Si nos atenemos a este criterio, el número de dinastías políticas es bien escaso: estarían los Adams (con tres presidentes: Nathaniel Gorham –en tiempos de la Confederación–, John Adams y John Quincy Adams), los Harrison (dos presidentes: William y Benjamin), los Roosevelt (dos presidentes: Theodore y Franklin Delano), los Kennedy (un presidente, John Fitzgerald, y numerosos congresistas, embajadores, etc.) y los Bush.
Puede que los Bush sean, junto con los Adams, quienes más presidentes y altos cargos alberguen en su seno: tres mandatarios (George H. W., George W. y el demócrata Franklin Pierce, tatarabuelo de Barbara Bush, esposa de George H. W. y George W.), un senador (Prescott) y un gobernador (Jeb). George H. W. fue también director de la CIA, presidente del Partido Republicano, vicepresidente de la nación, miembro de la Cámara de Representantes y embajador en la ONU y en China; y George W., gobernador de Texas.
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Hillary Clinton, primera dama cuando el país estaba presidido por su esposo, Bill Clinton, es senadora por Nueva York desde el año 2000 y aspira a hacerse con la candidatura demócrata para las presidenciales de 2008. Si consiguiera conquistar la Casa Blanca, sería la primera mujer en lograrlo y haría de los Clinton una nueva dinastía política.
El largo camino de Hillary a la Presidencia se ha visto allanado por la renuncia de Al Gore a competir por la candidatura demócrata. Gore ha sido miembro de la Cámara de Representantes, senador y vicepresidente de la nación (precisamente, con Bill Clinton). Si hubiera conseguido la victoria en las elecciones de 2000 (donde obtuvo la mayoría del voto popular pero no la del Colegio Electoral), Albert Gore Jr., hijo del senador Albert Gore, habría dado asimismo carta de naturaleza a una nueva dinastía política.
Por cierto, resulta extraño que jamás haya dado una explicación convincente de su retirada. Tengo mi propia teoría al respecto, que debería ser razón suficiente para no proponerle como candidato al Príncipe de Asturias, pero no es éste el lugar para tales divagaciones.
Para Hillary, los problemas proceden del senador afroamericano de Illinois Barack Obama. Pero dejemos a los demócratas para otra ocasión, para cuando se aclare qué es lo que piensan y qué quieren.
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En mi opinión, la candidatura republicana ideal sería el ticket Jeb Bush-Condoleezza Rice, o Condoleezza Rice-Jeb Bush, pero me temo que ninguno de los dos está por la labor (de momento). Así que, en las circunstancias presentes, sólo nos queda, idealmente, Rudy. Por supuesto, hay otros candidatos: el senador John McCain y el mormón Mitt Romney, pero el primero –confieso que no es un santo de mi devoción– está un poco, digamos, senil, y el segundo es eso, mormón. Estar un poco senil y ser completamente mormón son dos cosas diferentes, pero, a mi juicio, las dos afectan gravemente a la claridad mental. Por tanto, hablemos de Rudy, Rudolf Giuliani.
Richard Brookhiser, gran ensayista y autor de admirables biografías políticas (y con el que comparto la pertenencia al secretísimo club de admiradores de Hamilton), explicó convincentemente en la National Review de diciembre por qué Giuliani debe ser el próximo presidente: por su energía ejecutiva, por su experiencia en la lucha contra el crimen y el terrorismo y, sobre todo, por su claridad moral al respecto. Sí, en algunas materias ha sido demasiado progresista (aborto, matrimonio gay), pero lo ha compensado con sus expresiones de admiración hacia los nuevos jueces conservadores del Supremo, Roberts y Alito.
Como escribe Brookhiser, Giuliani ha manejado brillantemente una ciudad, Nueva York, con una población muy superior a la combinada de Arizona y Massachusetts (los estados de McCain y Romney, respectivamente), y supo ayudarla a superar un ataque más duro que el de Pearl Harbor. Su capacidad de liderazgo está sobradamente demostrada, aunque su vida privada (tres matrimonios y dos divorcios en muy pocos años) arroje algunas sombras y se desconozca su programa económico. Desde luego, estas dos cuestiones pueden suscitar reservas en amplios sectores del Partido Republicano (por ejemplo, entre los liberales y la derecha religiosa).
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Claro que siempre queda la otra posibilidad: que Jeb Bush se decida y conquiste la Presidencia, con lo que la dinastía Bush protagonizaría un hito histórico. Christopher Cooper nos recordaba no hace mucho en The Wall Street Journal el éxito con que Jeb coronó su segundo y último mandato en la Florida, un estado tradicionalmente demócrata: alcanzó un índice de popularidad del 65%, todo un récord para un político conservador de talla nacional.
Cabe destacar, en el apartado de curiosidades interesantes, que Jeb es católico, habla español mucho mejor que su hermano el presidente y está casado con una hispana. El conocido analista y activista político Gorver Norquist, presidente de la influyente asociación Americans for Tax Reform, ha escrito de él lo que sigue: "Hoy sería presidente si los demócratas no le hubieran robado la elección a gobernador de la Florida en 1994. Desde que, finalmente, accedió al cargo, en 1998, ha recortado la burocracia estatal un 5% cada año, ha bajado los impuestos y ha impulsado reformas como la del sistema de elección de escuelas".
Si finalmente Jeb Bush decidiera optar a la Casa Blanca, ¿se atreverían El País y el New York Times a decir que no habría que decantarse por el hermano de un presidente porque es mejor elegir a la esposa de un ex presidente?