? Se menciona, sotto voce, aunque nadie está seguro, a Marino Murillo, un economista de 50 años, ex oficial del ejército y ex ministro de Economía, despreciado por los apparatchiki ("Es un simple auditor, no un economista", me contó uno de ellos especialmente sagaz), hoy a cargo de disciplinar al Partido para que durante el VI Congreso acepte sin chistar los cambios propuestos por Raúl. Se le atribuye una lealtad total al general-presidente y la decisión de mantener los elementos fundamentales del sistema comunista, aunque eliminando el paternalismo.
¿Tendrá éxito? No lo creo. Raúl, con el auxilio de Murillo, su entenado ideológico, quiere construir un socialismo sin subsidio y un capitalismo sin mercado. Eso es imposible. Ese disparate hay que enterrarlo, como sucedió en Europa del Este. Sin embargo, no es improbable que, tras la desaparición de los Castro, durante cierto tiempo las Fuerzas Armadas mantengan férreamente el poder, pero sólo hasta que salte la chispa y veamos en Cuba un desenlace violento. Quienes se empeñan en impedir la evolución natural de la historia acaban provocando unas catástrofes devastadoras.