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FRANCIA

"La identidad no es una patología"

Los que tengan una cultura afrancesada me entenderán enseguida. Los motines intelectuales contra el presidente Sarkozy son harto habituales. Me preguntarán: ¿restos del espíritu volteriano? No. Nada de eso. Son cosa de las barricadas de papel y tinta que suele levantar de forma anacrónica la vieja maquinaria de la cultura funcionarial. Pero el dinamismo cultural francés puede incluso con esas rémoras ya inoperantes.


	Los que tengan una cultura afrancesada me entenderán enseguida. Los motines intelectuales contra el presidente Sarkozy son harto habituales. Me preguntarán: ¿restos del espíritu volteriano? No. Nada de eso. Son cosa de las barricadas de papel y tinta que suele levantar de forma anacrónica la vieja maquinaria de la cultura funcionarial. Pero el dinamismo cultural francés puede incluso con esas rémoras ya inoperantes.
Nicolas Sarkozy.

Los intelectuales conservadores son hoy de izquierda.

Los archivistas, los bibliotecarios y los historiadores, apoyados por los sindicatos de funcionarios, están en pie de guerra y han ocupado durante 132 días los locales de los Archivos Nacionales en el corazón del París. Se oponen al proyecto cultural que el presidente Sarkozy presentó el pasado día 3 en Puy-en-Velay: la puesta en pie de la Casa de la Historia de Francia, entre el palacete Soubise y el de Rohan, en el hermoso barrio del Marais.

La Maison de l'Histoire de France es sin duda el proyecto con el que Sarkozy quiere pasar a la posteridad, como quiso pasar Pompidou con Beaubourg o Mitterrand con la pirámide de simbología masónica del Louvre. Sarkozy cumple con la tradición de los últimos presidentes de la V República: sellar su nombre en la eternidad del cristal o la piedra. Acto ególatra, dice la prensa. Sin duda. Pero por qué extrañarse. ¡Como si Francia no fuese la representación misma del egocentrismo cultural en su más alto grado!

La guerra contra el proyecto Sarkozy está declarada. Llueve sobre mojado. Esta polémica se enhebra con otra muy anterior, la de la identidad nacional, en la que Sarkozy partía de un hecho palpable: la progresiva desafección de la ciudadanía hacia las instituciones republicanas. Así que enseguida se puso manos a la obra para remediar esa pereza cívica. Para empezar, creó un ministerio ex profeso, denominado Ministerio de Inmigración, la Identidad Nacional y el Desarrollo Solidario.

Una ola de indignación quiso arrasarle. ¿Cómo interpretar la inclusión de identidad nacional e inmigración en un mismo registro, si no es como provocación desmedida de un poderoso arrogante? "El Sarko se ha pasado". Ésa fue la opinión generalizada. Pero esa indignación tan mediática ayudó a que los franceses se detuvieran en un tema esencial y demasiado tiempo esquivado, cedido hasta entonces a los xenófobos de Le Pen.

Con la última remodelación del gobierno, el pasado noviembre, Sarkozy hizo desaparecer el ministerio de la polémica. Ahora bien, advirtió:

He renunciado al uso de identidad nacional porque suscitó malentendidos; pero al fondo no renuncio.

Es sólo un par de palabras.

Ahora, marzo de 2011, retoma la cuestión, con vistas a las elecciones de 2012. Y lo hace con un ambicioso proyecto cultural: la Maison de l'Histoire de France.

La fuerza de Sarkozy está en la teatralidad. Utiliza una oratoria bien medida y una escenografía emblemática y emotiva para todos los franceses. Nada está dejado al azar. No hay improvisación. Soltura, sí.

Hace más de un año, en La Chapelle-en-Vercors, lugar simbólico de la Resistencia, el presidente anunció solemnemente la puesta en marcha de una macroencuesta nacional sobre qué fuera ser francés en 2010.

El pacto republicano, puesto en marcha durante la III República, se está resquebrajando, alerta Sarkozy. Pero para muchos historiadores la vuelta a los mitos fundacionales del Estado-Nación no es sino una estratagema oportunista, una querencia melancólica de un presidente a ratos venado.

