Una única representante seria del Partido Demócrata, Francine Busby, se enfrentaba a ocho republicanos. El desequilibrio es significativo de por sí, con un Partido Republicano en el que cunde el sálvese quien pueda ante la impopularidad del presidente. También es significativo de la nueva posición de los demócratas. Francine Busby ha abandonado la línea progresista clásica, es decir chic radical, que le llevó a la derrota ante Cunningham en las elecciones de 2004. Ha elaborado una imagen de moderada, a lo McCain, preocupada por las cuestiones éticas, la reforma de las prácticas políticas en Washington e incluso la contención de la inmigración.
Con su nuevo discurso y el descontento de las bases republicanas, Busby y los demócratas esperaban una victoria suficiente –es decir, conseguir al menos el 50% de los votos– para no tener que concurrir a la segunda vuelta. No ha sido así, pero han estado cerca de lograrlo, con un 44% de los votos frente al 15 de su rival republicano más cercano, Brian Bilbray, un antiguo surfista (que a su vez ha superado por algo menos de mil votos a su rival republicano más importante, un millonario).
El resultado ha hecho cundir el pánico en las filas de la derecha. Bien es verdad que todos los votos de los candidatos republicanos suman más que los conseguidos por Francine Busby, pero parece difícil que el conjunto de los electores republicanos respalden al más votado de su partido. La motivación y la capacidad de liderazgo de los republicanos están, en estos momentos, entre las más bajas de su historia. La respuesta llegará en junio, cuando se celebre la segunda vuelta.
Por ahora, las elecciones parciales que se están celebrando esta primavera reproducen, pero al revés, lo ocurrido en la primavera de hace doce años, cuando el Partido Republicano las fue ganando todas, hasta hacerse con la mayoría del Congreso en los comicios de mitad de mandato, en noviembre de 1994.
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Es posible que este año la práctica generalizada del rediseño de los distritos electorales impida una catástrofe tan sonada como la que entonces castigó a los demócratas. Pero también es verdad que el Partido Republicano se está ganando a pulso la más que posible derrota. Los jalones en este camino al desastre son de sobra conocidos. La situación en Irak, la pugna intrapartidista en el caso de Terry Schiavo –que ha dejado más cicatrices de las que parece–, la gestión del Katrina, la subida descontrolada del gasto, con el creciente déficit presupuestario y la incapacidad del presidente para ponerle coto, la sensación de corrupción en Washington y la falta de reflejos en el escándalo de la gestión de los puertos norteamericanos por una empresa de Dubai son algunos de ellos.
Hace dos semanas se llegó a lo que hasta ahora ha sido el momento más bajo de esta caída, cuando en un solo día el Congreso –de mayoría republicana– se mostró incapaz de llegar a acuerdos en tres asuntos clave: la reforma presupuestaria, la legislación sobre inmigración y la ampliación de los recortes de impuestos. Después del momento estelar, los congresistas se tomaron quince días de vacaciones.
Una de las cosas más curiosas de esta situación es que sigue sin haber una auténtica alternativa demócrata a las ideas y al programa de la coalición que ha sostenido a Bush hasta el momento. No digo esto para despreciar a los demócratas. Se trata, simplemente, de subrayar que sigue vigente el programa de menos Gobierno, más libertad, menos oligarcas y más transparencia que llevó a los republicanos al poder.
Los demócratas ya han elaborado, de hecho, un programa que es como una reproducción light del Contrato con América, el mismo que llevó a los republicanos a la victoria en 1994. Han organizado su presentación en diversos apartados: 'Un liderazgo honrado', 'Seguridad en serio' (ya hechos públicos), 'Seguridad económica y pensiones', 'Sanidad al alcance de todos' y 'Excelencia educativa'. Un demócrata con capacidad de liderazgo puede llevar a su partido a dejar atrás los tiempos de radicalismo de Al Gore y de indefinición de Kerry y conseguir los votos para volver a gobernar a lo Clinton, en moderado y basándose en una propuesta que en el fondo se acerque bastante, con los matices necesarios, al programa que los republicanos, con mayoría en el Congreso y la Casa Blanca en su poder, no han llevado a buen puerto. O, según otros, han traicionado.
También puede ocurrir, y es algo sobre lo que en el Partido Republicano ya se especula abiertamente, que la previsible derrota de noviembre provoque un revulsivo que haga surgir a un líder capaz de reunir el partido, soldar las grietas abiertas en la alianza que apoyó en su día a Bush y renovar el ideario liberal conservador. De eso habla, en buena medida, Impostor, el libro del periodista Bruce Bartlett que empieza con una fabulosa afirmación: George W. Bush no es de derechas.