Las tres campañas presidenciales que mediaron entre la caída del Muro de Berlín y el 11 de Septiembre fueron las más ayunas de debate sobre política exterior de todo el siglo XX. La cuestión del Comandante en Jefe, que hoy domina el panorama, brilló por su ausencia durante las vacaciones de la Historia de los 90.
El otro día pedí al presidente Bush que reflexionara sobre esta circunstancia anómala. Entonces se remontó a principios de 2001 y recordó que esperaba que su mandato tuviera por ejes la reforma educativa, las rebajas fiscales y la transformación de la estructura militar de la Guerra Fría en otra más dinámica, con vistas a hacer frente con eficacia a los conflictos, en principio de menor escala, del siglo XXI.
Pero le tocó ser presidente en tiempo de guerra. Y como tal le recordará, y le juzgará, la Historia.
Con todo, son muchos los que se han adelantado a Clío y emitido ya su veredicto. Entre ellos se cuenta Bob Woodward, que en su último libro describe al Comandante en Jefe como excepcionalmente frío y distante. Un biógrafo más favorablemente inclinado al personaje habría hablado de calma.
Durante la hora que pasé con el presidente el otro día, en la que hablamos sobre todo de política exterior, me hice cargo de su ecuanimidad. Estuve ante un hombre que, lejos de mostrarse resignado en el crepúsculo de su presidencia, transmitía tranquilidad y confianza en el juicio de la Historia.
Eso explica que ordenara el cambio de estrategia en Irak (el famoso incremento de tropas) a pesar de la intensa oposición del establishment político (de los dos partidos), de los especialistas en política exterior (empezando por el irresponsable Iraq Study Group), de la jerarquía castrense (según ha relatado Woodward) y de la propia opinión pública. El incremento de tropas provocó el cambio de tornas más relevante en el curso de una guerra americana desde el verano de 1864.
Para tomar una decisión de ese tipo hay que tener una gran presencia de ánimo. Algunos han sostenido que precisamente ese exceso de confianza en su brújula interior fue lo que nos metió en el atolladero iraquí. Pero lo cierto es que Bush no tomó esa decisión en solitario: contó con el respaldo de la mayoría de la opinión pública, los comentaristas y el Congreso.
La Historia no se ha pronunciado aún sobre la Guerra de Irak. Ciertamente, podemos decir que ha resultado más larga y onerosa de lo previsto; pero sigue en el aire la pregunta de si el objetivo, hoy asequible, de convertir un enemigo virulentamente agresivo en un aliado estratégico en la guerra contra el terror merecía la pena. Yo sospecho que la respuesta definitiva será mucho más positiva de lo que lo es en estos momentos.
Cuando pregunté al presidente por su logro indiscutible: mantenernos seguros durante siete años –es decir, cerca de seis años y medio más de lo que nadie creía posible el 11 de septiembre de 2001–, enseguida atribuyó el mérito a los soldados que mantienen al enemigo fuera de nuestras fronteras y a los cuerpos y fuerzas de seguridad, así como a los servicios de inteligencia. Pero también hizo referencia a alguna de las medidas que ha adoptado, como "escuchar al enemigo" e "interrogar a los fanáticos asesinos acerca de sus planes". La CIA nos ha dicho ya que los interrogatorios que se han practicado a terroristas tan relevantes como Jalid Sheik Mohamed han suministrado más información valiosa que ninguna otra fuente. A la hora de hacer referencia a estas medidas, el presidente no incidió en su eficacia ni en la campaña de difamación que hubo de afrontar cuando las acometió. Otra muestra más de ecuanimidad.
Lo que el presidente sí resaltó con cierto orgullo es que, más allá de la prevención de un segundo ataque, está legando a su sucesor la clase de poderes e instituciones que necesitará para evitar nuevos ataques y librar con éxito esta larga guerra. Y lo cierto es que Bush dejará tras de sí el Departamento de Seguridad Nacional, unos servicios de inteligencia reorganizados –y con nuevas capacidades para compartir información– y una FISA revisada que permite una vigilancia más amplia y moderna.
En este sentido, Bush se parece mucho a Truman, que puso los mimbres para una nueva era (con el Departamento de Defensa, la CIA, la NSA), amplió los poderes de la Presidencia, estableció una nueva doctrina de intervención activa en el extranjero y, finalmente, libró una guerra, la de Corea, donde tampoco hubo ataque previo contra EEUU y que también fue muy impopular: tanto, que hubo de dejar el cargo entre el menosprecio y la denigración generales.
Luego la Historia corrigió ese juicio. Yo, por mi parte, tengo pocas dudas de que Bush va a ser objeto de una reconsideración similar.