Tras ese discurso, en Francia se desencadenó una polémica mediática, verdaderamente ácida, entre intelectuales y miembros de la administración. Las posiciones se enconaban cada vez más. Sólo el tête á tête de los filósofos Badiou y Finkielkraut puso altura al debate.

"El peligro no es tanto la disminución de la ciudadanía como la aparición de nuevos tiempos bárbaros", constató Finkielkraut.

Ahora, a un paso de las elecciones de 2012, Sarkozy repite la jugada: en Puy-en-Velay, lugar emblemático de la cristiandad, el presidente retoma la idea de los orígenes de la cultura francesa. Y cita a Levy-Strauss:

La identidad no es una patología.

"Sin identidad no hay diversidad". Y añade que la identidad francesa la han construido los artesanos y constructores de la catedral de Notre Dame du Puy.

Sólo digo una evidencia: la contribución de la cristiandad a nuestra civilización.

Asumir esta herencia cristiana no obliga a compartir la fe de los peregrinos que cruzaron la nave de la catedral.

Y, como siempre, sortea los obstáculos con un viejo truco de magia retórica que consiste en desatar dialécticamente el entuerto sin perjudicar a nadie:

La cristiandad nos ha dejado una magnífica herencia de civilización y cultura: los presidentes de una República laica.

No es una boutade. Lleva razón, no cabe la menor duda.

El presidente Sarkozy es un retador. Disfruta con la arrogancia: "¿Las polémicas? ¡Cómo no las voy a ver! A menudo se ve la polémica, no la razón de la polémica".

3 de marzo de 2011: la intelectualidad mediática dispara con balas de demagogia el sempiterno tópico: un presidente liberal o neoliberal, conservador o del Tea Party, de derecha o de centro, no puede opinar sobre cultura. Parece que una extraña topología política lo impidiera –aunque la historia moderna de Francia demuestra más bien lo contrario–. Cualquier iniciativa cultural del presidente es examinada con lupa por las diversas capillas de historiadores y, si es posible, tumbada, con ayuda de los medios. El caso más claro fue el imposible traslado de Albert Camus al Panteón de París, que propuso personalmente Sarkozy. Perdió.

Ahora se trata de torpedear la Casa de la Historia de Francia. Campan por sus respetos la insensatez, la mala fe y los argumentos esperpénticos, como el esgrimido por la historiadora Michèle Riot-Sarcey: "La historia no se mete en un museo (sic), es plural, conflictiva, contradictoria. Eso no se mete en un museo". Su colega Nicolas Offenstadt, de La Sorbona, ve en el nuevo museo un juego perverso para la democracia:

La formación del espíritu crítico desaparecerá para adquirir una dimensión ideologizada e identitaria.

Llueven los juicios de intenciones. Nada más. El museo en sí no molesta. Molesta Sarkozy. Y su extraña manía de recuperar los valores nacionales franceses en un mundo globalizado. El presidente, claro, defiende su propuesta:

La historia de Francia, es un todo, es una coherencia (...) Deseo un museo de Historia de Francia que bien podría ser una federación de museos y de monumentos con la colaboración de grandes instituciones extranjeras. Un museo ubicado en un centro simbólico. Para reforzar nuestra identidad, la identidad cultural.

La identidad nacional no es algo espontáneo, requiere de todo un sistema de apropiación y reconocimiento de signos, símbolos, paisajes literarios, lugares de memoria, arquitecturas fúnebres. La solidez de la oratoria institucional también forma parte de la identidad, porque dignifica con palabras la gestión pública. En Francia, el discurso institucional siempre fue una simbiosis del imaginario republicano con la pedagogía de lo nacional.

Por si a alguien le sirve, terminaré recordando el encabezamiento de los escritos patrióticos de la Primera República Francesa:

La Patrie, Une et Indivisible.

La identidad nacional francesa se construyó con una retórica defensiva y al grito de

La Patrie en danger!

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