La escalada ha sido clara: desconexión de Gaza; triunfo electoral de Hamás, con la consiguiente violencia interna entre facciones en territorio palestino, temporalmente resuelta en torno del único objetivo común de todos los sectores: la acción antiisraelí; amenazas de Ahmadineyad contra Israel, apoyadas en todo el mundo islámico y subrayadas por el aplauso de Hamás; estado de revuelta y confusión en Gaza, con lógica intervención del Ejército israelí, y secuestro del soldado Gilad Shalit por Hamás, con la pretensión de cambiarlo por lo que, en su concepción del mundo, son presos políticos; cuando Israel ha contestado sin ambages a esa agresión, interviene Hezbolá.
De ahí a un ataque en toda regla y desde dos lados contra Israel hay un paso. Eso fue lo que llevó a la aviación israelí a destruir las pistas del aeropuerto de Beirut y las carreteras que unen el Líbano con Siria: la necesidad de limitar las posibilidades de invasión desde Siria.
Todo esto ha ocurrido en forma simultánea a la resurrección del movimiento talibán en Afganistán, Pakistán y la India; en Afganistán, en forma directa, haciendo imprescindible el aumento de tropas en la zona; en Pakistán y en la India, a través del atentado contra los trenes de Bombay, que parece desconcertar a los periodistas occidentales, por carecer de una firma claramente identificable. Podemos aclararlo: fue un atentado islámico que, a la vez que se llevaba por delante a unos cuantos hindúes, aserraba el suelo alrededor de Musharraf, un animal de garra al que las circunstancias han hecho bueno hasta para Benazir Bhutto: si Musharraf cae, Pakistán tendrá Gobierno talibán con bomba atómica. Tal vez, en las extrañas relaciones entre extremismos islámicos varios, quepa el préstamo de uranio enriquecido entre amigos.
La idea de borrar del mapa el Estado de Israel, de echar a los judíos al mar, como quería la Liga Árabe en 1947, no es una de tantas baladronadas de las que sirven a los gobiernos populistas para agitar y entusiasmar a las muchedumbres pero no tienen demasiadas posibilidades de realización; es un motor político inmediato, y quienes profieren la consigna tienen serias intenciones de concretarla en un plazo más o menos breve.
Entre las diversas y bien fundadas razones que Estados Unidos encontró para plantarse en Irak y quedarse allí durante un tiempo estaba la de una pacificación general de la región a medio plazo. Al parecer, una parte de ese proyecto se había logrado con la restauración de la independencia formal del Líbano respecto de Siria, con una cierta contención de la agresividad siria y con la suspensión del riesgo de bombardeo iraquí sobre Israel que se había iniciado durante la primera fase de la Guerra del Golfo. Ahora, en unos días, desde que Ahmadineyad se presentó ante el mundo como presidente de una potencia nuclear en desarrollo, ese mapa ha cambiado. Ni el Líbano es ya un país relativamente independiente, ni la agresividad siria se mantiene dentro de ciertos márgenes, ni Israel está a salvo de nada que no sea una lluvia de scuds desde Bagdad.
Yo me equivoqué al apoyar desde estas páginas la política territorial de Sharon, que sólo Sharon podía concretar y que sólo era viable antes del triunfo electoral de Hamás. Sospecho que mi análisis de entonces pecaba de normalidad, que le sobraba confianza en la viabilidad de un Estado palestino que jamás existirá, porque Palestina no es sino un ariete del mundo islámico para mantener el Oriente Medio en situación de guerra permanente, y que estaba marcado por la noción, falsa, de que Arafat era impeorable. No hay entrega territorial que valga: el mundo islámico es insaciable, y sus teóricos han constatado que Israel es eliminable.
Israel no tiene garantías de ninguna especie. Hasta ahora, y es de esperar que por un tiempo más, ha tenido el apoyo de los Estados Unidos. No ha tenido, ni tiene ni parece probable que vaya a tener el apoyo de la Unión Europea, de la burocracia pseudoelectiva de Bruselas, en la que prosperan los Solana, los Moratinos y los Prodi, todos ellos filoislámicos confesos.
Ese fantasma de Europa que habita entre parlamentarios desconocidos por la inmensa mayoría de los europeos, comisiones de ignorada función y nombre enigmático y que sesiona consigo mismo en la oscuridad, sin taquígrafos ni grabadoras ha sido incapaz de reconocer por escrito que esta civilización tenía raíces ya no judeocristianas, que hubiese sido demasiado pedir, sino simplemente cristianas: la consecuente judeofobia del fantasma le impide negociar su identidad con cualquier judío, incluido Jesús, que, para más inri, y nunca mejor dicho, era territorialmente israelí. Eso es el que ha convertido a Europa en Eurabia.
Para colmo, está claro que en la otra burocracia pseudoelectiva, la de cada uno de los países de UE, la cosa no está mejor: el diputado autonómico por Madrid llamado Rafael Simancas, conocido en todo el país por sus intervenciones intervencionistas contra el liberalismo intervencionista del Gobierno de la Comunidad, ha hablado en nombre de todos los que son como él: socialistas, limitados, multiculturales y correctos en lo político: ha dicho que Israel es genocida y que no entiende por qué la presidenta Esperanza Aguirre tiene que visitar ese país. De lo que se deduce su apoyo sin reservas a la causa palestina.
No sé que haríamos sin tipos tan claros como Simancas: creo que si no hablaran libremente, hasta pasarían por ser gente como uno. Pero no son como uno: son como la mayoría de los europeos, que piensan que la Shoá fue cosa de los alemanes en general, y de algún polaco en particular, y que los demás no tuvieron en eso la menor responsabilidad. Ni Petain, ni Mussolini, ni esos belgas que cada tanto manifiestan su deseo de ser anexionados por Berlín. La judeofobia fue siempre asunto de otros.
Simancas, que tiene apellido toponímico y tal vez descienda de conversos forzosos, lo ha dicho claro: esto es 1492, el primer año triunfal de la recuperación de Al Ándalus. Precisamente en apoyo del ataque iraní a Israel.