La Venezuela de los años 50 atrajo aproximadamente a un millón de inmigrantes europeos, que encontraron en ella mejores condiciones de vida que en sus tierras natales. Hoy, en contraste, los venezolanos salen al exterior –enfrentando a veces privaciones y dificultades– para tratar de encontrar fuera el futuro que no pueden construir en su país. Hoy, los males del desempleo, la inseguridad y la pobreza nos golpean a todos con inclemencia. La mayoría de los jóvenes, ante este desolador panorama, anhelan emigrar para intentar construir su futuro en otros horizontes.
¿Qué ha sucedido para que Venezuela, país rico en ingresos por obra y gracia del petróleo, haya retrocedido de esta manera y muestre un desempeño mucho peor que el otras naciones menos dotadas de recursos pero que han logrado escapar de la pobreza y superar el atraso? La respuesta es compleja, desde luego, y para ser exacta obligaría a repasar toda la historia reciente de la nación. Pero creo que en estas pocas líneas podemos dar con una de las claves que permiten entender lo ocurrido.
La riqueza venezolana, los ingresos provenientes del petróleo, ha ido a parar a manos del Estado. La opinión pública prevaleciente en el país ha insistido en señalar con insistencia, a lo largo de los años, que la riqueza petrolera era de la nación, que pertenecía a todos. Pero en la práctica esta altruista forma de encarar el problema ha terminado dando resultados nefastos: el dinero proveniente del petróleo ha terminado en manos de los Gobiernos de turno, que lo han gastado del modo más discrecional imaginable. El Estado se ha enriquecido, sin duda alguna, pero la población ha ido empobreciéndose con el correr de los años.
Con el dinero del petróleo se ha tratado de hacer de todo: se gastó, inicialmente, en crear la infraestructura física que el país necesitaba y en ampliar los servicios de salud y educación. Luego, cuando los ingresos crecieron, los gobernantes se comprometieron con la creación de gigantescas empresas públicas, que resultaron siempre deficitarias y muy poco eficientes, lo cual provocó el endeudamiento de la nación. Ahora, bajo el largo gobierno de Hugo Chávez, se gastan miles de millones de dólares en armas que sólo sirven para alentar espejismos expansionistas, en comprar empresas privadas que funcionan perfectamente o en ayudar a los amigos políticos del presidente en toda la América Latina.
Desde hace muchos años, Venezuela está embarcada en un intervencionismo estatal que no ha permitido crecer a la empresa privada y que hoy, incluso, intenta ahogarla por completo. Ha gastado mal sus ingresos, no ha dejado libertad a los particulares para que inviertan de un modo más razonable y ha creado una inmensa burocracia, cuyos sueldos y prebendas pagamos todos, que vive a costa del Estado pero que no cumple función útil alguna.
Sin inversión privada y sin libertad económica, el camino del crecimiento queda siempre bloqueado. La experiencia internacional señala claramente que los países más ricos del mundo son los que más libertades económicas poseen, y que la pobreza sólo se combate con inversión productiva, no con costosos pero ineficaces programas sociales, que son en realidad formas de clientelismo político destinadas a controlar voluntades.
Hasta que no comprendamos estas simples verdades, y mientras insistamos en crear un socialismo que ha fracasado en todas partes, seguiremos viviendo en el más trágico atraso y nos rezagaremos cada vez más en el concierto mundial. Venezuela necesita cambiar, abrir su economía y reducir el opresivo peso del Estado: sólo así la riqueza del petróleo podrá llegar, por fin, a los más necesitados.
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