– En Venezuela, el colapso de su sistema de partidos abrió, hace una década, la ruta del populismo caudillista y un virtual cambio de régimen.
– La crisis económica argentina precipitó, en diciembre de 2001, la renuncia del presidente Fernando de la Rúa y el posterior ascenso de Néstor Kirchner, tras una primera vuelta electoral que no ganó y una segunda que no se produjo.
– Bolivia va por su tercer presidente en dos años y adelantó elecciones para diciembre, como consecuencia de sus conflictos étnicos, regionales e ideológicos.
– Un reacomodo de lealtades políticas, más una acumulación de pugnas y desaciertos, condujo, hace cinco meses, a que el Congreso ecuatoriano destituyera a Lucio Gutiérrez y lo sustituyera por su vicepresidente, Alfredo Palacios.
– La rebelión que, en febrero de 2004, forzó la salida de Jean Bertrand Aristide y el establecimiento de un Gobierno interino en Haití fue producto de su cotidiana postración, fuente de todas sus tragedias.
El riesgo de ruptura que padece Nicaragua, en cambio, se origina en factores de carácter muy distinto a los anteriores.
Cierto que sus índices de pobreza y marginalidad están entre los peores del conteniente, y que su historia política ha sido en extremo cruenta. Es decir, posee ingredientes de peso para la crisis. Sin embargo, la actual amenaza contra su democracia no surge de una población desesperada; al contrario, los nicaragüenses han dado sobradas muestras de adhesión democrática. Tampoco se origina en una pugna irreconciliable entre partidos políticos establecidos, porque tanto el Liberal Constitucionalista, que domina el ex presidente Arnoldo Alemán, como el Frente Sandinista de Liberación Nacional, controlado por el ex presidente Daniel Ortega, se han convertido en una sola maquinaria. Y no existen amagos de golpes o autogolpes, sea desde las Fuerzas Armadas o la Presidencia, los últimos bastiones de estabilidad.
La verdadera amenaza es que, por primera vez desde que la democracia retornó como tendencia a América Latina, las instituciones de un país han sido virtualmente secuestradas por dos capos políticos –Alemán y Ortega–, para perpetuar su control y proteger sus intereses personales.
Ambos han instrumentado la abrumadora mayoría de sus incondicionales bancadas en la Asamblea Nacional, y la debilidad política del presidente Enrique Bolaños, para imponer, mediante reformas constitucionales legales pero ilegítimas, un Estado y una institucionalidad a la medida de sus ambiciones.
Y lo peor es que lo han logrado, a espaldas de la voluntad popular, con la complicidad de algunos sectores (incluida parte de la jerarquía eclesiástica), y con un claro designio de impedir que otras opciones políticas se organicen para romper el control de "liberales" y sandinistas en las elecciones de 2006.
La población y el presidente han respondido con un firme rechazo. Sin embargo, Ortega y Alemán han persistido en su arremetida, y todo parece conducir a un choque de perturbadoras proporciones.