El origen de este frente de la guerra contra el terror es claro: el deseo de los terroristas musulmanes –el grupo más votado por los palestinos y el ejército chií que ocupa el Líbano, respaldados por Damasco y Teherán– de destruir Israel y echar a los judíos al mar.
La guerra revela la inviabilidad de un Estado palestino y la necesidad de establecer una fuerza ocupante civilizada en una región poblada por gente a la que se le ha lavado brutalmente el cerebro con una ideología de odio, lo que hace de su autogobierno un crimen anunciado.
Unos 10.000 judíos vivían en Gaza hasta hace bien poco, hasta la retirada israelí del año pasado. Eran tan creativos que, aunque ni siquiera representaban el 1% de la población, producían el 10% del PIB de la Franja. Productivos y respetuosos de la ley como eran, precisaban de la protección militar israelí. Así de incontrolable es el odio genocida que sienten los palestinos por los judíos (dicho sea de paso: más de un millón de palestinos viven pacíficamente en Israel, disfrutando de más derechos de los que disfruta cualquier árabe o musulmán en cualquiera de los países árabo-musulmanes). La presencia del Ejército israelí en Gaza también era necesaria para evitar que los palestinos genocidas y judeófobos atacasen con cohetes las guarderías israelíes.
El liderazgo israelí tomó la decisión de capitular ante el odio árabe: expulsó a los judíos residentes en Gaza y retiró las fuerzas que impedían que Israel fuera atacado por criminales árabes. En los meses que siguieron, los árabes no hicieron nada por introducir mejoras en su nueva patria, que entonces controlaban por completo. Todo lo contrario: eligieron ser gobernados por terroristas genocidas. Destruyeron la industria agrícola que los judíos habían creado, y que proporcionaba el 10% del PIB. Lanzaron alrededor de 800 cohetes contra Israel. Durante todo este desastre no llegó una sola palabra de condena contra los agresores de Gaza desde Francia, la ONU, Rusia y el resto de la comunidad internacional judeófoba, filoterrorista o apaciguadora de terroristas.
En consecuencia, el alto mando del ejército de Hamás, radicado en Siria, autorizó una nueva agresión: la excavación de un túnel para penetrar en Israel y el secuestro de un soldado israelí. Por añadidura, unos palestinos de la Margen Occidental ejecutaron a un autostopista judío de 18 años por el crimen de ser judío. Aún está por escucharse la condena contra los palestinos de los judeófobos de Francia, Rusia o la ONU. Este respaldo alentó al Hezbolá, patrocinado por Irán, a perpetrar otra agresión, esta vez desde el norte.
En esta guerra, el objetivo de Estados Unidos e Israel, y de toda la gente civilizada y amante de la libertad, tiene que ser la destrucción de las cúpulas de Hamás y Hezbolá, de sus infraestructuras y de sus capacidades militares. Si la ONU fuera digna de tal nombre expulsaría de su seno a Siria y a Irán y enviaría a la Margen Occidental y a Gaza una fuerza armada del Consejo de Seguridad para implantar una ocupación cuya duración no debería ser inferior a una generación.
Durante la ocupación, las escuelas de odio de la Margen y la Franja deberían ser reconstruidas desde los cimientos, para que los niños palestinos aprendan las normas básicas del comportamiento civilizado. Que aprendan, en vez de odio religioso y étnico, tolerancia; que aprendan a condenar a los terroristas suicidas, en lugar de venerarlos como mártires; que aprendan a clasificar como monstruos a especímenes como Samil Kuntar, el terrorista palestino que hizo rehenes a un padre y su hija y aplastó la cabeza de la niña contra una roca, tenido por héroe nacional y modelo para los niños palestinos.