Hace tiempo que los colombianos nos sentimos solos en nuestro afán por derrotar a esos asesinos, pues muchos europeos –y la izquierda en general– consideran válida la lucha revolucionaria y el empleo de cualquier método violento en los países tercermundistas, a pesar de que no aceptarían una salida similar en los suyos, donde rigen estrictos estatutos antiterroristas y legislaciones severas que tipifican las conductas delictivas hasta en los menores de edad. Por eso terminan apoyando los más confusos ideales... pero en países ajenos.
Al mismo tiempo, hay una nostalgia por las ideas románticas y utópicas de mayo del 68, de la misma manera que hay bastantes interesados en revivir su espíritu por medio de estas revoluciones "justicieras". Basta que haya pobreza y diferencias sociales para que decenas de desadaptados, en conflicto con la figura de autoridad, estén dispuestos a comprar camisetas-denuncia, presionar a sus Gobiernos o maltratar a quienes consideren culpables de las injusticias registradas en ultramar. Hemos visto en la televisión a decenas de jóvenes abucheando al presidente de Colombia en sus visitas al extranjero, pero también cómo huyen despavoridos cuando Uribe, con su estilo frentero, los invita al diálogo. Se van porque no saben si el asunto es Colombia o Guatemala: para ellos, la protesta no es más que un pasatiempo antes de acudir a una fiesta para atiborrarse de drogas.
De hecho, la juventud de los países industrializados desconoce que su adicción es el combustible del conflicto colombiano. Nadie tiene derecho a mirarnos por encima del hombro mientras se aplauda con hipocresía mal disimulada la desfachatez tanto de Kate Moss como de las empresas que la siguen contratando –con el sueldo mejorado– después de descubrirse la afición de la modelo inglesa por la cocaína. No pueden hablarnos de moral los gringos mientras sus medios de comunicación alaben descaradamente y propongan como patrones de su juventud a toxicómanas como Lindsay Lohan, que dan poder a los capos Rasguño, Chupeta, Mancuso o Don Berna, a las FARC y al ELN.
En su diario, la holandesa de las FARC deja entrever que vino a Colombia por afán de vivir una aventura distinta a las que pudiera depararle su país natal. Y dio con "una experiencia muy interesante, la cual nadie me podrá quitar", según anota. Tanja no es más que una joven inmadura de 29 años que, al verse despreciada en su medio, se vino a buscar un cambio. La suya era una vida que, teniéndolo todo, no tenía nada. Es evidente su obsesión por el sexo y las aberraciones con él relacionadas que se dan en la organización terrorista, donde los comandantes compran favores sexuales con gaseosa, galletas y cigarrillos, según se desprende de sus confesiones.
Bajo la lupa ingenua de la holandesa, las FARC parecen un lupanar saturado de sida y venéreas, en el que "una mujer con pechos grandes y cara bonita puede desestabilizar un mando" o provocar una pelea entre comandantes. Dibuja una organización de gente ignorante, carente de intelectuales (¡ella se cree una intelectual!), plagada de hipocresía y de privilegios para los altos mandos. Y sin autocrítica.
La holandesa dice: "Yo no sé dónde va [a parar] este proyecto. ¿Cómo será cuando lleguemos al poder? ¿Las mujeres de los comandantes en Ferraris Testarossa, con implantes de senos, comiendo caviar? Así parece. La mujer de un comandante, de suerte, tendrá ropa interior con encaje de seda, y si no, la termina echando en la basura. Esto me enferma". Al igual que ella, los 18 jóvenes europeos que forman parte de las FARC –según afirma la politóloga holandesa Ludwine Zumpolle– deben saber ya que no hay ideales, sino intereses. Por lo tanto, deberían tener la cortesía de quedarse en Europa y hacer sus revoluciones allá.
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