Arafat tuvo una carrera notable. Ningún terrorista de la historia moderna ha tenido tan buena prensa, o sido internacionalmente honrado en su funeral. Más allá de esto, el legado de Arafat afecta al mundo entero. En un sentido muy real, era el padrino de los movimientos radicales nacidos en Oriente Medio que han llevado a una nueva era de terrorismo global.
Desde los años 70, los funcionarios americanos le llamaban "el terrorista de teflón" [1]. Arafat explotaba el optimismo a ultranza de que podía obtenerse la paz fácilmente –bastaba con que se le hicieran concesiones–, o su vanidad –era el único que podía solucionar el gran problema de Oriente Medio: bastaba ser agradable con él–. Demostró lo fácil que es engañar al Occidente bienintencionado, y lo rápidamente que se olvidaba lo último que él hacía.
Arafat fue capaz de dotarse de una imagen políticamente progresista, lo que le permitió intimidar a su propio pueblo, ignorar su pobreza, perpetuar ultrajantes teorías conspiratorias y alentar la corrupción sin que nada de ello jugase en su contra ante la izquierda occidental. De hecho, las encuestas de opinión mostraban que, en el momento de su muerte, era más popular en Francia que entre los palestinos.
Hasta el final, los muchos que alababan a Arafat –muchos más, de lejos, en Occidente que en el propio mundo árabe, lo cual es muy significativo– le encontraban admirable debido, principalmente, a tres cualidades: era, se decía, un nacionalista que lideraba y representaba a su pueblo; era querido por éste, de cuya lucha era símbolo; era, personalmente, un individuo valiente y defensor del oprimido.
En realidad, Arafat nunca fue un verdadero nacionalista –si definimos "nacionalista" como alguien cuya prioridad es obtener un Estado independiente y mejorar la situación de su pueblo–. Hacia finales de los años 70 ya había creado un movimiento que podría haber obtenido un Estado, tanto en el contexto del acuerdo de paz Egipto-Israel como en diversas ocasiones posteriores, si hubiera moderado sus objetivos y tácticas.
En 1993, al firmar los Acuerdos de Oslo, persuadió a muchos de que estaba preparado para un compromiso de paz. Y volvió a su patria para convertirse en el gerente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), que parecía determinada a lograr un Estado. Pero, como gobernante de dos millones de palestinos, no hizo nada por su bienestar. La economía, la educación, la salud y otros asuntos importantes carecían de interés para él. Y en 2000 rechazó, en Camp David y en el plan de Clinton, dos oportunidades de lograr un Estado y poner fin a la ocupación israelí. En lugar de eso, volvió a la guerra, creyendo aún que con la violencia lograría sus objetivos. El resultado ha sido cuatro años de derramamiento de sangre, la muerte sin sentido de centenares de personas.
Arafat murió, pero su historia está lejos de haber terminado. Ha dejado una herencia venenosa al movimiento palestino. La ausencia de líderes eficaces o de instituciones para gobernar es atribuible directamente a su negativa a nombrar un sucesor o a permitir cualquier alternativa a su poder personal. Al rechazar subordinar los múltiples movimientos, facciones y milicias que compiten por el poder y el botín, Arafat garantizó la presente anarquía. El ascenso de Hamas no se debe solamente al rechazo de Arafat a combatirlo, sino a la utilización que hizo de ese grupo como fuerza terrorista contra Israel. La presente anarquía en la franja de Gaza descansa sobre los cimientos de barro levantados por Arafat.
Algo parecido puede decirse respecto del presente extremismo del movimiento palestino. Fue Arafat quien continuó con la glorificación de la violencia, la demonización de Israel y la representación de la moderación como traición. Cuando los hombres armados de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa de Al Fatah, o los de Hamas, dicen estar siguiendo la línea política de Arafat están en lo cierto. Su aceptación nominal de la paz en Camp David no se tradujo en hechos, mientras que sus colegas más cercanos en el movimiento prosiguieron con la estrategia de glorificar el terrorismo e insistir en que la única solución satisfactoria sería la destrucción de Israel.
Cuando rascas la superficie, más allá de todos los detalles y sucesos diarios, lo que está claro es que el movimiento nacional palestino está dividido en líderes sectarios, facciones y grupos. Los pistoleros hacen lo que quieren, los señores de la guerra se reparten el poder sobre diferentes zonas de la Margen Occidental y la Franja. No hay motivo para creer que Abu Mazen vaya a tomar el control algún día. El liderazgo palestino está paralizado –algunos tienen miedo de intentarlo, otros no quieren– ante cualquier posibilidad de un compromiso de paz con Israel. Incluso el apoyo internacional está decayendo. Mientras tanto, los islamistas de Hamas se encaminan hacia unos niveles de poder similares a los de los nacionalistas de Al Fatah.
En fin, la situación palestina es terriblemente desastrosa, y no hay pista alguna acerca de cómo corregirla. Este colapso, esta catástrofe se debe en gran medida a los métodos y políticas de Arafat. Tal es la ironía de su vida y su legado: creó y levantó el movimiento, pero sembró las semillas de su fracaso y, quizá, de su destrucción.
[1] En referencia al polímero antimanchas empleado en la ropa. El mote se debe a que emergía siempre como impoluto pacifista, sin importar a cuánta gente hubiera asesinado. Se utilizó principalmente a raíz de la matanza de deportistas israelíes en las Olimpiadas de Múnich (1972).